Se terminaron las excusas
Cuando llegué de las vacaciones me replanteé por completo mi manera de vivir, de sentir y, sobre todo, de relacionarme.
Se terminaron las excusas para seguir victimizándome. Lo que me sucedía tenía mucho más que ver con mis reacciones ante lo que no me gustaba de los demás, que de mis defectos al hablar. Ya no era tartamudo. Sólo tartamudeaba.
No trataría a la gente según el trato que yo percibía. No buscaría que me respetaran. Sólo aceptándome tal y como era sería capaz de crecer y de quererme y, por consiguiente, de respetarme. Para ello huiría de justificarme. No más justificaciones. Soy como soy y me gusta lo que me gusta, a cambio concedo al otro que es como es y le gusta lo que le gusta. Los demás son como son y no como a mí me gustaría que fueran. Si me interesan estaré con ellos, si no me gustan saldré de sus vidas.
Huiría de ser como me gustaría ser para ser lo que soy. La sociedad intenta imponer una manera de ser para considerarte bueno y, si te adaptas a ella, te recompensa. Deseamos tanto que los demás nos consideren buenos que pensamos de una manera (la “correcta”) pero nuestros instintos, más pronto o más tarde, nos hace actuar de manera diferente a como pensamos, lo que nos hace sentir culpables, aunque sea de manera inconsciente, y se termina cociendo un conflicto interno que nos lleva a situaciones de ansiedad, depresión y malestar, mucha veces físico. La única manera de conseguir el equilibrio es que nuestro pensamiento, acciones y sentimientos estén de acuerdo. Las ideologías cerradas manipulan. Sólo hay una ideología sensata: la mía, la que elaboro a lo largo de los años con mis experiencias, información y, sobre todo, con mi manera de ser. Por ello, imponer tu ideología es tan nefasto como cuando te la intentan imponer.
No hay justicia, hay intereses. Me afectaba enormemente la sensación de que el mundo era injusto conmigo, que no merecía el sufrimiento que padecía. Esta sensación de injusticia, lejos de aliviarme, me embarcaba en un victimismo paralizador o en una reacción agresiva que, lejos de solucionar injusticias, traía nuevas desgracias. Preferí dejar de ser juez de lo que me sucedía (siempre parcial pues siempre juzgaba según mis intereses) a ser el actor principal de la película de mi vida. Cambiaría el juzgado de instrucción de mi cabeza, por la búsqueda activa de mis intereses, mis pasiones, mis gustos, al margen de lo que los demás considerasen como “bueno” o “malo”. La bondad o la maldad sólo la decidiría en función de mis intereses, no en función de los intereses de los demás.
El egoísmo, hasta un límite, no es malo, es la mayor virtud que se puede tener. Actuaría según mi naturaleza y dejaría que los demás actuasen en función de la suya.
La mala suerte no guiaría mi camino. Las cartas que me habían tocado eran las mías. No había posibilidad de cambiarlas, pero sí de jugarlas de la manera más sensata posible para obtener el mayor provecho. Quejarme de mis naipes no contribuiría a mejorar mi juego pero sí a menospreciar mis posibilidades y obtener menores rendimientos. El mejor jugador no es el que tiene las mejores cartas si no el que mejor las juega.
Huiría del “nadie me entiende”. No voy a negar que sentirse comprendido por alguien sea muy agradable e incluso importante, pero la búsqueda activa de la comprensión por parte de los demás puede acarrear consecuencias negativas.
Una primera acción tendente a conseguir este objetivo es practicar el borreguismo. Hago y pienso lo que los demás esperan de mí. No me salgo de la norma. De esta forma no desarrollo mis capacidades, no sigo un sendero personal sino que circulo por la autopista general, con la consiguiente insatisfacción que se genera.
Otra posibilidad consiste en hacer lo que quiero, aún quebrantando las reglas para, posteriormente, buscar todo tipo de excusas que justifiquen nuestro proceder. El resultado habitual será la incomprensión de los demás, por muy buenos pretextos que hayamos encontrado y, tras ella, el victimismo propio.
Otros hilan más fino: hago lo que deseo pero, le doy la vuelta a la tortilla de tal forma que intento hacer ver a los demás que, en realidad, he actuado en beneficio de otro/s.
También existe el error de concepto. Algunos confunden la disparidad de criterios o ideas con la incomprensión. “Es que mis padres o pareja no me comprenden” cuando en realidad debería decirse “es que mis padres o pareja no están de acuerdo conmigo”.
Otros utilizan la incomprensión como arma para castigar y manipular “al que no le entiende”.
Cuando hay discrepancias entre la imagen que uno tiene de sí mismo y la que tienen los demás, puede ser muy duro de asumir y una frecuente fuente de sentimiento de incomprensión y frustración. Se debe a un problema de comunicación:
• Ya sea por parte del “yo” emisor, que puede no tener las ideas claras o no ser realista de su propia valía (ya sea por exceso o por defecto).
• O porque el mensaje sea defectuoso: no se ha empleado el lenguaje, verbal o gestual, para transmitir lo que queremos.
• O bien el receptor del mensaje lo ha interpretado de forma incorrecta por sus propios prejuicios o por simple torpeza.
En cualquiera de los casos se puede producir un auténtico terremoto porque, cuando no vemos reflejada nuestra imagen en la que tienen los demás de nosotros, el daño puede ser importante. Sólo se puede salir actuando sobre las dos primeras premisas. La que depende del otro, sólo la podemos aceptar, o tolerar o, directamente rechazar si no nos vemos respetados.
Debemos exigir respeto a nuestra persona o ideas (siempre que no sean excesivas, claro), podemos pedir tolerancia hacia nuestra diferencia (que al fin y al cabo es una forma de comprensión), pero sólo podemos desear que nos comprendan, que se pongan en nuestro pellejo, porque este tipo de comprensión supone capacidad empática por parte del otro y no siempre es posible.
Sólo podemos y debemos ser nosotros, aceptarnos, respetarnos y comprendernos. Ser consecuentes y mostrarnos como somos. No conseguiremos que todos nos comprendan, incluso, si somos demasiado diferentes, puede que nadie nos entienda. Pero si buscamos activamente la comprensión, podemos dejar alguna parte de nuestra esencia por el camino.
No buscaré que me quieran. No hay nada más humano que querer que nos quieran. Pero dependiendo de como lo consigamos, así de felices podemos ser. Hay dos formas de conseguir que nos quieran:
- Que nos quieran es un fin en sí mismo.
Es la más usada. Consiste en hacer todo lo posible para que nos quieran. En las palabras “todo lo posible” hay un amplio rango de sustantivos y verbos como “sacrificio”, “consentir”, “mimar”, “humillación”, “sometimiento”. No todas usadas por todos, pero casi siempre hay alguna de ellas. - Que nos quieran es una consecuencia.
Mucho más rara y difícil, pero a la vez más sana. Nos aman como consecuencia de nuestra manera de relacionarnos con los demás. No consentimos, mimamos, ni nos sacrificamos, humillamos o sometemos. No buscamos que nos quieran (aunque nos guste), sino que actuamos en la vida con nuestra forma de ser.
En pocas palabras: me respetaré y respetaré a los demás. Sólo así conseguiré que me respeten.
No fue fácil llevar a cabo esta reconversión personal y, después de tantos años, aún estoy en ese camino sin fin.