sábado, 25 de mayo de 2013

Palabras para una vida 47



La realidad vista en perspectiva
No puedo asegurar que me enamorase de María Dolores. Posiblemente cualquier mujer que me hubiera aceptado habría logrado lo mismo. De lo que estoy convencido es que me enamoré de mí. Pero fue ella la que me descubrió y la que consiguió que me encontrara después de 16 años de búsqueda.

A los besos siguieron las caricias y, a éstas, las sábanas. No hicimos el amor, pero por primera vez sentí el amor más puro, inocente y generoso. No buscábamos nada del otro, sólo nos entregamos sin reserva. Nos dimos por el puro placer de salir de nosotros y entrar en la esfera del tú. 

Mi familia, la playa, la belleza de Mijas, el sol y el mar fueron el escenario perfecto para el renacer de un alma atormentada, pero fue el cuerpo joven y fresco de una muchacha el que convirtió en insignificantes mis valores más sagrados. La luz y hermosura del agosto mijeño palideció ante la dulzura de sus ojos y de nuestros deseos de compartirnos.

Me respetó y aprendí a respetarme. Me amó y aprendí a amarme. Me creyó y aprendí a confiar en mí. Se desnudó en cuerpo y alma y aprendí a desnudarme.  Me ofreció su bondad y saqué lo mejor de mí para no volver a guardarlo jamás. Me abrió sus puertas y derribé mis murallas.

Nací del vientre de mi madre, pero renací ese verano de la mano de María Dolores.

Quizás no la amé, pero nunca la olvidaré. 

sábado, 18 de mayo de 2013

Palabras para una vida 46



Un nuevo mundo
La teoría nos la sabemos perfectamente. Los libros de autoayuda (que horror la mayoría de ellos) campan por sus anchas en las librerías. Nos conocemos al dedillo las mil y una maneras de afrontar nuestra vida con grandes posibilidades de éxito y felicidad. Pero a la hora de aplicar esas recetas tan “lógicas” fallamos una y otra vez.

Son fórmulas generadas desde el pensamiento y puestas en práctica por un ser pensante….y con emociones. Y son precisamente estas emociones las que se rebelan una y otra vez contra la teoría.

Nos educan desde una base puramente racional (no hay más que ver las materias que estudian nuestros hijos) y nos dejan analfabetos del mundo de las emociones. Resultado: no sabemos que hacer con ellas, no las sabemos manejar y, si no las manejamos, ellas nos manejarán y no sabremos por donde nos vienen las tortas que nos estamos dando nosotros mismos.

Me imagino que cada uno tendrá que aprender su propio camino, su manera especial y única de conocerse, ayudado del pensamiento racional, sí, pero no sólo de él. En mis momentos peores me he dejado “violar” por mis miedos, iras, rabias, dependencias, apegos, angustias, traumas, decepciones, alegrías, amores y pérdidas, recuerdos y sueños. Me he entregado a ellos sin huirlos, sintiéndolos…para comprenderlos. Y cuando los he entendido se me ha abierto un nuevo mundo, una forma diferente de sentir, actuar e incluso pensar.

Sentirme amado por una mujer hizo que creyera en mí. Por fin me dejé violar sin miedo por mis fantasmas para descubrir que quien me hacía daño no era mi entorno, ni mis profesores, ni los compañero de clase, ni quien se reía de mis defectos. La lucidez que me proporcionó un beso (bueno, bastante más de uno) me hizo comprender que sólo yo me fustigaba, reaccionando una y otra vez contra los molinos de viento. Deposité mi felicidad y bienestar en lo que los demás hicieran o pensaran de mí. 

Los labios de María Dolores me enseñaron el camino. Su amor despertó el mayor amor posible: mi amor propio y, el que se ama, lo hace por encima de sus carencias, errores y desaciertos. Los conoce y, ese conocimiento, lejos de servir como justificación para sus tropiezos, es la mejor arma para comprenderlos y subsanarlos, con responsabilidad pero sin culpa. El que se ama se convierte en un ser libre, no dependiente de lo que piensan los demás. 

Destrocé la imagen que creía que los demás tenían sobre mí y la que yo mismo creía y quería dar, a golpe de ternuras y caricias. El amor destruyó la farsa que hasta entonces era mi vida y, en el solar resultante, construí un nuevo Juan, desnudo de rutinas y reacciones, que por fin aprendió lo que significa desaprender. La imagen no es lo importante, la opinión ajena sobre nuestros valores y acciones sirven de poco. Amar nuestros aciertos y errores o mimar nuestras fortalezas y debilidades nos proporcionan el coraje necesario para cambiar lo que sea menester para vivir en paz y equilibrio con los demás. 

Tenía todos los ases en la manga, todas las premisas intelectuales necesarias para triunfar como ser humano, pero fue la mirada de una mujer enamorada la que bastó para que la teoría se convirtiera en una forma de entender mi vida y mis relaciones.

jueves, 16 de mayo de 2013

Palabras para una vida 45


María Dolores
Me pareció la mujer más bella. 

La belleza no se ve, se siente. Los rasgos no son importantes para evaluar la donosura. Hay un aura etérea, que flota alrededor de la persona, la que otorga el sello inconfundible de la beldad y, María Dolores, era preciosa.

Me esperaba al final de la calle. Durante todo el recorrido me miraba y sonreía, coqueta e intrigada a la vez. No existía suelo, me desplazaba volando y en ningún momento aparté mis ojos de los suyos. Las casas blancas, los turistas, el cielo y el aire desaparecieron. Sus pupilas encendidas y sus labios se convirtieron en el único universo posible deseado. Era capaz de dejar la mente en blanco cuando quería, y en esos momentos sólo sentía. Por primera vez cambié el blanco por los colores de ella, pero la sensación era idéntica: sólo existía el sentimiento.

La eternidad se puede condensar en segundos y, en esos momentos sublimes, se hace la luz más clara y todo brilla con una claridad abrumadora. Cada paso que me acercaba a su figura era un paso menos a recorrer en la lucidez, en las respuestas ansiadas.

Intercambiamos obviedades de filiación: edad, (especificar sexo no tenía sentido), estado civil, estudias y/o trabajas, cuanto tiempo estarás aquí… cuestiones simples que escondían un deseo de agradar por parte de ella y un pavor hacia el silencio por parte mía. Pero no hubo silencios. La tarde transcurrió de una manera tan natural que a los pocos minutos éramos como dos viejos amigos que se reencuentran tras años sin verse pero que nunca dejaron de interesarse. El corazón desbocado se tranquilizó inmediatamente. Las palabras fluían y, mientras caminábamos por Mijas, definimos nuestro mundo, nuestros espacios, nuestras inquietudes y nuestra necesidad de amor.

Nos sentamos en un banco del Compás, con las magníficas vistas de la sierra mijeña fundiéndose con el mar, pero no tenía ojos para el paisaje cuando delante tenía el firmamento de la mirada de mi primera mujer. Esos momentos infinitos que, por sí solos, justifican toda una vida.

Las palabras dieron paso a los besos y sus labios tenían el aroma de la inmortalidad, de aquello que siempre estará vivo aunque cambien los actores. Las caricias no se quedaron en aquel balcón, han permanecido perennes e inalterables como la fuente que no se agotará jamás. La luna llena era nueva para mí. Nunca fue tan blanca, tan redonda tan cercana. Fue el único testigo de nuestro amor y juraría por lo más sagrado que nos dedicó su mejor rayo.

domingo, 12 de mayo de 2013

Palabras para una vida 44


Mijas. Verano de 1975
Apretado entre mis hermanas en nuestro coche, nos dirigíamos de nuevo al frescor, la playa, el salitre, la buena compañía, la gracia de mi tía y el candor y la inocencia de mi tío. Un año más llenaríamos agosto de risas e ilusiones. 

Nada había cambiado mi manera de vivir. Tenía muchos más datos en mi cerebro pero no había ni una pizca de sabiduría ni bienestar. Seguía siendo el hijo del que se podía sentir orgulloso cualquier padre y el sobrino cariñoso que gustaba a cualquier tía que se preciara. Pero también era un inválido del amor, un herido del sentimiento que mostraba soberbia para esconder su falta de generosidad y autorespeto.

Mientras pasaban los kilómetros crecía la paz del que sabe que no se va a encontrar en terreno hostil. 

Las mujeres me habían empezado a gustar mucho. Esther era un alma sin cuerpo, una dulzura inventada en la que el sexo no existía. Sólo era una cara triste y bella a la que había llenado con todo tipo de dones que probablemente sólo existían en mi anhelo. Pero habían otras con curvas poderosas que no me inspiraban romanticismo precisamente. Las fotos subidas de tono de algunas revistas y periódicos deportivos me estimulaban, y no precisamente el intelecto. 

La llegada al pueblo suponía sorpresas. Nuevos apartamentos, nuevos hoteles y nuevas reformas en casa de mi tía. Pero la novedad fundamental estaba en la Baraka, una tienda de souvenirs situada enfrente. La novedad tenía el pelo negro, ojos oscuros, labios grandes y una sonrisa eterna que respondía al nombre de María Dolores. Tenía mi edad o tal vez era algo mayor que yo. Trabajaba en la tienda pero no era del pueblo. Mijas estaba llena de chicas, que acudían a trabajar en el comercio, y despoblada de chicos, que tenían que emigrar a otros lugares que tuvieran empleos más masculinos. 

Unas cuantas miradas cruzadas bastaron para que ella se acercara a mí, sentado en la puerta, y ante mi asombro me preguntó el nombre y de donde era. El estupor se hizo uno conmigo. Eso no sucedía en Córdoba jamás. Eran los hombres los que interpelaban a las chicas, bueno, los demás hombres porque yo no me consideraba tal. No tenía derecho a hablar con mujeres y era imposible que una fémina se pudiera fijar en alguien tan extremadamente feo y soberbio como yo. Pero el milagro sucedió. Tartamudeé un larguísimo Juan, y otro no menos extenso Córdoba, y ella me contempló sin reírse, sorprenderse ni poner cara de lástima. También ella se presentó y me preguntó si la recogía a las ocho de la tarde, a la salida de su trabajo, para dar un paseo. La respuesta no se hizo esperar y volvió a entrar en La Baraka. 

Pocas veces he estado tan confundido, aterrado e ilusionado a la vez. No sabía si aquello podía ser una broma, una petición de mi tía o abuela a la chica (lo pregunté y lo negaron) o una realidad. No estaba preparado para semejante vuelco en mis inexistentes relaciones intersexuales. 

Ella era guapa, yo feo. Era normal, yo una bestia. Hablaba normal, yo tartamudeaba. Sonreía, yo apenas sabía hacerlo. Se movía con naturalidad, yo siempre atento a las reacciones de los demás ante mi presencia. Ella era una diosa y yo un demonio.

En estado de shock me bañé, vestí y hasta me peiné, actividad que solía obviar, para intentar estar lo menos feo posible. Las manecillas del reloj iban demasiado lentas y, a la vez, con una rapidez sorprendente, dependiendo si predominaba mi ilusión o mi miedo al pensar en lo que me esperaba. 

Cuando bajé tras el inusual acicalamiento todos me miraron sorprendidos. ¿Dónde vas tan guapo?. Voy a dar un paseo con María Dolores, y salí de la casa. Me imagino la cara de todos los presentes ante semejante declaración. Supongo que no lo creyeron, porque durante el mes restante no me volvieron a preguntar sobre unas actividades que exigían el peinado sistemático de un pelo rebelde poco habituado al peine y claramente alérgico al cepillo.  

Con mi mejor ropa, mi única colonia, el peor miedo y la mayor ilusión que había sentido jamás me encaminé hacia mi destino, hacia la transformación de un capullo, en el término más despectivo del término, en mariposa, según el significado más bello de la acepción. El niño soberbio y triste que salía por la puerta no regresaría jamás. Aparecería un hombre con alas, sin cargas, que nunca volvería a dejar de ser libre. El lastre y las cuerdas las dejé abandonadas en el baño y el amor que me esperaba, enfundado en unos pantalones vaqueros, una blusa con flores y el brillo de un pelo y una sonrisa sin fin, me harían volar hacia una aventura jamás vivida por el Capitán Trueno. 

Esa noche descubrí que todas las preguntas del mundo tenían una única respuesta: el amor que respeta.


jueves, 9 de mayo de 2013

Palabras para una vida 43


Abuela Remedios. 
Se casó cuando contaba 18 años con mi abuelo, un soñador comunista, tatuado con la hoz y el martillo en su antebrazo de panadero. Según sus palabras, dio el braguetazo porque, desde los seis años, para poder comer a diario, tenía que acompañar a su madre desde Mijas hasta Málaga en un burro para poder vender canastos hechos por ellos y, de paso, servir en la casa de cualquier rico. A pesar de esos esfuerzos, no siempre lo conseguía y la noche llegaba con lágrimas de hambre en sus ojos infantiles. 

Mi abuelo era un buen hombre: le pegaba lo normal, se emborrachaba a diario, le hizo 8 hijos sin una sola noche de sexo compartido y deseado, pero también le dio una casa de 20 m2 en un corralón de Málaga, que ella tenía como los chorros del oro (era pobre pero honrada y limpia....era su lema) y le traía pan. Era feliz con eso. La guerra civil le quitó todo cuanto tenía. Un campo de concentración para su marido y la imposibilidad para trabajar, pues era la mujer del líder comunista del barrio. Robaba el carbón que caía de los trenes, cogía chumbos para venderlos por las calles, limpiaba cualquier casa que podía, fregaba lo que le echaran mientras un hijo detrás de otro iban muriendo de hambre. Cuando tres de ellos murieron (9, 7 y 5 años), comprendió que todo lo que hacía era en vano y se separó de lo que más quería: a una hija la mandó con su hermana a Mijas y a mi madre la mandó con su madre a Córdoba. Con los otros tres y su trabajo pudo capear el temporal y logró que sobrevivieran los cinco. 

Nunca la vi deprimida. Jamás se le habría ocurrido suicidarse.....estaba demasiado ocupada en sobrevivir.

Juzgaba de forma muy severa al que no sabía disfrutar de todo lo que se tenía en aquellos años sin hambre. No comprendía los momentos bajos, las melancolías y tristezas, teniendo todo lo que ella consideraba necesario para ser feliz. 

El dinero no da la felicidad. En algunos, la dificulta. La mayoría de los suicidios no se producen en Ruanda, Pakistán o Etiopía, sino en Suecia, Suiza o Finlandia. 

El sufrimiento tiene muchas caras y, la peor de ellas, no es la ausencia de bienes materiales, o el hambre, o la guerra o la pérdida de seres queridos. El peor sufrimiento es el vacío interior, la ausencia de valor en uno mismo, la nada en ti mismo. Se puede tener todo lo material imaginable, pero si falta el impulso de la vida, el saber porqué y para qué vivir, no se tiene nada. 

Mi abuela luchó y sufrió mucho, posiblemente ni más ni menos que otros que se hunden en la desesperación o el suicidio, la única diferencia es que ellos NO SUPIERON luchar y perdieron. Mi abuela se supo encontrar mientras otros menos afortunados creyeron que el camino de su felicidad era tener o aparentar y no ser. Se equivocaron y lo pagaron con creces: sufriendo de forma desgarradora, hasta matarse o hundirse en el pozo del no ser. No fueron valientes, vale, pero mis lágrimas están con ellos. Puedo opinar sobre muchos de los errores que cometieron, pero nunca los juzgaré porque siempre estaré con los que sufren, sea por la causa que sea. Hay una enorme diferencia entre conceptuar actitudes y juzgar personas. Lo primero nos hace crecer, lo segundo nos hace y hacemos sufrir.

El dolor es una cosa muy íntima. Sólo nos duele lo que nos duele. No hay comparaciones. No es práctico comparar, al menos para decidir lo que es mejor o peor o colar juicios de valor. ¿Para qué?. Nos pasamos la vida comparando. ¿Tiene esto algún sentido?.

Siempre he pensado que el sufrimiento intenso, sobre todo en la infancia, nos proporciona herramientas muy válidas para un mejor desarrollo de nuestra vida adulta......aunque no siempre es así. Dependerá mucho de la persona, del calado y de los motivos de ese sufrimiento. Hay procesos de despersonalización provocados por unos determinados tipos de educación que, lejos de darte esas herramientas, las elimina. Conozco a verdaderos zombies de la vida....o no vida, que deambulan con un corazón latiendo y una mente salvajemente torturada que les impide disfrutar de nada.
Por ello he aprendido a no juzgar, y mucho menos condenar, a los que sufren tanto. A veces me dan ganas de darles dos bofetadas con la esperanza de que despierten, de que por fin vean la luz y dejen de sufrir ellos mismos y dejen de hacer penar a todos los que les rodean. Y es que precisamente, una de las cosas que pueden suceder a este tipo de personas es notar que hacen sufrir a su entorno, lo que les lleva a una incapacidad y un tormento cada vez más notorio.

El suicidio es, en ocasiones, el resultado final de una locura. Pero en otros muchos casos es el punto de lucidez máxima y de generosidad con uno mismo y con los demás. 

He hecho alrededor de 1500 guardias en un Hospital de tercer nivel y he podido hablar largo y tendido con decenas de suicidas verdaderos (aquí no cuentan las personas que se toman cuatro pastillas de Termalgin para llamar la atención) y en la mayoría de veces no había ningún trastorno grave de personalidad ni una depresión profunda. Eran personas que se sentían vacías, infelices, NO COMPROMETIDAS con nada.

Los suicidas no son más que la punta del iceberg, unas decenas, sobre los cientos de miles de personas que se sienten vacías con falta de compromiso. Pueden tener sus ideas, ideales, pero no los viven, sólo son ideas sin más que, en realidad, no forman parte de sus vidas. Cuando tienes que algo por lo que luchar, tienes algo por lo que vivir. Si te falta el compromiso, la lucha, viene la nada de tantos. 

La vida de mi abuela me sirvió para reflexionar sobre el sufrimiento y las distintas maneras de abordarlo. Sin saberlo, sembró la semilla para que más tarde empezara a comprenderme y comprender. No sabía manejar mi tormento, pero ella me dio las pistas necesarias.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Palabras para una vida 42


Mi familia de Mijas
El hambre obligó a mi abuela Remedios a repartir hijos para que no murieran. A mi madre le tocó Córdoba y a mi tía Pepa, Mijas. Allí vivía la hermana de mi abuela, Isabel, con su marido Paco, un matrimonio sin hijos. Desde el principio fue acogida como la hija soñada y tan infructuosamente buscada. Fue hija para lo bueno y para lo malo, pues cuando envejecieron se encargó de su cuidado hasta la muerte, y no fue fácil, pues la tía Isabel quedó paralítica durante muchos años. 

Criar tres hijos y cuidar de dos ancianos, además de mantener impoluta una gran casa, estando eternamente de luto, exigió un empeño titánico. Mi abuela Remedios se sentía responsable, y tal vez hasta culpable, de que su hija tuviera tanto trabajo, por lo que tras la muerte de su marido y la emancipación de todos sus hijos, se trasladó a vivir a Mijas para compartir esfuerzos. 

John Ford, para su desgracia, no llegó a conocer a Juan, el marido de mi tía Pepa. Hubiera sido el personaje perfecto para muchas de sus películas. “El hombre tranquilo” hubiera sido diferente de haberse relacionado con mi tío. La largatija de Pepa, que no paraba ni un segundo, se contraponía a esa figura lenta, calmada y pacífica que era Juan. 

Diecisiete años de noviazgo, y del noviazgo que se estilaba en Mijas, donde no se concedía ni el más mínimo metro a una pareja no casada, sólo fueron el preludio de un matrimonio con amor y por amor. Tuvieron paciencia y la vida les concedió lo que pocos consiguen y tantos anhelan, amarse y respetarse hasta la muerte. 

Recuerdo a mi tío con sus eternas sandalias, su ropa cómoda sin concesiones a la elegancia y una paz que irradiaba a todo el que se le acercaba. No era un hombre de vicios, salvo el único que se permitía, darle todos los caprichos a su mujer. Mi tía, que no se podía estar quieta, decidió que ella, enclaustrada en su casa por mor del sempiterno luto, no podía cambiar el mundo, pero a fe que cambiaría su casa. Y todos los años la transformaba a fuerza de obras eternas. Si le parecía poco cuidar de tantas personas, compartía su vida con obreros, carpinteros y pintores. No pasaba un año sin cambiar tabiques, destruir y rehacer baños y cambiar puertas de entrada y salida a la calle. Juan asistía atónito a semejante despliegue de actividad transmutadora y febril de su esposa. Siempre le sorprendía con nuevas ideas para conseguir la casa ideal, mientras él se encogía de hombros y sólo protestaba con un tenue: “Pero Pepa, ¿otra obra más?”. 

No asistí jamás a una riña entre ellos, aunque supongo que las habría, pero sí a ciertas miradas tenues e inequívocas cuando llegaba el momento del descanso nocturno. Supongo que los años y los hijos no pasaron factura a su pasión.

Tuvieron tres hijos, pero en la época que veraneábamos sólo habían nacido Paco y Joaquín. Paco era un torbellino como su madre y Joaquín un pacífico crío como su padre. Reme vino más tarde y he podido disfrutar poco de su compañía. 

Todas las mañanas, mi padre y yo nos levantábamos a la seis de la mañana para desayunar en un bar del pueblo antes de irnos a la huerta que tenían mis tío a pocos kilómetros del pueblo. Limoneros, chumberas y alguna que otra mata de pimientos y tomates eran regados y disfrutados por padre e hijo. Recoger un tomate de la mata, partirlo por la mitad, echarle un poco de sal gorda y perderse en su aroma y sabor, no tiene precio y, si se hace acompañado por un padre que te quiere y respeta, adquiere el sello de lo imperecedero.

A las diez de la mañana volvíamos al pueblo, recogíamos a mis tres hermanas y mis dos primos armados hasta los dientes de bañadores, patitos, flotadores, balones y crema Nivea en su lata azul y nos dirigíamos a la playa. Durante cuatro horas, Paco y Joaquín no salían del agua. De vez en cuando había que sacarlos, temblando y diciendo que no tenían frío. Durante un mes no fallábamos ningún día a nuestra cita y la piel hablaba claramente de tantas horas de sol y mar. El pobre Joaquín, que deseaba ser blanquito, terminaba más negro que Michael Jackson antes de saber que existían los cirujanos.

Tras el baño, un buen almuerzo donde no faltaba el pescaíto frito, que nadie lo hace mejor que los malagueños, y un buen gazpacho. La siesta siempre era bienvenida y después venía la tarde eterna de charla a la puerta de la casa contemplando el paseo de cientos de turistas que nos miraban como quien contempla algo típico y, a su vez, eran examinados como seres extraterrestres. 

La noche era mi único momento de soledad. Paseaba por todo el pueblo pero siempre terminaba en el Compás o en el mirador que había en la iglesia. El silencio en medio de la oscuridad, una vista espectacular del mar, la serranía, Fuengirola y la brisa seca y fresca, me invitaban a sentir sin necesidad de pensar. Recargaba mis sentimientos positivos y me hacían creer que podía llegar a ser alguien digno de ser amado. En esos momentos no sabía que, entre esas casas blancas vivía una chica que cambiaría mi mundo para siempre, que conseguiría que mis sueños se hicieran realidad y mi vida se convirtiera en un sueño del que jamás volvería a querer despertarme.

sábado, 4 de mayo de 2013

Palabras para una vida 41


Mijas
Durante años, al llegar el uno de agosto, el seat 850 se cargaba hasta los topes de equipajes e ilusiones y nos conducía al mes de vacaciones en Mijas, un precioso pueblo a 8 Km de la playa de Fuengirola. Aún no entiendo como podían caber tantas cosas y  personas en un coche tan diminuto. Mis padres y los cuatro hermanos, más nuestros respectivos equipajes para pasar todo un mes fuera, saco de 60 Kg de patatas y alimentos varios. La vaca iba hasta los topes y competíamos en estabilidad aerodinámica con los marroquíes que volvían a su país. 

El viaje de cuatro horas solía ser divertido y tenía una parada obligatoria en Antequera, para desayunar el café con unos maravillosos molletes. 

Nos alojábamos en casa de mi tía Pepa, hermana de mi madre, y la persona con más gracia que he conocido. Mijas estaba cambiando al rebufo de la llegada de miles de europeos que se quedaban a vivir en un clima excepcional, una tierra maravillosa y un sol eterno, pero la mayoría de mijeños no se enteraron. Seguían con las tradiciones de siempre y, las influencias perturbadoras de los nórdicos, no hicieron mella en el espíritu de un pueblo de la Andalucía más profunda. Convivían los pantalones cortos y ropas descocadas de suecas con los mulos y burros, principal medio de transporte desde el pueblo a los campos escarpados de los alrededores. Las únicas carnes femeninas que se dejaban ver eran foráneas. Las locales estaban debidamente cubiertas con paños negros de luto.

Mi tía Pepa cumplía a rajatabla con lo que se esperaba de una mijeña de pro. Y el detalle más importante en la vida de toda mijeña eran los lutos. Cada muerte conllevaba un largo periodo de luto, todo perfectamente estructurado y categorizado. Si se te moría un primo o cuñado, eran unos años, y conforme más allegados eran, más años de pena se imponían. A la pobre que se le muriera un hijo o marido, estaba condenada para toda su vida. Además, los lutos eras sumatorios y, como todo el pueblo, de alguna u otra forma, era familia, lo habitual era deber 120 o 130 años de luto en el mejor de los casos. No todas lo cumplían y algunas hacían operaciones matemáticas favorables a sus intereses para cumplir algún que otro año menos, pero eran sistemáticamente atacadas por el resto. “Fulanita se le murió hace cuatro años el cuñado, siete su primo y 12 el tío, y sólo ha estado de luto 11 años, cuando le corresponden 27”. Pero mi tía no tenía ningún problema al respecto. Siempre estaba de duelo.

El luto no sólo consistía en vestir de negro riguroso sin enseñar más carnes que las que cada cual tuviera en sus caras, tampoco se podía salir de casa salvo para ir al médico, cosa poco apreciada por el galeno de turno por las ingentes huestes de féminas que acudían a sus cuidados, más para poder charlar que por necesidades sanitarias, al cura, con lo que la iglesia estaba habitualmente abarrotada de mujeres, excepto en domingos y fiestas de guardar, que también acudían hombres, lo que lo hacía mucho más aburrido, y al mercado, pero éste último sólo en situaciones de extrema necesidad.

La cercana playa de Fuengirola la disfrutaban los turistas. Las locales no acudían jamás a semejante disparate y, si alguna intrépida bajaba en alguna ocasión, sólo se mojaba hasta el tobillo, no con cierto pavor y enormes precauciones, y lo recordaba y contaba el resto de su vida, afianzando su conducta con el consabido: ¿Qué le encontrarán los extranjeros a bañarse en las playas?. 

La casa de mi tía era enorme, blanca encalada, como mandaban los cánones, con tres plantas, azotea y una cueva. Muy fresca, hasta el punto de tener que dormir tapados en pleno mes de agosto, algo sorprendente para seis sufridos y acalorados cordobeses. No era cómoda pero sí amigable, por el enorme afecto que se respiraba entre sus paredes.   La vida se hacía en un cuchitril minúsculo con hornilla a la que llamaba cocina, que era donde se guisaba y hablaban las mujeres de la casa. La cocina real, con magníficos muebles, vitrocerámica, gran frigorífico y lavaplatos, no fue usada jamás. Era tan bonita que le daba pena usarla. Lo mismo sucedía con un gran salón, que nunca se usó. Era mejor hacer la vida en la salita y tener el salón sólo para enseñarlo a las visitas.

Este entorno fue testigo de como cambió mi vida para siempre en sólo veinticuatro horas.

jueves, 2 de mayo de 2013

Palabras para una vida 40


Mi abuela Nati
He hablado mucho de mi familia materna y nada de la paterna. Mi padre tenía otros nueve hermanos más. Mi relación con ellos, a pesar de que la mayoría vivía en Córdoba, era casi inexistente. Incluso mi padre consideraba que su verdadera familia era la de mi madre, y no le faltaba razón. Físicamente, mis genes son mayoritariamente paternos. Soy un calco de mi padre y tíos. Mi mente matemática y lógica también procede de ellos. Hasta el control emocional es paterno. Pero mi verdadera familia es la materna. 

De mi familia paterna sólo he amado a mi abuela Nati.

Miraba con la intensidad del azul que sólo es posible tras la tormenta. Las nubes vencieron y nunca más pudo ver, ¡¡¡pero como miraba¡¡¡. Clavaba sus pupilas inútiles y, su mirada, taladraba hasta lo más profundo del alma. No le hacía falta ver porque sabía mirar. No necesitaba oír para comprender.

Recuerdo su voz ronca, incluso masculina, pero cuando me sentaba a su vera para escuchar una y mil historias, sólo percibía dulzura.

Recuerdo una cara fuerte, rasgos toscos, poco femeninos, pero nunca fui consciente de su falta de belleza, porque lo inundaba todo con su presencia.

Recuerdo a una gran dama, la más grande que he conocido. No tenía títulos nobiliarios, ni dinero. No sabía leer ni escribir. No era elegante en el vestir. Sólo poseía callos en las manos después de trabajar sola para sacar adelante a 10 hijos a golpe de azadón en el campo y callos en la voz a golpe de gritar más fuerte que nadie para llamar la atención sobre la fruta que vendía. Sin embargo, nos hacía sentir a todos seres únicos, dignos de amor, su amor.

Recuerdo que nunca engañaba ni estafaba. Llamaba a las cosas por su nombre. Lo bueno o lo malo que tuviera que decir, lo decía a la cara, sin tapujos. Curiosamente, no se ganó enemigos después de 83 años de verdades. Decía lo que pensaba pero no condenaba. ¿Será que no duele tanto la verdad como la condena que demasiadas veces colamos en nuestra “sinceridad”.?

Recuerdo a una mujer con dos hijas muertas, sus dos únicas lágrimas. Nunca lloraba por nada más. Todo lo demás se podía arreglar o se podía asumir.

Recuerdo que no le gustaba que le regalaran flores. Decía que después de la flor venía la fruta, que era lo que vendía y lo que más y mejor comía.

Recuerdo que, a pesar de la época que le tocó vivir, supo ver muy bien cuál era el papel de la mujer en el mundo. Sus cuatro hijas, como ella misma, trabajaron durante toda su vida. “Amad a los hombres, pero nunca dependáis de ellos”. “No seáis sumisas ni aparentéis debilidad porque os protegerán y, el que protege, esgrime carta de propiedad”.

Recuerdo que todos sus hijos la llamaban todos los días por teléfono, cuando no se presentaban directamente en su casa. Nunca lo pidió. Nunca pedía nada. Sólo ofrecía y, ofrecía tanto, que una visita o una llamada nunca eran una obligación sino un placer.

Recuerdo que todos los domingos me daba una peseta. Sabía dar, pero lo que la caracterizaba ante todo era que sabía recibir. Sabía respetar a los demás de tal forma que cualquier cosa que quisieras ofrecerle era un regalo exclusivo y maravilloso. Todo lo que viniera de ti era querido y mimado. Los besos, los regalos, las opiniones, todo era bien acogido o escuchado.

No recuerdo el día de su muerte, porque nunca ha muerto. Aún hoy, su mirada azul y sus pupilas inútiles me taladran hasta lo más profundo de mi alma.