lunes, 18 de febrero de 2013

Palabras para una vida 16


Tebeos
Por aquel entonces no existían los cómics. Sólo había tebeos. Me enteré de su existencia, como no, en Sardañola. El Capitán Trueno, Jabato y Roberto Alcázar y Pedrín eran la lectura favorita, junto con cualquier libro de fauna, de mi tío Angelín. Acostumbrado a la aridez de mis libros de geografía, matemáticas, geometría y astronomía, los tebeos suponían una nueva dimensión desconocida y fascinante. 

Me esforzaba en escapar de mi realidad, ya fuera tirando a canasta, paseando con la mente en blanco, resolviendo problemas matemáticos o memorizando cabos, golfos, ríos o capitales. Pero los tebeos no me hacían pensar ni me obligaban a memorizar. Sólo me divertían, nada más y nada menos. Me transportaban a las lejanas tierras de los pictos o al helado Thule, siempre en compañía de camaradas leales que no me dejaban luchar solo contra el mundo y perder, si no que estaban codo con codo conmigo sin preguntas ni esperando recompensas. Encarnaban la auténtica amistad, la que es generosa de verdad, la que consigue que lo que se hace por el otro, es lo que realmente se desea hacer y nunca habrá un “con todo lo que he hecho por ti”. Una amistad sin expectativas ni contrapartidas. Das lo que quieres dar y recibes lo que te quieran dar, aceptándolo y valorándolo. No hay deudas, sólo gratitud. Valoras a tu amigo no por lo que te da sino porque está ahí, a tu lado, apoyándote o previniéndote si andas equivocado, pero no te deja solo, ni siquiera en tus errores.

Más tarde me acompañaría la Marvel Comics Group que, a pesar de su nombre, no consiguió que los tebeos cambiaran de denominación, con Thor, Namor, los cuatro fantásticos, Spiderman, Dan Defensor, Estrella Plateada, Capitán América, La Masa o el hombre de hierro. Me gustaban más los héroes solitarios, benefactores anónimos y a menudo mal comprendidos e incluso temidos por la mayoría. Eran diferentes y eso les hacía parecer sospechosos. 

Ser o parecer bueno es una constante en el ser humano. ¿Quién no ha tenido alguna ensoñación romántica de darse o salvar a los demás y ser recompensado con el reconocimiento de todos?. Pues en ese momento histórico tocaba ser monja o sacerdote en tierras lejanas, llenas de negritos y chinitos hambrientos de comida y de religión. Aunque alguna vez soñé con la posibilidad de convertirme en misionero, los tebeos me hicieron cambiar de opinión y me dieron la oportunidad de salvar al mundo a base de mamporros a los malos. 

Durante el verano conseguí leer toda la colección de mi tío, pero fue sólo el inicio de una prometedora carrera de visitas a tierras lejanas, salvamentos variados al planeta y diferentes lecciones de honradez, generalmente a base de puños o espadas, a los deshonestos y malvados. En Córdoba descubriría la biblioteca municipal, lugar preferente de mis peregrinaciones, y las tiendas de compraventa de libros y tebeos de segunda mano de la plaza de la Corredera, santuario para el sediento de aventuras con bolsillos poco agraciados.

Mi único objetivo era la evasión, pero el resultado final fue la configuración de un carácter que me acompañaría el resto de mi vida y la conjugación de las palabras generosidad y respeto con la manera de entender la amistad y, más tarde, el amor.

Estas lecturas abrieron paso más adelante a libros más “serios”. Filosofía, historia, literatura clásica y un sinfín de temas en donde la evasión dejó paso a la necesidad de encontrar respuestas a la inquietud que sentía y me oprimía: quién era yo, que hacía aquí y porqué no quería ser como era ni estar en donde me había tocado vivir. Llegué a pensar que el conocimiento ayudaría a descubrirme, aceptarme y ser feliz. Pero jamás encontré respuestas en los libros y sí muchas preguntas. La experiencia ajena, por muy meditada que sea, jamás podrá sustituir a la reflexión propia. 

En mis primeros años creí ser un erudito. Profundizaba en varias ramas del saber, pero sólo hacía uso de esos saberes como un disco duro con los datos. Los almacenaba pero no los procesaba. Sabía mucho pero me nutría poco. Sólo me servía para sacar excelentes notas en los exámenes.

Más tarde me llegué a considerar, craso error, una persona culta. Tenía gran cantidad de conocimientos variados que me permitían disfrutar de las distintas artes y discernir las distintas calidades de los artistas. Era capaz de tener juicio crítico a través de esos conocimientos. 

Alguna vez también me he autodefinido como intelectual, es decir, además de culto, pensador. Procesaba de tal manera la cantidad de información que tenía que era capaz de producir información nueva y original. Su calidad era más que discutible y, en demasiadas ocasiones, francamente mala.

Pero intentar ser erudito, culto o intelectual no me ayudó, incluso diría que en ocasiones fueron cargas más que soluciones a mis dilemas. Y es que por mucho que alguna vez me haya considerado así, afortunadamente nunca lo he sido. La mayoría de personas intelectuales que conozco son infelices. Quizás se deba a que cuanto más se profundiza en la condición humana, menos optimismo se genera. Así pues, este tampoco era el camino que buscaba. 

El sabio puede ser extremadamente culto o tener poca formación, incluso ser analfabeto, pero es capaz de aprender de todo lo que ve, oye y siente, para construir su propia filosofía de la vida. Tiene la lucidez de entender lo que le rodea sin dejarse influenciar por lo que le han enseñado. Son los maestros de la vida. Este es el camino que emprendí, que no tiene fin, pero sí un comienzo, como cualquier buena historia. Ocurrió una tarde de agosto de 1975 en Mijas y llegó por el amor de una mujer. Pero esta historia la contaré mucho más adelante. Aún sigo en Sardañola, en el año de gracia de 1967, treinta y un años después del comienzo del glorioso Movimiento Nacional y, en ese momento, el capitán Trueno sólo me divertía, o eso creía yo, porque ningún pensador leído posteriormente me enseñó ni me dio tantas respuestas como lo hizo este personaje de ficción, tan simple como se le quiera ver o tan maravilloso como se le quiera sentir.

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