martes, 30 de abril de 2013

Palabras para una vida 39


Ojos tristes
Yo soy rebelde 
porque el mundo me ha hecho así 
porque nadie me ha tratado con amor 
porque nadie me ha querido nunca oír 
yo soy rebelde 
porque siempre sin razón 
me negaron todo aquello que pedí 
y me dieron solamente incomprensión 
Y quisiera ser como el niño aquel 
como el hombre aquel que es feliz 
y quisiera dar lo que hay en mi 
todo a cambio de una amistad 
y soñar, y vivir 
y olvidar el rencor 
y cantar, y reír 
y sentir solo amor 
Yo soy rebelde 
porque el mundo me ha hecho así 
porque nadie me ha tratado con amor 
porque nadie me ha querido nunca oír 
Y quisiera ser como el niño aquel 
como el hombre aquel que es feliz 
y quisiera dar lo que hay en mi 
todo a cambio de una amistad 
y soñar, y vivir 
y olvidar el rencor 
y cantar, y reír 
y sentir solo amor.

Mi primer amor, virtual, fue Jeanette. No sé si me enamoraron sus tristes ojos azules o esta canción que me hacía llorar un día sí y otro también. 

Esther tenía mi edad, 14 años. Ojos azules tristes. Voz dulce. Movimientos gráciles muy femeninos. Melena castaña corta. Ni alta ni baja. Delgada. Apariencia frágil con personalidad fuerte. La viva imagen de Jeanette. 

Desde la primera vez que la vi me enamoré perdidamente de ella, con tal fuerza, tal ímpetu que me parecía increíble que se pudiera llegar a sentir tanta necesidad de alguien como tenía de ella. Estaba presente en cada segundo de mi existencia. Soñaba con ella y me despertaba con ella. Respiraba Esther. Bebía de sus movimientos. Me relamía con su simple nombre. Me encontraba en éxtasis permanente, como Santa Teresa, que vivía sin vivir en mi.

En el colegio, las ecuaciones daban como resultado Esther. Lisboa era la capital de Esther. El río Ebro discurría a través de Esther. La gravedad era lo que me impedía volar mientras pensaba en Esther. Hidrógeno, Litio, Sodio, Potasio y Esther. Los verbos tenían tres terminaciones: -ar, -ir y Esther. Las mariposas dejaron de volar en primavera para acompañar a mi estómago eternamente.

Fui perdiendo la agresividad mientras me inundaba el amor. Incluso pinté su nombre en un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Cada canasta que metía y cada gol que conseguía se los dedicaba. 

Todas las tardes bajaba a la calle Alderetes para poderla contemplar a escondidas. Cada palabra y cada risa suya me alimentaban. Mi dolor dejó de dolerme, mis heridas se cicatrizaban ante esos ojos tristes. 

Nunca hubo sexo, ni real ni imaginado, todo fue espiritual. Jamás me dirigió una sola palabra. Jamás supo de la existencia de su amante. Nunca me regaló una mirada. El amor pasó, pero nunca me he olvidado de ella.

sábado, 27 de abril de 2013

Palabras para una vida 38


Arte
Hubiera querido escribir los poemas más bellos, pero las palabras se negaban. 

Hubiera deseado pintar los cuadros más emocionantes, pero los colores se negaban. 

Hubiera querido esculpir las tallas más etéreas, pero el cincel se negó. 

Hubiera querido ser el actor que trasmite, pero la naturalidad se negó

Hubiera querido ser la voz de las canciones que emocionan, pero los acordes se negaron.

Hubiera querido crear belleza, pero no residía en mi alma.

Cada noche fantaseaba que yo no era como me comportaba si no quién me soñaba. Pero cada nuevo día despertaba a la cruda realidad de un ser mediocre, amargado e indeseable. 

Disfrutaba de la hermosura que generaban los artistas pero sabía que no la podía crear. La ciencia es importante por muchas razones, y siempre he intentado ser honesto con ella, pero el arte es la vida, la emoción, la razón de ser y de sentir, la diferencia que hay entre la supervivencia y la dignidad de vivir. 

Comprendo el sufrimiento del transexual: ha nacido en el cuerpo equivocado. Así me sentía, tenía el cerebro equivocado, preparado para las matemáticas, pero deseando crear belleza que nunca la podría conseguir.

domingo, 21 de abril de 2013

Palabras para una vida 37


Relaciones Iglesia-Juan
Era muy piadoso. Iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar, me abstenía de comer carne en cuaresma, de eso ya se encargaba mi madre, participaba con mi hucha de negrito en el Domund, aunque si era de un chinito tampoco le ponía pegas. Confesaba cuando era menester, que lo era demasiado a menudo, y rezaba con frecuencia. Hasta hubo un tiempo muy lejano en que quería ser misionero, porque con mi competitividad, a ser bueno tampoco me iba a ganar nadie. 

No era consciente del trato tan diferente que las sotanas tenían con los alumnos más acaudalados o influyentes respecto a los que teníamos padres menos opulentos. Tampoco era consciente de la enorme distancia que había entre lo que predicaban y practicaban. Me rechinaba que siempre tuvieran la verdad absoluta de su parte. Ellos, y sólo ellos, sabían lo que estaba bien y mal. 

Pero ninguna de estas cosas se hicieron evidentes hasta que descubrí los placeres de la carne, de la mía propia por supuesto, la carne de mujer era coto privado de los hombres casados como Dios mandaba, que curiosamente coincidía con lo que mandaba la Santa Madre Iglesia. Siempre que iba a confesar, el primer y más importante tema a debate que me sacaba a colación el confesor era si me había “tocado”. No entendía la pregunta y, en mi candidez, siempre respondía que era imposible no tocarse, tras lo que el sacerdote de turno me miraba con beatífica paz y se enorgullecía de mi inocencia. Hasta que un día dejé de ser cándido y sí supe a qué se refería. Cuando confesé el terrible pecado, todos los infiernos y desgracias futuras cayeron sobre mí. Me iba a quedar ciego, al final se quedó sólo en miopía, mi médula se iba a secar, me imagino que a estas alturas estará como una alpargata de beduíno, la locura se adueñaría de mi mente,   en esto sí es posible que tuviera algo de razón, y ardería en los fuegos del infierno eternamente, siempre he vivido en Córdoba y Sevilla, así que en esto también acertó. 

Fue la última vez que me confesé. Nunca volví a misa, salvo para actos de la BBC, a pesar de las presiones de mis padres, y comencé a ser consciente de la inmensa farsa que vendían y el gran fraude que cometían. Los que decían ser pobres y actuar para ellos, siempre estaban en casa de los ricos. El Papa nos exhortaba a dar de comer al hambriento desde el palacio más lujoso del mundo. Eran infalibles, por mucho que la  historia demostrara por activa y por pasiva que se equivocaban constantemente. Había que pedir perdón, pero ellos nunca lo pedían. La castidad fuera del matrimonio era forzosa, pero dos compañeros de mi clase sufrieron abusos sexuales por un cura que fue trasladado, tras las protestas de los padres, a otro colegio de Badajoz, una medida muy prudente y acertada sin duda.

La bondad se manifiesta en como se usa el poder cuando se tiene. Creo que la gran mayoría de personas e instituciones no pasan la prueba. La Iglesia, menos que nadie. Cuando lo ha tenido ha matado, torturado, vejado e impuesto su doctrina tanto a católicos como a los que no lo son, y no hablo de tiempos lejanos. En España, hasta 1975, es decir mientras se le consentía, dictaba a su antojo las normas morales de obligado cumplimiento para todos e imponía los castigos para el infeliz que se descarriara de sus “enseñanzas”.

De pío pasé a anticlerical radical y, durante muchos años, toda la paz y la sensatez que pudiera tener se esfumaban en cuanto salía a relucir el tema religión. Las venas se me salían del cuello y los gritos e insultos brotaban con natural espontaneidad de mi otrora devota boca.

Ya no sufro con las tonterías de la Santa Madre. Decidí que penar por lo que no puedo cambiar no merece la pena. He aprendido a ser más ecléctico e incluso reconozco alguna de las pocas bondades de esta pandilla, pero ya no forman parte de mi vida.

martes, 16 de abril de 2013

Palabras para una vida 36


En femenino
Al tener tan poca relación con chicos, y mi padre echar tantas horas extras, sólo me comunicaba con mujeres: mis tres hermanas, mi tía, mi madre, mis abuelas y las vecinas. El amaneramiento no se hizo esperar. Unido a la orquitis que tuve en la infancia, que no me gustaba el alcohol, signo inequívoco de virilidad, que leía demasiado y que con 14-15 años no se me conocía hembra, mis padres estaban convencidos que les había tocado un hijo homosexual. En una sociedad profundamente homófoba, tener un hijo maricón era casi tan malo como un bombo en una hija soltera.

No era consciente de nada. No sabía de las tribulaciones de mis padres ni nadie se reía de mí por mis maneras. Era tan evidente mi tartamudez que semejante defecto ocultaba  mi otro “defecto”. Pero sí que me daba cuenta que entre mujeres me sentía mucho mejor que con hombres. No sé si nací con alma femenina o fue fruto de la interrelación de estos primeros años, pero me encanta. Sabía que el bravucón externo nada tenía que ver con la persona sensible que había dentro de la coraza. No puedo decir que comprenda bien a las mujeres, pero este lado femenino me ayuda a respetarlas y valorarlas mucho mejor. En un mundo creado por y para los machos, el sentir de la mujer es absolutamente imprescindible. Cuanta más equidad entre sexos hay en una sociedad, más justa es. El día que consigamos un mundo creado por y para las personas, sin discriminaciones, habremos conseguido una humanidad con menos sufrimientos.

Pero yo aún no sabía nada de sexo. Los curas habían empezado a satanizar la masturbación, los pecados de la carne y el peligro de las mujeres. Los que se masturbaban se quedaban ciegos y los que se entregaban a la lujuria arderían en los fuegos del infierno. Oía hablar a mis compañeros de las pajas que se echaban y yo me quedaba a dos velas, porque no tenía ni idea de a qué se referían. Las masturbación no era un tema que preocupara al Capitán Trueno, Jabato ni a los personajes de Julio Verne así que, por mucho que leyera, seguía sin saber en que consistía semejante pecado, pero a buen seguro que se tenía que pasar muy bien, si tanto empeño ponían las sotanas en maldecirlo.

Que las mujeres fueran tan peligrosas aún lo entendía menos. Miraba a mi madre o mis hermanas y no me parecían nada peligrosas para mi salud espiritual. Y los pecados de la carne no iban conmigo porque era prácticamente vegetariano. Me tranquilizaba que al menos en lo que concernía a estos misterios, yo no ardería en el averno.

Cierta mañana me despertó un placer intenso y húmedo. La luz se me hizo.

sábado, 13 de abril de 2013

Palabras para una vida 35


Guerra y paz en el colegio
Ya no tenía enemigos en el colegio. Tampoco amigos. Hacía mi vida al margen de los demás y, menos en baloncesto, no me importaba ni importaba a nadie. Era un mueble más en la clase. No hacía preguntas ni se podían esperar respuestas por mi parte. Asumían que era un soberbio inquebrantable y yo alimentaba ese concepto. Atendía todo lo que podía al profesor de turno, pero me aburría demasiado a menudo, con lo que me sumergía en mi mundo de ensoñaciones o de mente en blanco.

El infierno se convirtió en un limbo, ni sufría ni disfrutaba. La soledad era mi única acompañante. Tres veranos más pasé en Sardañola y eran oasis que recargaban mi autoestima y esperanza de que una existencia mejor era posible.

Había conquistado la paz exterior pero estaba perdiendo la guerra interna. Empezaba a comprender lo que hacía mal e incluso intuía lo que debía hacer para estar mejor, pero la teoría era una cosa y la práctica otra. Llegué a pensar que venía defectuoso de fábrica porque no sabía como enmendar los errores y, cuando lo intentaba, lejos de mejorar, metía la pata aún más a fondo. No comprendía el problema de fondo: no buscaba ser feliz, me conformaba con no ser desgraciado, por eso no era proactivo, me limitaba a reaccionar. No me relacionaba con la gente porque no me querían, pero hacía lo posible por despreciarlos para no sufrir en mi autoestima, con lo que conseguía justo lo contrario de lo que deseaba.

El cariño de mi familia lo subestimaba, lo daba por hecho y merecido, craso error no ser agradecido, por eso no alimentaba mi autoestima. 

domingo, 7 de abril de 2013

Palabras para una vida 34


Guerra y Paz en casa
Cada vez estaba más a gusto en mi casa. Gozaba de libertad casi absoluta de entrar, salir, estudiar o leer. Mi única obligación era la de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar, y esto sólo hasta los 13 años. Como era varón, no tenía que ayudar en las labores de la casa, al contrario que mis hermanas. Tampoco tenía que dar cuentas de con quien o que hacía cuando salía, mientras mis hermanas tenían un estricto control en ambas cuestiones. Habían enormes diferencias entre niños y niñas. Más tarde echaría de menos no haber aprendido a planchar, lavar o cocinar, pero en ese momento era una delicia tener tanto tiempo libre para leer.

Mi hermana mayor no podía salir con su novio sin una carabina. Dicha función solía recaer en Nati, que odiaba ejercerla. A veces me tocaba a mí, pero tampoco era mi opción favorita. Hasta en los días previos a su boda tuvo que apechugar con nuestra presencia. Un embarazo sin estar casados era probablemente el peor castigo que podían tener unos padres que se preciaran, aunque no todos ejercían tanto control sobre sus hijas como mi padre. 

Con Antoñi pudo, pero cuando le tocó el turno a Nati, tocó en hueso. Se rebeló, y no sin razones, y las broncas eran diarias. Pero Nati siempre hizo lo que quiso, aunque tuvo que pagar un peaje muy caro para conseguirlo. Los enfrentamientos con mi padre eran de proporciones gigantes y buena parte de su adolescencia las pasó de esta guisa. No podía haber dos personas más parecidas que a su vez optaron por ideales diametralmente opuestos. EL machismo de uno se enfrentaba con el feminismo extremista de la otra. La adoración a Franco frente al anarquismo. El tradicionalista y la iconoclasta. Mi hermana ganó por goleada. Mi padre tuvo que transigir en todo.

Antoñi, Reme y yo éramos espectadores de semejante relación, pero no estábamos involucrados. Quizás la que más sufría era mi madre, obsesionada por el confort de mi padre en su propia casa. Que su amor pasara semejantes berrinches y que ella no fuera capaz de reconducir la situación, le ponía en un estado de ansiedad aún mayor del habitual. Por eso, cuando Nati se independizó, mi madre respiró tranquila.

Antoñi y Reme se plegaban a las exigencias de mi padre y no tuvieron problemas. Yo no tenía exigencias de ningún tipo y vivía en la gloria.

Una educación tan diferente en función del sexo tiene consecuencias. La enorme libertad de la que disfruté, unido a que mis errores tenían consecuencias, fueron las raíces de mi sentido de la responsabilidad. Libertad y responsabilidad siempre juntas.   Me he equivocado muchas veces y he pagado por ello, pero el miedo rara vez ha entrado en mi vida, por eso siempre he sido una persona libre. Nati, a su manera, también ha ejercido su libertad lo mejor que ha sabido. Antoñi y Reme, lo han tenido mucho más difícil, demasiadas normas y demasiados miedos las han atado. Para mí, sólo se puede ser feliz siendo libre.

La persona con miedos no controlados tiende a la seguridad, a eliminar incertidumbres, aunque ello suponga una falta de libertad de acción. Será el que viva a gusto en un régimen dictatorial blando en el que, si haces lo que te mandan, nada tienes que temer. Tu vida está perfectamente marcada por unos límites y, lo que es aún más importante, la vida de los demás también. Sabiendo que nadie se puede salir del camino marcado, y pobre del que se salga, se crea un clima de seguridad y una zona de confort en la que una libertad restringida es un pequeño precio a pagar. Prefieren obedecer a mandar.

Viví mis primeros 16 años bajo el régimen franquista y mi impresión es que la gente no era, en general, infeliz. Me atrevería a decir que ahora veo más desesperación, desesperanza y tristeza que en aquellos tiempos. Y no es por la situación económica. En aquellos tiempos era mucho peor. Las mujeres sabían lo que se esperaba de ellas. Los hombres también. Los obreros sabían hasta donde se podía llegar. Los estudiantes sabían perfectamente cuales eran los límites. Los delincuentes conocían lo que les esperaba. Y la mayoría vivían seguros.

Límites. Límites para mí y para los demás. Seguridad. Uniformidad. Miedo al diferente. Todos compartiendo la misma moralidad. El paraíso del miedoso.

Por eso, cuando en los momentos actuales veo a tanta gente desesperada, me da la impresión que la mayoría, por mucho que diga lo contrario, no desea tanto la libertad como la seguridad. Se quiere empleo fijo, seguridad en el banco, seguridad en nuestros ahorros, seguridad en la calle, seguridad ante el desempleo, seguridad ante la enfermedad, casa en propiedad….Estamos construyendo una sociedad libre que además quiere seguridad, cuando en realidad es una sociedad miedosa que, mientras las cosas van bien, está callada y deja que manden unos pocos y cuando las cosas se vuelven inseguras se queja de los que mandan por no proporcionarles seguridad (ojo, no libertad).

Y es que la libertad y la felicidad son tesoros que sólo están dentro de nosotros. No dependen de factores externos. Nadie nos va a hacer ni más felices ni más libres. Sí pueden darnos seguridad, pero no libertad ni felicidad, eso sólo depende de nosotros.

Para ser libres y felices tenemos que empezar a mandar, a implicarnos en las tomas de decisiones que nos atañen, a no tener miedo a equivocarnos y preferir no actuar. A no ser espectadores que aplauden cuando la faena es buena y abroncar si la faena es mala. Hay que salir al ruedo y torear nosotros. Tomar decisiones, aún erróneas, es manifestar nuestra libertad. Es rescatar la incertidumbre como algo positivo que nos va a hacer crecer. Arriesgarse es lo contrario de la seguridad. Con el riesgo empezamos a ser nosotros mismos. Con la seguridad somos como los demás quieren que seamos.


martes, 2 de abril de 2013

Palabras para una vida 33



Nuevas asignaturas
En Bachillerato me encontré con algún hueso más, además del dibujo y los trabajos manuales.

La filosofía fue el mayor petardo con el que jamás me he encontrado. La impartían de tal manera que nadie entendía nada y a nadie gustaba. Resolví que a falta de entendimiento, la memoria me serviría para sacarla adelante.

La lengua española era un hueso mucho más duro de roer. Jamás he entendido nada de gramática. Sujeto, verbo, predicado, complementos directos, indirectos y circunstanciales, eran chino para mí. Aún sigo sin entenderlos. Esto suponía un duro varapalo a mi autoestima. No comprendía porqué era tan inteligente para algunas cosas y tan torpe para otras. Pero mis capacidades son así. Los test de inteligencia que nos hacían todos los años demostraban que tenía una capacidad para la lógica, matemática, memoria y abstracción en niveles de superdotación, pero la expresión verbal y la visión espacial en rangos de subnormalidad. 

El orgullo me impedía que nadie se enterara de semejante falla en lo que había intentado vender como mente brillante. Que mis manos no controlaran los trabajos manuales era una cosa y que no entendiera nada sobre la construcción de frases era otra muy diferente. Si la expresión verbal era mala, la memoria era excelente, así que utilicé ésta para que no se notaran las lagunas de aquélla. Me aprendí de memoria cientos de frases que encontré en los diversos textos de Lengua, que ya estaban analizadas. Cuando tocaba examen, sólo tenía que recordar la frase que más se pareciera a la que habían puesto y la analizaba exactamente igual que la frase recordada. Las comas y puntos me salían bastante bien, no porque lo comprendiera (aún no lo entiendo), si no porque después de leer tanto, sabía más o menos donde había que ponerlos. La ortografía no era problema, era cuestión de memoria. Con estos trucos seguía obteniendo sobresalientes académicos pero rotundos suspensos en lo que de verdad importaba: la comprensión de la estructura de nuestra lengua. 

Todo lo contrario me sucedía con el latín. Lo traducía directamente y lo entendía a la perfección. En una ocasión me armé de valor y le pregunté al profesor porque se me daba tan mal la lengua y tan bien el latín. Don Francisco se sorprendió (era la primera pregunta que le hacía en años) y buscó mi expediente y mis test psicológicos. Me respondió que el latín se basaba mucho en la lógica y, una buena mente matemática y científica, obtenía mejores resultados que una mente con buena capacidad oral. No sé si ello es cierto, pero en mí se cumplía.

Curiosamente, las tres actividades que peor se me dieron, filosofía, lengua y dibujo, son de las que más placer obtengo a la hora de expresar mi creatividad. Las matemáticas las empleo en mi trabajo pero no forman parte de mi vida, como tampoco el latín, la física o la química. Aproveché mis capacidades para que mi soberbia creciera tanto como disminuían mi humanidad y felicidad. No reniego de mis ventajas intelectuales pero, aunque formen parte de mí, no son las que me motivan ni las que me han hecho crecer y aprender. 

El coeficiente intelectual me dice poco acerca de una persona, quizás porque no exprese sus sentimientos y debilidades y, éstas, mucho más que nuestras fortalezas, son las que nos moldean, tanto en lo positivo, si las conseguimos reconducir y gestionar, como en lo negativo, si nos hunden por no saber comprenderlas, mimarlas y aceptarlas, única manera de superarlas. He conocido personas, con unas condiciones intelectuales maravillosas, que no han sabido manejar sus emociones y fragilidades y, sus altas capacidades, se han convertido más en un lastre que en un haber. Por el contrario, gente con capacidades limitadas y debilidades evidentes, tras admitirlas y guiarlas de manera adecuada, han conseguido un equilibrio personal que les hacía brillar en todo lo que se proponían.