martes, 16 de abril de 2013

Palabras para una vida 36


En femenino
Al tener tan poca relación con chicos, y mi padre echar tantas horas extras, sólo me comunicaba con mujeres: mis tres hermanas, mi tía, mi madre, mis abuelas y las vecinas. El amaneramiento no se hizo esperar. Unido a la orquitis que tuve en la infancia, que no me gustaba el alcohol, signo inequívoco de virilidad, que leía demasiado y que con 14-15 años no se me conocía hembra, mis padres estaban convencidos que les había tocado un hijo homosexual. En una sociedad profundamente homófoba, tener un hijo maricón era casi tan malo como un bombo en una hija soltera.

No era consciente de nada. No sabía de las tribulaciones de mis padres ni nadie se reía de mí por mis maneras. Era tan evidente mi tartamudez que semejante defecto ocultaba  mi otro “defecto”. Pero sí que me daba cuenta que entre mujeres me sentía mucho mejor que con hombres. No sé si nací con alma femenina o fue fruto de la interrelación de estos primeros años, pero me encanta. Sabía que el bravucón externo nada tenía que ver con la persona sensible que había dentro de la coraza. No puedo decir que comprenda bien a las mujeres, pero este lado femenino me ayuda a respetarlas y valorarlas mucho mejor. En un mundo creado por y para los machos, el sentir de la mujer es absolutamente imprescindible. Cuanta más equidad entre sexos hay en una sociedad, más justa es. El día que consigamos un mundo creado por y para las personas, sin discriminaciones, habremos conseguido una humanidad con menos sufrimientos.

Pero yo aún no sabía nada de sexo. Los curas habían empezado a satanizar la masturbación, los pecados de la carne y el peligro de las mujeres. Los que se masturbaban se quedaban ciegos y los que se entregaban a la lujuria arderían en los fuegos del infierno. Oía hablar a mis compañeros de las pajas que se echaban y yo me quedaba a dos velas, porque no tenía ni idea de a qué se referían. Las masturbación no era un tema que preocupara al Capitán Trueno, Jabato ni a los personajes de Julio Verne así que, por mucho que leyera, seguía sin saber en que consistía semejante pecado, pero a buen seguro que se tenía que pasar muy bien, si tanto empeño ponían las sotanas en maldecirlo.

Que las mujeres fueran tan peligrosas aún lo entendía menos. Miraba a mi madre o mis hermanas y no me parecían nada peligrosas para mi salud espiritual. Y los pecados de la carne no iban conmigo porque era prácticamente vegetariano. Me tranquilizaba que al menos en lo que concernía a estos misterios, yo no ardería en el averno.

Cierta mañana me despertó un placer intenso y húmedo. La luz se me hizo.

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