jueves, 16 de noviembre de 2017

Extinción 5

Un día cualquiera en un lugar cualquiera
Calles sin apenas coches, sólo podían circular coches oficiales o con permiso especial, por la escasez de gasolina

Calles sin hombres

Calles sin niños

Calles tristes, sin risas ni voces

Calles sin esperanzas ni ilusiones

Calles sin futuro

Plazas sin bares

Plazas sin tertulias

Plazas sin carritos de niños

Plazas sin balones de fútbol

Plazas frías

Carreteras sin viajeros

Carreteras hacia ninguna parte

Carreteras sin asfalto y con vegetación

Carreteras con polvo del camino, sin ser camino

Vías de tren oxidadas, olvidadas

Semáforos apagados

Sombras por doquier

En un día cualquiera, en un lugar cualquiera, se mascaba lo inevitable, la desesperanza, el fin de algo sin un renacer de nada

El fin del mundo apocalíptico, de pocas horas de duración, podría haber sido duro. Pero este final aplazado durante años era demasiado doloroso. La gente prefiere morir de un infarto en horas que de un cáncer en años, y lo que estaba viviendo la humanidad era un cáncer de toda una vida de duración.




lunes, 13 de noviembre de 2017

Extinción 4

Rita
Un momento de relajación tras las interminables horas de reuniones. Las ventanas del palacio presidencial devolvían la imagen de una mujer vencida, de pelo gris, contemplando la lluvia gris, las nubes grises, la gris realidad, el silencio gris, la gris soledad. El color había huido de lo cotidiano, incluyendo su traje de chaqueta gris.

El cigarrillo, uno de los pocos lujos que se permitía, daba una tonalidad diferente al entorno con la boquilla anaranjada, el papel blanco, el fuego rojo y, sí, la ceniza gris. El gris como fin ineludible del día a día.

Sonrió al percatarse que comparaba su existencia con los cinco minutos de gloria efímera de un cigarrillo. De estar muy protegida en su infancia y ser dulce y pura en su primera adolescencia, quería ser monja para convertir a los chinitos y los negritos, pasó directamente al fuego de la lucha, la protesta, la pancarta y algún que otro encontronazo con las diversas porras de los agentes del orden. Un mes sin moratones era un mes perdido para la causa.

La monja en potencia se olvidó de adoctrinar en el evangelio a los desgraciados infieles y comenzó su etapa de anarquista, animalista, pacifista, ecologista y, por encima de todo ello, o quizás como consecuencia, feminista.

En esos años no existía el gris, todo era blanco o negro. El que no compartía su ideal de anarquismo era fascista, el que no era animalista pasaba directamente al bando de los torturadores de animales, el que consideraba necesario un ejército era violento y agresor y el que no hacía el lavado ecológico, terrorista ambiental. Todas estas verdades irrebatibles se quedaban pequeñas cuando se enfrentaba al machismo. Todo lo malo del mundo era culpa directa o indirecta del machismo.

Tenía los conceptos y los límites muy claros, tan fácil como trazar la línea que separaba los buenos de los malos. Ella era buena y pasar de monja a guerrillera lo veía de lo más normal. No había cambiado casi nada, salvo por el insignificante matiz de un pequeño cambio en los ideales.

La visión sesgada de la realidad desde el monolito de la ortodoxia y el pensamiento único la llevó a intentar solucionar los problemas desde un prisma pobre y corto de miras.

Como feminista pensaba que todos los problemas se debían al machismo y las soluciones estaban en el feminismo.

Como anarquista el problema era el poder y la solución su desaparición.

Como pacifista, un mundo sin armas sería un lugar perfecto siempre que como ecologista se remediara el mundo respetando a la naturaleza.

Fueron años felices, intensos, rebosantes de novedades y descubrimientos.

La sonrisa que se dibujó en su rostro mientras recordaba se diluyó en la niebla gris del exterior al percatarse que el cigarrillo se había acabado y sólo quedaba la ceniza, gris como el presente.


La señora presidenta del gobierno de España volvía a la rutina de hacer posible lo imposible.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Extinción 3

3. Sergio
Inadaptado, llorón, quejica, inmaduro, rebelde sin causa. Estos y otros adjetivos similares acompañaron a Sergio durante toda su vida. Todos y cada uno de ellos se los ganó a pulso. Jamás era responsable ni culpable de que todo le saliera mal.

Fue a la cárcel por las malas compañías (él no era mala compañía para nadie). Bebía más de la cuenta y coqueteaba con drogas más duras porque el mundo era cruel con él. Las mujeres que merecían la pena se alejaban porque eran unas zorras, las que se quedaban también eran zorras y las que no le hacían caso, mucho más zorras aún.

Nunca retuvo un trabajo más de dos semanas porque todos los jefes se querían aprovechar de su inocencia. No tenía un duro por culpa del capitalismos y los bancos, no porque el dinero del paro o el conseguido de los empleos ocasionales se los gastara en coca, alcohol y prostitutas (que a su parecer eran las menos zorras de las zorras).

Sus hermanos eran lo peor de lo peor porque le habían abandonado. Nada tenía que ver que les hubiera robado y estafado multitud de veces. Tenía tatuado en el antebrazo “Amor de madre”, en recuerdo a la desafortunada señora de eterno llanto, ademán sobreprotector y sufridora sin fin, que nunca aceptó que su querido hijo tuviera defecto alguno. En vida la despreció pero ante al ataúd forjó el cuento de la mujer perfecta y única, que nunca fue, que justificaba el desprecio hacia el resto de féminas. Todas las mujeres le debían lealtad, amor y sumisión al niño rey que la desdichada madre engendró.

Sentía que el universo le debía algo, que por su mera existencia se merecía lo mejor. Si algún día muriera entonces sí que todos se darían cuenta de lo injustos que habían sido.

Como todos los rebeldes sin causa era un manipulador nato. Disfrutaba cuando conseguía que algún memo se sintiera culpable. Los pocos amigos que conservaba le rehuían porque tras 30 minutos en su presencia se sentían mal por lo desagradecidos que eran con Sergio. Si con su mirada triste y lágrima fácil no conseguía los resultados apetecidos hacía simulacros de suicidio. Tres ibuprofenos no lograron terminar con su vida. Una herida superficial en su muñeca tampoco.

Nunca regaló nada. Jamás se ofreció a ayudar, pero todos le debían todo.

El destartalado apartamento en el que vivía le salvó el DC. Tras cinco años encerrado entre cuatro paredes mohosas, sin posibilidad de salir al exterior, había podido por fin cumplir su sueño: ser importante sin dar nada a cambio. Ser uno de los pocos hombres jóvenes y aceptablemente guapos en un mundo sin apenas hombres era un valor en sí mismo. La ley de la oferta y la demanda así lo dicta.


Pasó de pagar a prostitutas a cobrar por prostituirse. Muchas mujeres desfilaban por su apartamento para tener un rato de sexo, y sólo sexo, pues se sabía que los pocos hombres que quedaban, eran estériles. Tampoco ofrecía amor, ternura, complicidad, estima ni amabilidad. Nadie puede ofrecer lo que no tiene. La mayoría de clientas no volvían por segunda vez, el sexo puro y duro no les iba, pero Angeles regresaba una y otra vez.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Extinción 2

2. Angeles
La medicina era una de las actividades que aún conservaban un alto índice de calidad. La mayoría del personal eran mujeres aún antes de la catástrofe y a falta de instrumental técnico como radiología, iluminación, historia digitales o fármacos complejos, se retomó el camino de una buena historia clínica y exploración. Los medicamentos simples se seguían fabricando incluso sin energía eléctrica.

Quedaban algunos hombres en sus puestos de trabajo viviendo una guardia perpetua en el hospital. Se les llamaba los eternos guardianes de la puerta. El DC les sorprendió trabajando y allí se quedaron. Eran pocos, demasiado pocos, pues muchos intentaron escapar de su prisión y murieron al pie del recinto en que otros esquivaban la muerte. Sólo cuatro médicos, dos enfermeros, un administrativo y tres celadores representaban al sexo masculino en el hospital. Como sobraban camas tenían asignadas habitaciones de pacientes y allí hacían su vida, visitados por sus familiares y amigas e incluso en el caso de uno de los médicos, su mujer e hija convivían en el hospital con él. Hacían su trabajo y recibían a cambio alimentación y protección.

Sus vidas eran monótonas, un eterno discurrir de horas en el reloj sin los cambios de rutina tan necesarios. Hasta el sexo se convirtió en algo aburrido e insustancial, como sucede con todo aquello que, por muy bueno que sea, es abundante. Muchos hombres tienen instintos de cazador muy pronunciados y la búsqueda de sexo es algo muy similar a la caza. Pero la caza deja de tener sentido si las piezas se ponen delante del arma para ser capturadas. Pero habían algunas piezas muy difíciles de cazar y se convirtieron en las dianas preferidas de algunos de los supervivientes. Angeles, sin duda, era la reina de la caza mayor entre los varones.

Angeles echaba de menos los sonidos propios de un hospital. Los monitores, las sirenas de las ambulancias, la megafonía, las risas de los residentes……sobre todo las risas de los residentes. En cambio los lamentos, los gritos de los pacientes demenciados y el “señorita la cuña” no faltaban.
La bata y el fonendo daban fe que mantenía en alto su compromiso con los demás. Su capacidad de estudio no había disminuido ni un ápice. Siempre quería saber más y, a falta de nuevos avances y estudios (las publicaciones científicas habían desaparecido), aún quedaban los artículos no leídos previamente, escritos por personas que en su mayoría habían muerto.

Una y otra vez encontraba una excusa para permanecer una hora más en el hospital: un cambio de tratamiento de última hora, un llanto de la paciente de la 615, un añadido a la historia clínica. Eficaz, trabajadora, estudiosa, un poco quisquillosa con los residentes, dulce con los pacientes, dura con las directivas, buena compañera, mejor amiga, era vista como una mujer fuerte y dura sin fisuras. Inspiraba confianza en todos. Su firma en un historial era sinónimo de acierto y el famoso “yo me encargo” dejaba tranquilo al más suspicaz.

Su físico, maduro pero cuidado, lo ensalzaba con maquillaje diestramente usado, peinados funcionales a la par que bellos, ropa elegante perfectamente conjuntada, con un punto sexi pero no estrambótico, y una sonrisa a la vez coqueta y sincera. Todo lo combinaba con tal naturalidad que conseguía la confianza instantánea de cualquier interlocutor y la secreta admiración sexual de los pocos hombres que quedaban. 

Todo era imagen. La seguridad que inspiraba en los demás y la firmeza que la caracterizaban eran el disfraz perfecto para esconder su mundo de dolor. La careta externa se iba imponiendo con fuerza al sufrimiento interno y lo conseguía pasando muchas horas como doctora y pocas como mujer. El peor momento del día era cuando no encontraba la excusa para seguir en el hospital.

Corría el año 5 DC (después de la consumación) y las cosas sólo iban a peor. No encontraba las palabras mágicas que definieran lo que sentía, ni siquiera sabía si sentía o sólo existía.

La mujer hecha a sí misma, admirada por muchos, envidiada por algunos, deseada por bastantes y respetada por todos había desaparecido hacía cuatro años y sólo ella lo sabía. Todos habían perdido seres queridos en aquellos días aciagos y lloraban sus pérdidas. Unos reaccionaban con rabia, otros con dolor, otros se entregaron a la ansiedad y casi todos a la depresión y desesperación. Angeles había experimentado todas y cada una de esas sensaciones, pero todas ellas palidecieron en poco tiempo frente al aplastante sentimiento de culpa que la embargaba. Su marido y sus dos hijos no murieron el DC sino un año después tras convencerlos de que salir en coche era seguro.