domingo, 30 de diciembre de 2012

Aceptarse


Demasiadas personas quieren ser buenas y eso las hace desgraciadas. Si deseas ser lo que no eres, se genera un conflicto permanente entre tu naturaleza y lo que te gustaría ser. Si no cumples con las exigencias que te marcas sientes que no haces lo que deberías hacer y se produce culpa y autorrechazo. 

Por contra, si te esfuerzas al máximo para dar e implicarte en lo que quieres ser pero no eres, se produce un desgaste que, a la larga, te deja exhausto.

Cuando sentimos que lo que estamos haciendo no tenemos más remedio que hacerlo, estamos siendo manipulados por alguien, por el entorno o por el sistema cultural y social en que vivimos.

El equilibrio se alcanza cuando piensas y actúas en la misma dirección a base de motivación y no de fuerza de voluntad. Es cuando consigues hacer lo que realmente quieres hacer y no lo que crees que debes hacer. No parte de una exigencia externa ni interna, sino que fluye de manera natural en ti. No hay sensación de esfuerzo ni de sacrificio porque no hay deber sino querer.

Para conseguir este equilibrio hay que dar dos pasos. El primero es conocernos, saber realmente como somos, qué queremos y podemos de verdad y que capacidades y defectos tenemos. Es la parte más complicada porque debemos dejar al margen la imagen que tenemos o deseamos de nosotros mismos y contemplarnos totalmente desnudos, sin artificios, prejuicios, justificaciones ni ligaduras culturales, políticas ni religiosas. Es un ejercicio de honestidad titánico. Casi con toda seguridad descubriremos aspectos que no nos gustan, sobre todo, que somos egoístas.

Lo segundo es aceptarse y, para ello, hay que cambiar el concepto que tenemos del egoísmo que, lejos de ser un defecto, creo que es la mayor virtud que se puede tener y que no sólo aceptaremos, sino incluso potenciaremos. El egoísmo es el más potente motor que nos impulsará a hacer las cosas porque las queremos hacer. Es la virtud que consigue que nos demos realmente con generosidad, porque no tenemos la sensación de estar dando, sino de estar haciendo exactamente eso que deseamos hacer. Sólo siendo egoístas nos querremos y sabremos querer a los demás.


lunes, 24 de diciembre de 2012

Esperar


Los hijos crecen y te empiezas a dar cuenta de ello:
  • cuando ya nunca les dices lo que deben hacer porque ellos se encargan de decidirlo. 
  • cuando te vistes para salir y no hay tres pares de manitas esperando que las cojas para ir contigo.
  • cuando regresas a casa y tres pares de piececitos ya no corren a tu encuentro.
  • cuando dejas de dar respuestas y prefieres no hacer preguntas.
  • cuando dejas de saberlo todo y comienzas a no entender nada.
  • cuando el beso y el abrazo no es del todo correspondido.
  • cuando dejas de ser el juguete más preciado que tienen.

Mis hijos crecen y me he dado cuenta cuando han dejado de perseguirme y he comenzado a esperarlos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Palabras para una vida 1


PALABRAS PARA UNA VIDA

No recuerdo como nací. Es raro, el día más importante de mi vida y no tengo ni idea como transcurrió. Haría frío, seguro. Era un dos de Diciembre, lluvioso o soleado, triste o alegre y llegué; desnudo, sin nada, rodeado de sangre y de sufrimiento, de expectativas y dudas, de los silencios de la noche y gritos de mamá. Llegué y lloré y, al parecer, no deje de llorar durante tres meses. Quizás hoy se le llamara cólico del lactante, quizás hoy lo llamara miedo al mundo y resistencia al cambio. Probablemente estaba muy a gusto entre líquidos amnióticos y paredes blandas de carne caliente y, el aire frío de Diciembre, no me gustaba. 

Lloraba y lloraba y, esa carne tan conocida y querida durante nueves meses, sólo la volvía a notar cuando mamaba. Era una carne diferente la que me abrigaba, me cambiaba los pañales, me reconfortaba con polvos de talco, me abrazaba, cantaba y quería. 

A los tres meses, según cuentan los más viejos del lugar, dejé de llorar...más de lo habitual. Los pediatras actuales dirían que es la duración normal del cólico, las viejas del barrio dirían que había pasado la cuarentena, pero yo creo conocer el secreto: me había acostumbrado a esa nueva carne que me mecía. Había vuelto a encontrar otra madre y ya la reconocía. 

Los sentidos que me acompañarían el resto de mi vida, se iban abriendo a un mundo de paredes blancas, puertas abiertas, calores intensos y unos olores que siempre me llenarían el alma: la dama de noche y el jazmín. 

Mis primeros recuerdos reales, o no tan reales pero míos, hablan de un patio, con suelo de celosía entrecruzada, paredes blancas, macetas y ese jazmín que tanto ha marcado mi vida olfativa y, por ende, toda mi vida de sensaciones. Olía y olía y, a golpes de jazmín y dama de noche, fui recreando un porvenir en que mis sentidos se interpondrían siempre entre mi ser y el mundo que lo rodeaba. Quería respirar cada instante de mi vida, tocar cada sonido, degustar cada caricia, oír cada perfume. Necesitaba sentir y sentir. No me bastaba con ver lo que veía, tenía que hacerlo mío, abarcar todas sus extensiones y así fui descubriendo que mis ojos oyen y mis oídos huelen.

También recuerdo unas manos y unos labios. Y una risa, fuerte, vigorosa, ruidosa, como sólo pueden ser las risas que surgen desde la felicidad y el amor compartido. Esas manos, esos labios y esas risas, se acompañaban de la mujer más hermosa que yo había visto: mi tía Lina. Aún hoy, con sus setenta años a cuesta, la sigo viendo como a una de las mujeres más guapas de mi vida. No era perfecta, incluso la mayoría pensaban que no era bella, pero cada caricia suya, cada beso y cada risa que compartía conmigo, le otorgaban el sello de lo inolvidable. 

No tengo demasiados recuerdos de los primeros inviernos, pero sí de los veranos. Mañanas de patio. Tardes con moscas y calor sofocante. Noches con sillas en las calles llenas de madres y niños saltando y corriendo alrededor. Era una vida sana y sencilla. Casas para una sola familia (que horror las llamadas viviendas unifamiliares), pequeñas, blancas, con patio y azotea, pobres pero dignas, limpias y, sobre todo....un hogar. Casas de mujeres y niños (los hombres sólo iban a dormir). Casas abiertas de par en par, con enjambres de monos saltarines entrando en una o en otra. Abiertas a los vecinos, amigos, familiares y....a la huerta de Pepe “el de la huerta”. Huerta en la que no se debía entrar pero había una higuera que cobijaba niños hambrientos de higos por las mañanas y enamorados hambrientos de besos por la noche.

Los días pasaban plácidos y seguros. Las risas eran mucho más frecuentes que los llantos. No había dudas, todo era una rutina y cada cosa estaba en su sitio. Todos los niños tenían a su mamá y yo tenía a la mía, por mucho que me intentaran convencer que mi adorada mamá, en realidad era mi tía. Que mi verdadera madre era la señora a la que veía siempre cocinando, lavando, fregando y, sobre todo, cosiendo. Cosía y cosía el ajuar de mi tía Lina para que un día, vestida de blanco, se fuera de mi lado.

No estaba, sencillamente no estaba. Se había ido y había olvidado recogerme. Tenía que haber algún error. 

Recuerdos de lágrimas sobre lágrimas. 

Mi mundo se inundó de desesperación. Dejaron de existir los olores y los sabores. No quería comer, no quería dormir. Sólo miraba la puerta a la espera de su llegada. Mis padres, los biológicos, desesperados, tuvieron que avisarles en plena Luna de Miel y vinieron rápido. Me llevaron a su casa y, aunque era la primera vez que la veía, la sentí como mi hogar. Todos los días los pasaba entre ellos y todas las noches dormía entre ellos. Todo volvía a ser como tenía que ser.

Barcelona, por aquel entonces, llamaba a miles de andaluces necesitados de prosperar. Mis tíos oyeron esa llamada y se fueron, esta vez para el resto de mi infancia y juventud. 

Volví a mi casa. Mi madre se afanó para que me sintiera bien y la empezara a llamar mamá....y lo consiguió. También me fui dando cuenta que tenía dos hermanas y una muñeca, preciosa, de ojos verdes clarísimos y grandísimos, que no hacía otra cosa que sonreír. No había grandes peleas entre los hermanos, tampoco una gran comunicación, pero ya no me sentía tan aislado. 

Antoñi, la mayor, era un bichito lleno de vida. Bichito, porque no terminaba de hacer una trastada cuando, inmediatamente, planeaba la siguiente. No había nada que se le resistiera. Si mi madre se preocupaba porque el arroz estaba demasiado caliente y mi padre estaba a punto de llegar, ella echaba varios litros de agua encima y lo enfriaba. Tampoco había motivo para cansarse andando cuando podía venir del colegio enganchada al carro del carbón, aunque su vestidito blanco cambiara de color. Lo curioso es que nunca recordaba porqué se había manchado por más que mi madre le preguntara. La salsa de tomate era motivo de jolgorio: con la cuchara golpeaba violentamente el plato. Nati y yo seguíamos con atención para unirnos felices a la fiesta y hacer lo que la hermana mayor, con mejor conocimiento suponíamos, nos enseñaba. Quedaba un bellísimo color rojo sobre la mesa, suelo y paredes. Mi madre, que no entendía de arte abstracto ni pintura al fresco, nos daba a todos una buena azotaina, para que aprendiéramos que la existencia del artista es muy dura. 

Pero también estaba llena de vida. Tenía unos ojos que eran capaces de mirar con la mayor felicidad y con la peor de las tristezas. Su cabeza estaba siempre en funcionamiento y su corazón presto al amor y la amistad. Era muy inteligente, pero nunca ha sabido controlar sus emociones. Cualquier cosa que quisiera hacer la iniciaba con el mayor de los impulsos. Tenía una generosidad sin límites.......pero también la esperaba de los demás. Muchas decepciones le ha acarreado esta forma de hacer. Vivía el presente como intuía el futuro: con la mayor de las ilusiones. Ha exigido demasiado de la vida y demasiadas veces no ha sido capaz de disfrutar con lo que tenía por ilusionarse con lo que no poseía.

Nati, tres años mayor que yo, siempre me ha parecido la gran incógnita. Parece imposible que sea hija del mismo padre y la misma madre que Antoñi. Por aquellos tiempos era una niña tranquila, reflexiva, lenta hasta la exasperación pero, lo que hacía....lo hacía muy bien. Hablaba poco y protestaba menos. No le gustaba la leche, por lo que, con gran sacrificio económico, se crió con leche condensada, lo que le permitió ser una niña muy gordita para gran orgullo de los familiares que la contemplaban. La obesidad, por aquel entonces, era un signo de distinción y Nati, sin lugar a dudas, era muy distinguida.

Nunca me llegué a sentir por completo en mi hogar, pero mi madre me convirtió en su favorito, quizás para desquitarse de esos primeros años en que, por razones ajenas a su voluntad o porque nunca llegó a saber que existía la palabra NO, me dedicó muy poco de su tiempo y ninguna de sus caricias.

Comencé a ir a la escuela del barrio, un cuartito limpio, ordenado, llevado por una sola maestra. Servía más como aparcamiento de niños menores de seis años que de verdadero aprendizaje. Mientras los demás saltaban y corrían, yo tuve la desfachatez de comentarle a la señorita Loli que quería que me enseñara a leer. Ante esa única petición, recuerdo una mirada profunda y una sonrisa inmensa y le hizo saber a mis padres que su hijo prometía mucho. Creo que fue la primera vez que se sintió verdaderamente maestra y no aparcacoches. Me embelesó durante dos años y la mayor parte de su tiempo me lo dedicaba en exclusiva. Cuando a los seis años se dio por concluida mi estancia en el parking, ya sabía leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir. Conocía la mayoría de los animales (a través de una enciclopedia maravillosa en blanco y negro) y podía recitar de memoria cada uno de los países y capitales del mundo.

Con este portento de niño, comenzaron las indagaciones para llevarme al mejor colegio de Córdoba. El Colegio Cervantes de los Hermanos Maristas fue el elegido. Famoso por su dureza y disciplina, amén de sana convivencia para los hijos de los más ricos y poderosos de la ciudad. Pero llegué tarde y, lo más importante, sin apellido ilustre. No había plaza. El portero fue el encargado de comunicárselo a mi madre. El pobre hombre no la conocía. Cuando a mi madre se le metía algo entre ceja y ceja, no había fuerza en el mundo capaz de pararla. Así pues, se sentó en la portería, conmigo a su lado todo abochornado, y dijo que no se movería de allí hasta no ser recibida por el Director. Tras varias horas esperando, el Hermano Allanillos, Director de tan insigne Institución, tuvo a bien recibirnos...para despacharnos con la mayor celeridad posible. Pero no sabía que mi madre tenía un as guardado en la manga. “Mire usted, Su Eminencia, (risas de la susodicha eminencia) me han dicho que su colegio es el mejor de Córdoba y mi hijo, que es un portento, no puede ir a ningún otro, que no sea éste. Hágale una prueba y lo comprenderá”. Comenzaron las preguntas, luego pasamos a leer, hacer cuentas y terminamos con mi enciclopedia de animales, que también la tenía su Ilustrísima, y quedó absolutamente anonadado. Contra todo pronóstico, Él en persona, formalizó todos los papeles para mi ingreso en el Colegio.

Mis horas de ocio, de recrearme durante horas con los árboles que se veían desde mi azotea, de mirar al cielo y desentrañar entre nubes los secretos del Universo, mi vida rodeada de un ambiente femenino en casa y una audaz pero relajante existencia en la calle con los amigos, comenzaba a llegar a su fin. El calor nunca sería el mismo, la lluvia caería de forma distinta y las largas tardes aburridas entre pasillo y patio se terminarían con mi entrada en el Colegio. La sensación de protección desapareció y de, pronto, me ví envuelto en una maraña donde yo no era el centro y todos los cuidados y mimos no eran para mí, es más, ni siquiera existían.

Mi primer día de Colegio lo conservo en un rincón de mis recuerdos con una etiqueta marcada con tinta indeleble. La etiqueta de lo inolvidable. Un marcador que, siempre que la pena se cierne, me topo con él. 

Mi madre muy nerviosa tocándome el hombro para despertarme, una cama cálida con la huella de mi cuerpo llamándome y una sonrisa inmensa de niño que se siente importante porque hoy se va a convertir en un hombre y, a la vez, teme el cambio a lo desconocido. El sonido de los pájaros me acompañó durante todo el trayecto. El cielo era más limpio, la vida que bullía alrededor era más clara y la mano de mi madre era más cálida que nunca. Seguir el paso de mi madre era harto complicado, porque siempre tenía prisa. No andaba, volaba con las piernas mientras su mente recorría todo lo que le quedaba por hacer aquel día. Cuando llegamos al portón me dio un beso y me quedé absolutamente solo, rodeado de desconocidos y de llantos y gritos de otros niños. Yo quería llorar, pero no podía, no me salía. 

Mi primera visión del colegio, en el que pasaría 11 amargos años, fue que era enorme. La primera vez que ví la escalera de mármol, me enamoré de ella. La hice mi compañera inseparable. Ella y yo hablaríamos de sufrimientos y tristezas, de veranos e inviernos, de odios y tácticas. Siempre estuvo ahí, todo cambiaba a mi alrededor pero, la bellísima escalera de mármol, era imperturbable, estática y sólida. Los marrones, ocres y rojos amparaban a un niño sentado en el primer escalón, con los ojos bien abiertos y los lacrimales bien cerrados. Mi boca estaba sellada pero mi corazón pugnaba por salirse. Dos zapatitos gorila, bien juntitos, dos rodillas al descubierto, bien juntitas, un tronco ligeramente inclinado y dos brazos abrazando a su tía Lina convertida en cartera. 

sábado, 8 de diciembre de 2012

Nueva etapa


Definitivamente he entrado en una etapa distinta de mi vida. 

Durante muchos años, la convivencia con tres niños ha ido marcando mi pequeño mundo, mi maravilloso mundo. Ha habido de todo, pero ha predominado con diferencia la ilusión. Soy padre por devoción y, lo que se hace en base a la motivación, deja una huella indeleble de felicidad. Pocas veces he debido recurrir a la fuerza de voluntad para hacer algo con mis hijos. He disfrutado de casi todos los momentos que he vivido junto a ellos, hasta los que se supone que son trabajo y carga. Siento que no he hecho nada POR ellos, sino CON ellos.

Soy un tipo con mucha suerte. La mayoría de padres y madres que conozco hablan de sacrificio, trabajo, agotamiento, tensiones, además por supuesto de los momentos buenos. Los admiro profundamente. Pero por eso mismo, me considero un auténtico privilegiado. Sólo recuerdo haberme desesperado alguna noche de llantos infinitos (fueron cientos), pero su olor, sus risas, sus juegos, sus caricias, sus palabras, sus gamberradas, sus abrazos…..

Debo decir que cambiar sus cacas y pipises me encantaba. Que bañarlos era la mejor hora de mis días, que sacarlos al parque era pura delicia, darles el biberón de madrugada me otorgaba una comunicación tan directa en el silencio que no me costaba despertarme. 

Mi vida vuelve a parecerse más a la de un adulto normal. Mi pareja vuelve a ser mi pareja y nuestras charlas diarias ya tienen distintos contenidos. Vuelvo a pasear a solas con ella por Sevilla, a tomar tapas y una cerveza sin niños alrededor, a leer, pintar, escribir, debatir y pensar. 

Pero mi ilusión sigue intacta. Mis relaciones con ellos han cambiado, pero no empeorado, sólo son diferentes. El contacto físico ha dado paso al contacto emocional. Lo manual ha dado paso a lo intelectual. Lo que no ha cambiado es que sigo sin hacer nada por ellos sino con ellos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

¿Europa es culpable?


La mayor operación de solidaridad entre Estados de toda la Historia es la que han protagonizado los fondos estructurales y de cohesión que Europa viene poniendo en marcha desde 1986. Estos fondos superan en tres veces los del Plan Marshall tras la 2GM.

Y el país que más dinero ha recibido de ellos ha sido España que, habiendo aportado 100.000 millones de euros, ha recibido 200.000. Esto nos ha permitido pasar del 70% del PIB medio europeo al 90%. De ser un país tercermundista en 1986 a ser un país, 26 años después, con una bienestar similar al del resto de la Europa comunitaria. Incluso con la actual crisis, nuestro PIB es muy superior al que se tenía en 1986, descontando inflación. Y nuestro paro que era del 23%, ha pasado a ser del 26%, que nadie se lo cree, pues nuestra economía sumergida supone entre el 20-25% de nuestra economía.

Por contra, el país que ha sido el contribuyente neto más importante ha sido Alemania.

Sin embargo, en todos estos años, prácticamente nunca he oído palabras de agradecimiento de los españoles por este enorme esfuerzo. Las medallas no se las hemos puesto a Holanda, Alemania o Dinamarca, se las hemos puesto a los petardos de nuestros políticos. Es como si hubiéramos tenido “derecho” a esos fondos y se nos olvida que son fondos solidarios. 

Dar las gracias parece que está muy mal visto. Hemos creado el diabólico “tengo derecho” para no ser agradecido con el que da más de lo que recibe. 

Pero no sólo no damos las gracias sino que culpamos a los que nos han ayudado para nuestro bienestar. Alemania (entre otras) es la responsable de que vivamos mucho mejor que en 1986 y nuestros políticos son los culpables de que vivamos peor que en 2006. En su día no agradecimos pero ahora sí sabemos buscar culpables: Alemania. 

Y no es que piense que Alemania sea una bendita, pero desde luego tiene mucha más responsabilidad de nuestro bienestar que de nuestras cuitas. Nuestra crisis no la ha provocado Alemania, sino nosotros solitos, que nos hemos endeudado hasta la extenuación, que hemos elegido a políticos corruptos, que hemos decidido que los políticos sean los principales responsables, no sólo de la legislación y regulación, sino de todas las empresas públicas, lo que ha ido generando una gestión torpe, ineficaz y carísima que más tarde o temprano había que pagar.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Ser madre o hacer de madre


No me gusta sacralizar nada porque aquello que alcanza el áura de lo “divino” esclaviza. Y pocas cosas hay tan esclarecedoras en este tema como el papel que representa la madre en nuestra sociedad. A las madres se les ha otorgado un papel de sufridoras, abnegadas y por ello admiradas hasta tal punto que, cualquier mujer que no obre maravillas con sus hijos son tachadas de malas madres….malas personas. La trascendencia que se le da al concepto madre “obliga” a demasiadas mujeres a olvidarse de sí mismas para mantener una imagen idílica de maternidad. Todo su prestigio, reconocimiento y alabanzas pasa por la negación de la persona en beneficio de los hijos. Cuando una mujer es madre es como si tuviera que dejar de ser mujer.

Los distintos movimientos feministas, que tanto bien han hecho por la igualdad jurídica, tanto a hombres como a mujeres, han fallado a la hora de tratar el tema de la maternidad. 

El feminismo liberal, con su igualdad absoluta entre hombres y mujeres, hizo un flaco favor a mujeres que realmente deseaban libremente cuidar de sus hijos por encima de sus trabajos. Consiguieron transmitir la imposición moral de que la mujer que se quedaba en casa para la crianza eran parásitos sociales y mal ejemplo para la liberación de la mujer. Sin proponérselo, buscaban la igualdad mediante la masculinización de la mujer, sin respetar el deseo íntimo de muchas mujeres que se sentían culpables por desear lo que deseaban.

El neofeminismo da otra vuelta de tuerca, en el sentido contrario, a la maternidad, convirtiendo ésta en el summun de las aspiraciones femeninas y responsabilizando a las mujeres del bienestar de un ser que llega al mundo tras una decisión libre de la mujer. Han pasado de culpar a las mujeres por quedarse en casa a cuidar de sus hijos, a culpar a las mujeres por no hacerlo. Ahora son malas madres si les importa más su profesión que sus hijos,  si no practican la lactancia materna al menos durante seis meses, si utilizan cochecitos en vez de mochilas, si utilizan chupetes para conseguir algo de paz o si ponen por encima sus inquietudes profesionales a sus inquietudes maternales.

Tanto unas como otras terminan culpando siempre a las mismas: las mujeres. Parece que algunas feministas, que tanto ensalzan a las mujeres, en realidad las consideran tontas y les tienen que decir como comportarse y como sentir para ser buenas. Las mujeres no son seres maduros y diferentes entre sí que pueden elegir opciones muy diferentes, no, es mejor que yo te diga lo que está bien y lo que está mal. Es una nueva forma de “patriarcado feminista”.

No dudo que la lactancia materna sea lo mejor para el niño, ¿pero lo es para la madre?. ¿Es que el niño tiene mas derechos que la madre y ésta tiene que subyugarse?. 

A mí me parece fantástica la lactancia materna y estupendos los biberones. Me parece tan sano y correcto quedarse a cuidar de los hijos (hombres o mujeres) que seguir tu trayectoria profesional. Me parece maravilloso usar o no usar chupetes. Me parece igual de bueno que el niño duerma en la cuna o en la cama con los padres o que cuando llora un niño se le coja o no se le coja. Me parece igual de bien que se use mochila o carrito. 

Lo único realmente importante es que la madre (y padre) hagan lo que crean más correcto para su propio bienestar. Unos padres felices son sinónimo de unos hijos felices y equilibrados. Los biberones o las tetas dan exactamente igual.

No hay que ser madre. Es mejor, simplemente, hacer de madre.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Niños hiperactivos


No domino en absoluto este tema, por lo que no voy a hablar de los verdaderos niños hiperactivos, que necesitan de una atención y cuidados especiales.

Sin embargo, sí quiero hablar de los cientos de miles de niños a los que se les pone la etiqueta de hiperactivos cuando en realidad no lo son. Son simplemente niños.

Cuando recuerdo como me criaron a mí y veo como se educa ahora, saltan una enorme cantidad de diferencias. No pienso que lo anterior fuera mejor ni peor, sino simplemente diferente a lo que hay en la actualidad, sencillamente porque el mundo ha cambiado y los valores también. 

Tener hijos no era una elección, sino la consecuencia natural de practicar sexo. No se deseaba ser padre, simplemente tocaba. No venían la cantidad de hijos que uno deseaba sino los que “Dios quería”, que solían ser muchos. Claro, Dios después no tenía que hacerse cargo de ellos.

La consecuencia de ello era que para tener un mínimo de orden en la casa, la disciplina debía ser férrea y se tendiera más al castigo físico que a la educación. Un tortazo, o la simple posibilidad de que te lo dieran, arreglaba problemas en un segundo mientras que  un diálogo hubiese consumido un tiempo precioso para otros menesteres ineludibles (y había muchos que hacer y poca ayuda tecnológica).

Además, con jornadas de trabajo de 12 horas para el padre y eternas para la madre, la atención que se podía prestar a 8 o 10 mocosos era más bien escasa. Esto se suplía con la calle. Desde muy pequeñitos salíamos muchas horas a la calle, solos, para encontrarnos con nuestros iguales y hacer una vida de niños. Las matemáticas, leyes ortográficas y el catecismo no conseguían apagar la llama de la imaginación infantil, que se encendía cada tarde con los amigos del barrio. Nadie esperaba nada de nosotros. Se suponía que nos educábamos nosotros solitos y aprendíamos a relacionarnos de la manera más natural que existe: relacionándose con iguales mediante el juego. Siempre había un adulto que pasaba por la calle que nos recriminaba si hacíamos el gamberro, que por cierto, sucedía con demasiada frecuencia.

Ahora la paternidad es una elección y, como tal, una ilusión. Dios querrá muchos hijos, pero las parejas no. Esto ha hecho que se mitifique la paternidad/maternidad hasta unos extremos a veces irrisorios. Los niños han pasado de ser algo “natural” a ser objetos de deseo, cuando no de culto. Hemos descubierto algo insólito: los niños no son de plastilina, sino que son frágiles y hay que protegerlos. Además, al aumentar el grado de responsabilidad paterna, sentimos que se lo debemos todo y que tenemos que hacer lo mejor para ellos. Hay que hacerlos perfectos. Tienen que ser cultos, tocar el violín, practicar deportes, bailar de maravilla, leer mucho, apuntarlos a todo tipo de actividades. En resumen, tenemos unas expectativas altísimas depositadas en ellos y, de ahí a la exigencia y al atosigamiento, sólo hay un paso. Los padres quieren que el hijo tenga todo lo mejor, pero lo que percibe el hijo es que está averiado y hay que arreglarlo, con toda la carga de stress y ansiedad que ello conlleva. 

Los niños ya no viven, como antes, en su mundo de niños gamberreando solos en la calle. Están siempre en un mundo de adultos, con expectativas de adultos y estímulos de adultos (por mucho que sean actividades pensadas para niños). Y cuando se encorseta a alguien en un mundo en que no puede desarrollarse de manera natural, surgen las angustias, ansiedades y lloros incontrolados. 

Sería muy positivo que se volvieran a recuperar las carreras en la calle, las escaladas a los árboles, las relaciones entre niños solos, sin adultos de por medio. Cuatro piedras que sirvan de postes y un balón de fútbol liberan las tensiones en los niños. Si esto no se hace, las patadas se darán a los muebles de la casa o a los pupitres del colegio y se llegará finalmente a la etiqueta de niño hiperactivo.

Los adultos estamos construyendo un mundo para niños, pero esto no es lo que les hace falta. Son ellos los que se tienen que construir su propio mundo en la calle y con sus iguales.

Poca cosa


Siempre me he considerado una persona muy normal; quizás demasiado normal. Soy vulgar en muchas cosas. Mis gustos son vulgares. Mis aficiones también lo son. Sofisticado es la última palabra que me definiría. No soy inculto, pero tampoco culto, simplemente me defiendo. Huyo de las complejidades y tiendo a simplificar. 

Nunca he tenido grandes sueños ni metas. Mis pasiones no han sido desbordantes ni mis relaciones brillantes. Jamás he sido un campeón sexual ni he despertado el amor de muchas mujeres, afortunadamente para ellas, porque convengo a muy pocas. 

Tengo pocos amigos y muchos conocidos. Me siento poco comprendido y sé que soy el responsable, porque soy demasiado independiente y no me caso con nada ni con nadie.

Soy poco militante y odio estar en primera línea. Lo que hago lo intento hacer bien, pero hago pocas cosas, sólo las que realmente quiero hacer, y quizás esto no es suficiente.

Huyo de que alguien dependa de mí, como no me gusta depender de nada ni de nadie. No deseo que esperen nada de mí ni despertar ningún tipo de expectativa. Comprendo y acepto la fragilidad pero no tolero la dependencia.

He construido un mundo reducido a mi alrededor. Conozco lo de fuera pero realmente sólo me importa lo de dentro.

Tengo pocos miedos y los cambios no me asustan. Rara vez me paralizo pero pocas cosas me ilusionan. Soy persona de realidades, de cotidianidad, del día a día, de pequeñas cosas que, aunque mil veces repetidas, siempre tienen sentido. El idealismo no me motiva y nunca me he entendido con los idealistas.

El equilibrio es mi bandera, cuando quizás el desequilibro sea el que mueve el mundo, lo destroza y lo vuelve a regenerar. La revolución es palabra poco grata, prefiero la regeneración y la rebeldía.

En un mundo emocional, mi cerebro suele ganar al corazón. Quizás por eso resulte una persona poco atractiva. Querida sí, pero poco amada.

No soy ni seré nunca gran cosa, pero es que tampoco quiero serlo. 

Todo es vulgar en mi vida menos mis cuatro amores.