domingo, 16 de diciembre de 2012

Palabras para una vida 1


PALABRAS PARA UNA VIDA

No recuerdo como nací. Es raro, el día más importante de mi vida y no tengo ni idea como transcurrió. Haría frío, seguro. Era un dos de Diciembre, lluvioso o soleado, triste o alegre y llegué; desnudo, sin nada, rodeado de sangre y de sufrimiento, de expectativas y dudas, de los silencios de la noche y gritos de mamá. Llegué y lloré y, al parecer, no deje de llorar durante tres meses. Quizás hoy se le llamara cólico del lactante, quizás hoy lo llamara miedo al mundo y resistencia al cambio. Probablemente estaba muy a gusto entre líquidos amnióticos y paredes blandas de carne caliente y, el aire frío de Diciembre, no me gustaba. 

Lloraba y lloraba y, esa carne tan conocida y querida durante nueves meses, sólo la volvía a notar cuando mamaba. Era una carne diferente la que me abrigaba, me cambiaba los pañales, me reconfortaba con polvos de talco, me abrazaba, cantaba y quería. 

A los tres meses, según cuentan los más viejos del lugar, dejé de llorar...más de lo habitual. Los pediatras actuales dirían que es la duración normal del cólico, las viejas del barrio dirían que había pasado la cuarentena, pero yo creo conocer el secreto: me había acostumbrado a esa nueva carne que me mecía. Había vuelto a encontrar otra madre y ya la reconocía. 

Los sentidos que me acompañarían el resto de mi vida, se iban abriendo a un mundo de paredes blancas, puertas abiertas, calores intensos y unos olores que siempre me llenarían el alma: la dama de noche y el jazmín. 

Mis primeros recuerdos reales, o no tan reales pero míos, hablan de un patio, con suelo de celosía entrecruzada, paredes blancas, macetas y ese jazmín que tanto ha marcado mi vida olfativa y, por ende, toda mi vida de sensaciones. Olía y olía y, a golpes de jazmín y dama de noche, fui recreando un porvenir en que mis sentidos se interpondrían siempre entre mi ser y el mundo que lo rodeaba. Quería respirar cada instante de mi vida, tocar cada sonido, degustar cada caricia, oír cada perfume. Necesitaba sentir y sentir. No me bastaba con ver lo que veía, tenía que hacerlo mío, abarcar todas sus extensiones y así fui descubriendo que mis ojos oyen y mis oídos huelen.

También recuerdo unas manos y unos labios. Y una risa, fuerte, vigorosa, ruidosa, como sólo pueden ser las risas que surgen desde la felicidad y el amor compartido. Esas manos, esos labios y esas risas, se acompañaban de la mujer más hermosa que yo había visto: mi tía Lina. Aún hoy, con sus setenta años a cuesta, la sigo viendo como a una de las mujeres más guapas de mi vida. No era perfecta, incluso la mayoría pensaban que no era bella, pero cada caricia suya, cada beso y cada risa que compartía conmigo, le otorgaban el sello de lo inolvidable. 

No tengo demasiados recuerdos de los primeros inviernos, pero sí de los veranos. Mañanas de patio. Tardes con moscas y calor sofocante. Noches con sillas en las calles llenas de madres y niños saltando y corriendo alrededor. Era una vida sana y sencilla. Casas para una sola familia (que horror las llamadas viviendas unifamiliares), pequeñas, blancas, con patio y azotea, pobres pero dignas, limpias y, sobre todo....un hogar. Casas de mujeres y niños (los hombres sólo iban a dormir). Casas abiertas de par en par, con enjambres de monos saltarines entrando en una o en otra. Abiertas a los vecinos, amigos, familiares y....a la huerta de Pepe “el de la huerta”. Huerta en la que no se debía entrar pero había una higuera que cobijaba niños hambrientos de higos por las mañanas y enamorados hambrientos de besos por la noche.

Los días pasaban plácidos y seguros. Las risas eran mucho más frecuentes que los llantos. No había dudas, todo era una rutina y cada cosa estaba en su sitio. Todos los niños tenían a su mamá y yo tenía a la mía, por mucho que me intentaran convencer que mi adorada mamá, en realidad era mi tía. Que mi verdadera madre era la señora a la que veía siempre cocinando, lavando, fregando y, sobre todo, cosiendo. Cosía y cosía el ajuar de mi tía Lina para que un día, vestida de blanco, se fuera de mi lado.

No estaba, sencillamente no estaba. Se había ido y había olvidado recogerme. Tenía que haber algún error. 

Recuerdos de lágrimas sobre lágrimas. 

Mi mundo se inundó de desesperación. Dejaron de existir los olores y los sabores. No quería comer, no quería dormir. Sólo miraba la puerta a la espera de su llegada. Mis padres, los biológicos, desesperados, tuvieron que avisarles en plena Luna de Miel y vinieron rápido. Me llevaron a su casa y, aunque era la primera vez que la veía, la sentí como mi hogar. Todos los días los pasaba entre ellos y todas las noches dormía entre ellos. Todo volvía a ser como tenía que ser.

Barcelona, por aquel entonces, llamaba a miles de andaluces necesitados de prosperar. Mis tíos oyeron esa llamada y se fueron, esta vez para el resto de mi infancia y juventud. 

Volví a mi casa. Mi madre se afanó para que me sintiera bien y la empezara a llamar mamá....y lo consiguió. También me fui dando cuenta que tenía dos hermanas y una muñeca, preciosa, de ojos verdes clarísimos y grandísimos, que no hacía otra cosa que sonreír. No había grandes peleas entre los hermanos, tampoco una gran comunicación, pero ya no me sentía tan aislado. 

Antoñi, la mayor, era un bichito lleno de vida. Bichito, porque no terminaba de hacer una trastada cuando, inmediatamente, planeaba la siguiente. No había nada que se le resistiera. Si mi madre se preocupaba porque el arroz estaba demasiado caliente y mi padre estaba a punto de llegar, ella echaba varios litros de agua encima y lo enfriaba. Tampoco había motivo para cansarse andando cuando podía venir del colegio enganchada al carro del carbón, aunque su vestidito blanco cambiara de color. Lo curioso es que nunca recordaba porqué se había manchado por más que mi madre le preguntara. La salsa de tomate era motivo de jolgorio: con la cuchara golpeaba violentamente el plato. Nati y yo seguíamos con atención para unirnos felices a la fiesta y hacer lo que la hermana mayor, con mejor conocimiento suponíamos, nos enseñaba. Quedaba un bellísimo color rojo sobre la mesa, suelo y paredes. Mi madre, que no entendía de arte abstracto ni pintura al fresco, nos daba a todos una buena azotaina, para que aprendiéramos que la existencia del artista es muy dura. 

Pero también estaba llena de vida. Tenía unos ojos que eran capaces de mirar con la mayor felicidad y con la peor de las tristezas. Su cabeza estaba siempre en funcionamiento y su corazón presto al amor y la amistad. Era muy inteligente, pero nunca ha sabido controlar sus emociones. Cualquier cosa que quisiera hacer la iniciaba con el mayor de los impulsos. Tenía una generosidad sin límites.......pero también la esperaba de los demás. Muchas decepciones le ha acarreado esta forma de hacer. Vivía el presente como intuía el futuro: con la mayor de las ilusiones. Ha exigido demasiado de la vida y demasiadas veces no ha sido capaz de disfrutar con lo que tenía por ilusionarse con lo que no poseía.

Nati, tres años mayor que yo, siempre me ha parecido la gran incógnita. Parece imposible que sea hija del mismo padre y la misma madre que Antoñi. Por aquellos tiempos era una niña tranquila, reflexiva, lenta hasta la exasperación pero, lo que hacía....lo hacía muy bien. Hablaba poco y protestaba menos. No le gustaba la leche, por lo que, con gran sacrificio económico, se crió con leche condensada, lo que le permitió ser una niña muy gordita para gran orgullo de los familiares que la contemplaban. La obesidad, por aquel entonces, era un signo de distinción y Nati, sin lugar a dudas, era muy distinguida.

Nunca me llegué a sentir por completo en mi hogar, pero mi madre me convirtió en su favorito, quizás para desquitarse de esos primeros años en que, por razones ajenas a su voluntad o porque nunca llegó a saber que existía la palabra NO, me dedicó muy poco de su tiempo y ninguna de sus caricias.

Comencé a ir a la escuela del barrio, un cuartito limpio, ordenado, llevado por una sola maestra. Servía más como aparcamiento de niños menores de seis años que de verdadero aprendizaje. Mientras los demás saltaban y corrían, yo tuve la desfachatez de comentarle a la señorita Loli que quería que me enseñara a leer. Ante esa única petición, recuerdo una mirada profunda y una sonrisa inmensa y le hizo saber a mis padres que su hijo prometía mucho. Creo que fue la primera vez que se sintió verdaderamente maestra y no aparcacoches. Me embelesó durante dos años y la mayor parte de su tiempo me lo dedicaba en exclusiva. Cuando a los seis años se dio por concluida mi estancia en el parking, ya sabía leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir. Conocía la mayoría de los animales (a través de una enciclopedia maravillosa en blanco y negro) y podía recitar de memoria cada uno de los países y capitales del mundo.

Con este portento de niño, comenzaron las indagaciones para llevarme al mejor colegio de Córdoba. El Colegio Cervantes de los Hermanos Maristas fue el elegido. Famoso por su dureza y disciplina, amén de sana convivencia para los hijos de los más ricos y poderosos de la ciudad. Pero llegué tarde y, lo más importante, sin apellido ilustre. No había plaza. El portero fue el encargado de comunicárselo a mi madre. El pobre hombre no la conocía. Cuando a mi madre se le metía algo entre ceja y ceja, no había fuerza en el mundo capaz de pararla. Así pues, se sentó en la portería, conmigo a su lado todo abochornado, y dijo que no se movería de allí hasta no ser recibida por el Director. Tras varias horas esperando, el Hermano Allanillos, Director de tan insigne Institución, tuvo a bien recibirnos...para despacharnos con la mayor celeridad posible. Pero no sabía que mi madre tenía un as guardado en la manga. “Mire usted, Su Eminencia, (risas de la susodicha eminencia) me han dicho que su colegio es el mejor de Córdoba y mi hijo, que es un portento, no puede ir a ningún otro, que no sea éste. Hágale una prueba y lo comprenderá”. Comenzaron las preguntas, luego pasamos a leer, hacer cuentas y terminamos con mi enciclopedia de animales, que también la tenía su Ilustrísima, y quedó absolutamente anonadado. Contra todo pronóstico, Él en persona, formalizó todos los papeles para mi ingreso en el Colegio.

Mis horas de ocio, de recrearme durante horas con los árboles que se veían desde mi azotea, de mirar al cielo y desentrañar entre nubes los secretos del Universo, mi vida rodeada de un ambiente femenino en casa y una audaz pero relajante existencia en la calle con los amigos, comenzaba a llegar a su fin. El calor nunca sería el mismo, la lluvia caería de forma distinta y las largas tardes aburridas entre pasillo y patio se terminarían con mi entrada en el Colegio. La sensación de protección desapareció y de, pronto, me ví envuelto en una maraña donde yo no era el centro y todos los cuidados y mimos no eran para mí, es más, ni siquiera existían.

Mi primer día de Colegio lo conservo en un rincón de mis recuerdos con una etiqueta marcada con tinta indeleble. La etiqueta de lo inolvidable. Un marcador que, siempre que la pena se cierne, me topo con él. 

Mi madre muy nerviosa tocándome el hombro para despertarme, una cama cálida con la huella de mi cuerpo llamándome y una sonrisa inmensa de niño que se siente importante porque hoy se va a convertir en un hombre y, a la vez, teme el cambio a lo desconocido. El sonido de los pájaros me acompañó durante todo el trayecto. El cielo era más limpio, la vida que bullía alrededor era más clara y la mano de mi madre era más cálida que nunca. Seguir el paso de mi madre era harto complicado, porque siempre tenía prisa. No andaba, volaba con las piernas mientras su mente recorría todo lo que le quedaba por hacer aquel día. Cuando llegamos al portón me dio un beso y me quedé absolutamente solo, rodeado de desconocidos y de llantos y gritos de otros niños. Yo quería llorar, pero no podía, no me salía. 

Mi primera visión del colegio, en el que pasaría 11 amargos años, fue que era enorme. La primera vez que ví la escalera de mármol, me enamoré de ella. La hice mi compañera inseparable. Ella y yo hablaríamos de sufrimientos y tristezas, de veranos e inviernos, de odios y tácticas. Siempre estuvo ahí, todo cambiaba a mi alrededor pero, la bellísima escalera de mármol, era imperturbable, estática y sólida. Los marrones, ocres y rojos amparaban a un niño sentado en el primer escalón, con los ojos bien abiertos y los lacrimales bien cerrados. Mi boca estaba sellada pero mi corazón pugnaba por salirse. Dos zapatitos gorila, bien juntitos, dos rodillas al descubierto, bien juntitas, un tronco ligeramente inclinado y dos brazos abrazando a su tía Lina convertida en cartera. 

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