lunes, 4 de febrero de 2013

Palabras para una vida 11


La boda
Pantalón corto, corbata a rayas, zapatos blancos y ojos verdes ilusionados. De esta guisa me encontraba ese domingo tan especial en Barcelona. No era la primera boda a la que asistía, estuve en la de mi tía Lina, pero sí de la primera que guardo recuerdo. No tenía muy claro lo que era un matrimonio. No sabía nada de sexo, ni lo sabría en mucho tiempo. Era un tema tabú, incluso sucio. Sólo sabía que si te casabas tenías muchos hijos. ¿Qué les haría el cura durante la boda para que después Dios les diera hijos?.

Todos estaban contentos, y la que más la novia. Mi tía Ana adoraba a mi tío. Era una mujer dulce, con grandes ojos negros, hablar pausado y presencia tranquila. Me encantaba su manera de hablar en castellano, pero sobre todo me encantaba oír su catalán, que lo hacía demasiado poco para mi gusto. No tenía fama de guapa, pero a mí me parecía preciosa. Como todos en aquella bendita tierra, me trataba con deferencia y cariño. Me hacía sentir que importaba y mis ojos la premiaban absorbiendo su belleza, la belleza que sólo aprecian los que se sienten queridos y respetados. Una hermosura que sólo es captada desde el alma y que nada tiene que ver con las formas. Igual que a un cuadro no lo hace bello el que lo pinta, sino el que lo mira, a una persona no la hacen bella sus rasgos sino el sentimiento que despierta en quien la contempla. Lo que más admiraba de ella era el intenso brillo en sus ojos, que se acentuaba cuando estaba cerca de su Diego.

Mi tío Diego no me trasmitía las mismas sensaciones. Parecía más preocupado de que todo saliera bien que ilusionado. Para todos tenía una sonrisa y algún comentario, pero no flotaba cuando Ana estaba cerca. 

No tuvo infancia ni adolescencia. No deberían existir niños que se ocuparan sólo de sobrevivir en vez de jugar, pero fue lo que le tocó en suerte. Muchos críos que no aprendieron a jugar en su infancia no supieron disfrutar de adultos. Quizás por eso mi tío Diego siempre se tomó la vida demasiado en serio. Más pendiente de las injusticias que de su propia felicidad, pensó que era mejor cambiar el mundo que cambiarse él, pero el mundo no cambió ni él dejó de ser el niño que no aprendió a jugar sino a sobrevivir. 

Comunista por ideas, pintor de Seat por profesión, buen hermano e hijo por lealtad y magnífico padre por amor, quizás no ha sabido valorar la devoción de su Ana. 

Generoso con todos, menos consigo mismo, me prestó su biblioteca, la primera que vi que mereciera tal nombre y me regaló el mar. Sin saberlo, su boda fue la excusa para que mi abuela fuera a Barcelona y yo con ella, así que también me regaló lo que no le debe faltar a nadie: sentirse digno de amor.

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