Guerra y paz en el colegio
Ya no tenía enemigos en el colegio. Tampoco amigos. Hacía mi vida al margen de los demás y, menos en baloncesto, no me importaba ni importaba a nadie. Era un mueble más en la clase. No hacía preguntas ni se podían esperar respuestas por mi parte. Asumían que era un soberbio inquebrantable y yo alimentaba ese concepto. Atendía todo lo que podía al profesor de turno, pero me aburría demasiado a menudo, con lo que me sumergía en mi mundo de ensoñaciones o de mente en blanco.
El infierno se convirtió en un limbo, ni sufría ni disfrutaba. La soledad era mi única acompañante. Tres veranos más pasé en Sardañola y eran oasis que recargaban mi autoestima y esperanza de que una existencia mejor era posible.
Había conquistado la paz exterior pero estaba perdiendo la guerra interna. Empezaba a comprender lo que hacía mal e incluso intuía lo que debía hacer para estar mejor, pero la teoría era una cosa y la práctica otra. Llegué a pensar que venía defectuoso de fábrica porque no sabía como enmendar los errores y, cuando lo intentaba, lejos de mejorar, metía la pata aún más a fondo. No comprendía el problema de fondo: no buscaba ser feliz, me conformaba con no ser desgraciado, por eso no era proactivo, me limitaba a reaccionar. No me relacionaba con la gente porque no me querían, pero hacía lo posible por despreciarlos para no sufrir en mi autoestima, con lo que conseguía justo lo contrario de lo que deseaba.
El cariño de mi familia lo subestimaba, lo daba por hecho y merecido, craso error no ser agradecido, por eso no alimentaba mi autoestima.
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