3. Sergio
Inadaptado, llorón, quejica, inmaduro, rebelde sin causa. Estos y
otros adjetivos similares acompañaron a Sergio durante toda su vida. Todos y
cada uno de ellos se los ganó a pulso. Jamás era responsable ni culpable de que
todo le saliera mal.
Fue a la cárcel por las malas compañías (él no era mala compañía
para nadie). Bebía más de la cuenta y coqueteaba con drogas más duras porque el
mundo era cruel con él. Las mujeres que merecían la pena se alejaban porque
eran unas zorras, las que se quedaban también eran zorras y las que no le
hacían caso, mucho más zorras aún.
Nunca retuvo un trabajo más de dos semanas porque todos los jefes
se querían aprovechar de su inocencia. No tenía un duro por culpa del
capitalismos y los bancos, no porque el dinero del paro o el conseguido de los
empleos ocasionales se los gastara en coca, alcohol y prostitutas (que a su
parecer eran las menos zorras de las zorras).
Sus hermanos eran lo peor de lo peor porque le habían abandonado.
Nada tenía que ver que les hubiera robado y estafado multitud de veces. Tenía
tatuado en el antebrazo “Amor de madre”, en recuerdo a la desafortunada señora
de eterno llanto, ademán sobreprotector y sufridora sin fin, que nunca aceptó
que su querido hijo tuviera defecto alguno. En vida la despreció pero ante al ataúd
forjó el cuento de la mujer perfecta y única, que nunca fue, que justificaba el
desprecio hacia el resto de féminas. Todas las mujeres le debían lealtad, amor
y sumisión al niño rey que la desdichada madre engendró.
Sentía que el universo le debía algo, que por su mera existencia
se merecía lo mejor. Si algún día muriera entonces sí que todos se darían
cuenta de lo injustos que habían sido.
Como todos los rebeldes sin causa era un manipulador nato.
Disfrutaba cuando conseguía que algún memo se sintiera culpable. Los pocos
amigos que conservaba le rehuían porque tras 30 minutos en su presencia se
sentían mal por lo desagradecidos que eran con Sergio. Si con su mirada triste
y lágrima fácil no conseguía los resultados apetecidos hacía simulacros de
suicidio. Tres ibuprofenos no lograron terminar con su vida. Una herida superficial
en su muñeca tampoco.
Nunca regaló nada. Jamás se ofreció a ayudar, pero todos le debían
todo.
El destartalado apartamento en el que vivía le salvó el DC. Tras
cinco años encerrado entre cuatro paredes mohosas, sin posibilidad de salir al
exterior, había podido por fin cumplir su sueño: ser importante sin dar nada a
cambio. Ser uno de los pocos hombres jóvenes y aceptablemente guapos en un
mundo sin apenas hombres era un valor en sí mismo. La ley de la oferta y la
demanda así lo dicta.
Pasó de pagar a prostitutas a cobrar por prostituirse. Muchas
mujeres desfilaban por su apartamento para tener un rato de sexo, y sólo sexo,
pues se sabía que los pocos hombres que quedaban, eran estériles. Tampoco
ofrecía amor, ternura, complicidad, estima ni amabilidad. Nadie puede ofrecer
lo que no tiene. La mayoría de clientas no volvían por segunda vez, el sexo
puro y duro no les iba, pero Angeles regresaba una y otra vez.
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