sábado, 29 de mayo de 2010

La ideología que ata

Tener ideas propias, luchar por ideales, comprometerse con lo que crees, profundizar en nuestras emociones, es una magnífica forma de estar en el mundo.

La vida es cambiante, la realidad también. Por ello, las ideas no deberían ser inamovibles sino flexibles y siempre dispuestas a reconocer errores.

Pero hay personas que no tienen ideas (propias) sino ideologías, habitualmente tragadas sin pensamiento crítico de por medio. Se caracterizan por:

- No son realistas. Intentan adecuar la realidad a su ideología.

- Son dogmáticos.

- Tienen una dialéctica concreta que enmascara la falta de ideas propias con grandes frases de pancarta.

- No hay la más mínima autocrítica para su "tribu", que nunca se equivoca. Mientras que todo son críticas para los rivales, que jamás hacen nada bueno.

- Si los suyos cambian de opinión, se asume con naturalidad y se justifica con total impunidad. Lo que ayer era pésimo, porque era defendido por los contrarios, hoy es imprescindible, porque es apoyado por los propios.

- No leen para informarse, formarse o aprender. Sólo lo hacen para cargarse de razón.

- Cuando algo funciona bien es gracias a ellos. Si funciona mal es por lo mal que lo han hecho los oponentes o por la falta de apoyo de éstos.

Asumir una ideología de este tipo es apuntarse alegremente a la distorsión y al borreguismo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Tartamudo

Con 5 años tuve, a la vez, una fiebre reumática y paperas. Recuerdo semanas de cama, hospital, dolores, pero nada de eso me dejó huella. Después de esa experiencia empecé a tartamudear, y cada día que pasaba era peor. No era capaz de decir una sola palabra seguida. Una frase se me hacía eterna. Cada palabra era una humillación y un sufrimiento. Cada parón se acompañaba de todo tipo de muecas con la cara y el cuello en un intento vano de ayudar a la laringe en este trago. Me veía indigno, absurdo, tonto e incapaz de provocar en alguien un sentimiento de amor. La mayoría de la gente se reía de mí.

Para terminar de mejorar el cuadro, padecí durante 10 años más lo que se llama Corea de Sydenham, más conocida como baile de San Vito, una complicación neurológica de la fiebre reumática. Consistía en espamos musculares bruscos con movimientos incontrolables de músculos de la cara, manos y, lo peor, de los pies, con caídas contínuas que provocaban más risas.

Nunca he comprendido ese extraño sentido del humor que consiste en reirte del sufrimiento y la debilidad del vecino.

No sé como reaccionan otros tartamudos, pero yo lo hice muy mal. Era un niño huraño, silencioso, agresivo, serio y triste. Siempre he sido alto y fuerte y he hecho ejercicio toda mi vida. Mis músculos me sirvieron para amedrentar a mis compañeros y vengarme de ellos a torta limpia. No pasaba un solo día en el colegio que no tuviera al menos una pelea. No toleraba que nadie se riera de mí y, el que lo hacía, lo pagaba. Muchas veces salía perdiendo en las peleas, pues me pegaba con cuatro o cinco a la vez, pues todos tenían amigos excepto yo. Pero el número de contrarios nunca fue obstáculo para liarme a guantazos y, aunque fueran muchos, todos se llevaban una buena tunda, aunque yo terminara destrozado. Y después, los seguía para que cuando se quedaban solos, se enfrentaran de nuevo cara a cara conmigo, en una pelea más limpia de uno contra uno y ahí, no tenía rival. Poco a poco, se dieron cuenta que jamás rehuiría una pelea y que cada risotada iba a ser causa de una paliza y me gané el ¿respeto? de todos. Nadie osaba meterse conmigo ni reirse de mí.

Pero los adultos eran diferentes. Comprar cualquier cosa era un suplicio que duraba horas. Tenía que ensayar cientos de veces las palabras adecuadas y que me salían mejor para no tartamudear. Pero cuando me tocaba el turno y pedía lo que fuera a comprar, tardaba una eternidad en conseguir expresar lo que quería. Y contra las risas de los adultos no tenía defensa ni ataque posible. Y si me decían, que me tranquilizara y hablara despacio o me terminaban la frase, era aún peor.

La gente creía que era un poco subnormal, porque usaba multitud de muletillas y, en muchas ocasiones, al no saber pronunciar la palabra correcta, tenía que buscar alguna con significado similar, pero generalmente eran una mala opción, por lo que mi expresión era muy pobre.

Otra reacción fue la competitividad. Desarrollé una competitividad brutal. Era la manera de demostrar a todos que yo era mejor que ellos en cualquier actividad, cuando en realidad me consideraba el ser más monstruoso del mundo. En todos mis exámenes durante años saqué un 10. Sólo suspendía dibujo y trabajos manuales y, a pesar de eso, dedicaba miles de horas para mejorar estas dos asignaturas, pero nunca lo conseguí. Tuve la suerte que eran dos asignaturas consideradas como menores y no me importaba demasiado no ser el mejor en ellas.

Mis padres lo hicieron bien, pero me daba cuenta que sufrían mucho. Para evitarlo, en la adolescencia, los fines de semana hacía como que quedaba con amigos para salir, pero en realidad me iba solo al parque y dejaba pasar varias horas hasta que era hora de regresar. Intentaba que creyeran que hacía una vida normal y que tenía una infancia y adolescencia feliz y completa. Mis moratones crónicos de mil peleas, eran supuestas lesiones deportivas, que ellos hacían como que lo creían.

Lo que más recuerdo de mi padre, y una de las cosas más bellas que he vivido, fue un día mientras estábamos en el campo, que se paró, me miró a los ojos y me dijo: Juan, ¿sabes lo que más me gusta de tí?. No, le respodí. Tu tartamudez. Porque eres un hijo tan perfecto que la tartamudez te hace más humano.

Desde los 12-13 años me empezaron a gustar las chicas, pero eran seres imposibles de alcanzar, Estaba enamorado hasta las trancas de Esther, pero jamás me acerqué a ella ni cambié una sola palabra. Era un amor furtivo y platónico. Una niña de ojos azules, tan preciosa, muy parecida a la cantante Jeanette (mi otro gran amor de adolescencia) era demasiado para un ser horrible como yo.

Con 16 años, durante las vacaciones en Mijas, una chica que se llamaba María Dolores, me amó, me besó y me descubrió lo que había detrás de la tartamudez: un ser humano con capacidad para amar y amarse.

Todo cambió desde entonces. Ahora sé que siempre tartamudearé, aunque he conseguido mejorar mucho, pero sólo es una pequeña dificultad que tengo. No soy tartamudo. Soy Juan y tartamudeo, ni más ni menos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Sinceridad hiriente

No conozco a nadie que no se considere sincero.

Pero para algunos, ser sincero no es decir la verdad, sino ser desagradable, hiriente, insultante, grosero. Y cuanto más zafio es, más sincero se considera. Disculpan su crueldad por el bien supremo de la verdad.

Pero decir la verdad no tiene nada que ver con la mala educación. La franqueza puede doler, pero nunca molestar ni herir.

Y hay que tener en cuenta que, cuando decimos lo que pensamos, podemos ser sinceros, pero estar equivocados. Confundimos la verdad con nuestra verdad. Por ello debemos ser humildes y, cuando damos una opinión, ser conscientes de que nos podemos equivocar.

Al sincero hiriente le falta humildad. Y se le puede reconocer con una palabra: soberbia.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Los pepinos amargos de Marco Aurelio

Cuando se come un pepino amargo, tenemos dos opciones:

1. Quitar lo que es adorno e interpretación y ver la desnudez del hecho: es un pepino amargo, sólo un pepino amargo. Muy bien, recházalo y punto. No te lo comas.

2. Ante el sabor amargo del pepino decidimos juzgarlo. Iniciamos un discurso teñido de pasiones: ¿cómo es posible que haya llegado a mi mesa?. ¿Cómo han podido venderlo?. ¿No debería estar prohibido vender pepinos amargos?.

Una persona que juzga continuamente su experiencia en términos de valor es alguien que busca elementos del mundo que le permitan manifestar su profundo disgusto, tan torpe que no sabe evitar los pepinos amargos, tan pesada que no sabe sino hablar de los dichosos pepinos amargos.

Este pensamiento de Marco Aurelio lo he intentado vivir a lo largo de mi vida (con resultados dispares, todo hay que decirlo).

Demasiadas veces sufrimos, no por lo que nos pasa, sino por como interpretamos lo que nos pasa.

Demasiadas veces rechazamos a otros, no por lo que son ni por sus actos, sino por lo que interpretamos de su persona y actos.

Si interpretamos el mundo, lo desconocemos.

Mirar a los demás desnudos de nuestras interpretaciones, desnudos de ideas. Mirar al mundo como es, abriendo nuestros sentidos a todas las sensaciones sin pasarlas por el filtro de nuestros juicios de valor nos acercará a la realidad, a la felicidad.