Día D. Hora H.
La maleta ya estaba llena. La ropa perfectamente lavada, planchada y ordenada, nada que ver con las maletas que he hecho a lo largo de mi vida, desordenadas, con ropa arrugada y pésimamente distribuidas. Cada camisa, cada pantalón, corto por supuesto, los niños siempre llevábamos pantalón corto, incluso en invierno, estaban perfectamente colocados. Maleta impecable y niño desdichado.
El desayuno y el almuerzo no dulcificaron el difícil trance. A las seis de la tarde volvería a la Estación de Francia para coger “El Sevillano”, que me llevaría de vuelta ¿a casa?. La ilusión de la ida no tenía nada que ver con la desesperación de la vuelta.
Cada cosa que hacía o miraba, tenían el sello indeleble de la última vez. Miraba la casa por última vez, montaba en el ascensor por última vez, subía al seat por última vez. Y todo me parecía más bello y deseable porque lo perdía. Siempre supe que no me pertenecía y quizás por eso lo disfruté tanto.
Cuando damos algo por descontado, porque es nuestro y lo merecemos, le restamos valor. Lo cotidiano, por bueno que sea, lo dejamos de gozar para centrarnos en lo que deseamos y no tenemos, somos así de neuróticos. Parece que nos gusta sufrir por lo que nos falta y no sabemos deleitarnos con lo que tenemos. Pero era diferente en aquellos tiempos austeros. De no tener nada, ni siquiera el respeto por la vida, en la guerra civil y postguerra, se pasó a sobrevivir y más tarde a vivir, y la mayoría de gente lo estimaba. Quizás por eso había un índice alto de felicidad en la sociedad, por más que el régimen político fuera catastrófico. Apreciaban lo que tenían. En la actualidad, teniendo mucho más, hemos preferido sufrir por lo perdido antes de alegrarnos por lo que poseemos.
Pero aún no había aprendido esa lección. Barcelona era blanca y Córdoba negra. Una era el sol y la otra estaba azotada por las tormentas. No veía las maravillas que se escondían en la capital de los califas y en sus gentes. Sólo recordaba sotanas, calor, violencia y desprecio. Había vivido en el cielo y se me hacía muy duro volver a los infiernos.
Durante todo el día bañé con lágrimas, no los ojos, pero sí el alma. La tristeza me inundaba y la angustia atenazaba cada poro de mi piel. Lucía una sonrisa como un arco iris en medio del temporal. No quería dar pena, un sentimiento que sentía por mí mismo pero que no podía tolerar en los demás. Bromeaba con el tren, el viaje y lo que me esperaba en Andalucía, pero mi tartamudez, casi olvidada en esos meses, aumentó hasta cotas inimaginables, desmintiendo mi seguridad y aplomo.
El coche entraba en Barcelona. La estación, que tan bella me pareció, se convirtió en enemiga. Los trenes y el trajín de una estación, que siempre me han parecido mágicos, eran el preludio de la vuelta a los instintos más primitivos y asesinos. Mis músculos se tensaron preparados de nuevo para la lucha. Todas las alertas se volvieron a encender y la desconfianza hizo de nuevo su aparición. Nada había cambiado desde aquel día en que llegué, pero todo me pareció diferente. Nuestra realidad no es la que tenemos, si no la que sentimos. Las distorsiones son la consecuencia de nuestro miedo, ansiedad e inseguridad. Mi realidad en ese momento estaba absolutamente distorsionada.
Llegamos con mucho tiempo de antelación. La cabina con ocho asientos estaba esperándonos y a mí me tocó de frente a la marcha del tren, al lado de la ventanilla. Durante más de una hora estuvimos esperando la salida. Mi tía hablaba mucho pero yo estaba sumido en el silencio. No tenía palabras. La pena secó la garganta y un nudo recorría hasta el último rincón de mi corazón, apretándolo.
En ese momento me dio por pensar que era un privilegiado, que tenía comida, casa y juguetes, no como los chinitos y negros del Domund. Tenía padres, a Dios y a Franco. ¿Qué más podía pedir?. Pero esto sólo me hacía sentir miserable y desagradecido. Me culpaba por sufrir cuando debería ser feliz. No comprendía que tener no nos hace más dichosos. Sólo las relaciones sanas, en donde el amor, la ternura y el respeto brillan con luz propia, son capaces de convertir la pobreza material en riqueza espiritual. Y yo sólo era feliz con mi tía. Ese amor convertía cualquier cosa que ella poseyera en el regalo más inesperado y maravilloso y, allá donde viviera, en el rincón más bello del planeta.
El tren inició la marcha. El cuerpo sin alma de un niño se alejaba mientras su esencia se anclaba en los pliegues del vestido de la mujer que le decía adiós.