Nos enseñan que la conciencia permite dilucidar lo que está bien y mal. Algunos aseguran que la conciencia proviene de Dios. Lo respeto, pero no estoy de acuerdo. La conciencia no es la misma dependiendo de la educación, cultura, costumbres y vivencias que cada uno tiene. Por eso no hay una conciencia universal (y ésta sería así si viniera de un hipotético Dios) sino millones de conciencias individuales y, lo que está bien para unos, puede resultar nefasto para otros.
La conciencia no está en el córtex, la zona cerebral que nos hace pensar, sino en la zona más arcaica del cerebro, en donde radican las emociones. En realidad no pensamos si algo está o no bien. Sentimos lo que está bien y mal.
La culpa es una herramienta muy poderosa que se pone en marcha cuando sentimos de una manera y actuamos o pensamos de otra. No es la conciencia (emociones) la que nos culpa sino nuestro pensamiento, pero ese pensamiento culpabilizante hace estallar todas nuestras emociones de manera negativa y nos prepara para reaccionar, quizás la peor manera de tomar las riendas de nuestra vida.
Al originarse la culpa en el pensamiento, es a través de éste como mejor la podemos combatir. Consiste en algo tan simple (no digo fácil) como cambiar el concepto de culpa por el concepto de responsabilidad. Nuestra energía no la debemos enfocar en repartir culpas ni incluso en intentar mejorar, en ser buenos. Es mucho mejor emplearla en aceptarnos. Aceptarse no significa ser autoindulgente sino comprender que cometemos errores y debemos cambiar para no repetirlos.
La persona que se siente culpable no se acepta y sus actos van encaminados a redimirse, en el mejor de los casos, o a repartir culpas entre los demás, no a cambiar para no volver a cometer el error. La persona que se siente responsable acepta sus errores y no intenta redimirse ni se dedica a buscar culpables, prefiere cambiar para no repetirlos.
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