Ojos tristes
Yo soy rebelde
porque el mundo me ha hecho así
porque nadie me ha tratado con amor
porque nadie me ha querido nunca oír
yo soy rebelde
porque siempre sin razón
me negaron todo aquello que pedí
y me dieron solamente incomprensión
Y quisiera ser como el niño aquel
como el hombre aquel que es feliz
y quisiera dar lo que hay en mi
todo a cambio de una amistad
y soñar, y vivir
y olvidar el rencor
y cantar, y reír
y sentir solo amor
Yo soy rebelde
porque el mundo me ha hecho así
porque nadie me ha tratado con amor
porque nadie me ha querido nunca oír
Y quisiera ser como el niño aquel
como el hombre aquel que es feliz
y quisiera dar lo que hay en mi
todo a cambio de una amistad
y soñar, y vivir
y olvidar el rencor
y cantar, y reír
y sentir solo amor.
Mi primer amor, virtual, fue Jeanette. No sé si me enamoraron sus tristes ojos azules o esta canción que me hacía llorar un día sí y otro también.
Esther tenía mi edad, 14 años. Ojos azules tristes. Voz dulce. Movimientos gráciles muy femeninos. Melena castaña corta. Ni alta ni baja. Delgada. Apariencia frágil con personalidad fuerte. La viva imagen de Jeanette.
Desde la primera vez que la vi me enamoré perdidamente de ella, con tal fuerza, tal ímpetu que me parecía increíble que se pudiera llegar a sentir tanta necesidad de alguien como tenía de ella. Estaba presente en cada segundo de mi existencia. Soñaba con ella y me despertaba con ella. Respiraba Esther. Bebía de sus movimientos. Me relamía con su simple nombre. Me encontraba en éxtasis permanente, como Santa Teresa, que vivía sin vivir en mi.
En el colegio, las ecuaciones daban como resultado Esther. Lisboa era la capital de Esther. El río Ebro discurría a través de Esther. La gravedad era lo que me impedía volar mientras pensaba en Esther. Hidrógeno, Litio, Sodio, Potasio y Esther. Los verbos tenían tres terminaciones: -ar, -ir y Esther. Las mariposas dejaron de volar en primavera para acompañar a mi estómago eternamente.
Fui perdiendo la agresividad mientras me inundaba el amor. Incluso pinté su nombre en un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Cada canasta que metía y cada gol que conseguía se los dedicaba.
Todas las tardes bajaba a la calle Alderetes para poderla contemplar a escondidas. Cada palabra y cada risa suya me alimentaban. Mi dolor dejó de dolerme, mis heridas se cicatrizaban ante esos ojos tristes.
Nunca hubo sexo, ni real ni imaginado, todo fue espiritual. Jamás me dirigió una sola palabra. Jamás supo de la existencia de su amante. Nunca me regaló una mirada. El amor pasó, pero nunca me he olvidado de ella.
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