2. Angeles
La medicina era una de las actividades que aún conservaban un alto
índice de calidad. La mayoría del personal eran mujeres aún antes de la
catástrofe y a falta de instrumental técnico como radiología, iluminación,
historia digitales o fármacos complejos, se retomó el camino de una buena
historia clínica y exploración. Los medicamentos simples se seguían fabricando
incluso sin energía eléctrica.
Quedaban algunos hombres en sus puestos de trabajo viviendo una
guardia perpetua en el hospital. Se les llamaba los eternos guardianes de la
puerta. El DC les sorprendió trabajando y allí se quedaron. Eran pocos,
demasiado pocos, pues muchos intentaron escapar de su prisión y murieron al pie
del recinto en que otros esquivaban la muerte. Sólo cuatro médicos, dos enfermeros,
un administrativo y tres celadores representaban al sexo masculino en el
hospital. Como sobraban camas tenían asignadas habitaciones de pacientes y allí
hacían su vida, visitados por sus familiares y amigas e incluso en el caso de
uno de los médicos, su mujer e hija convivían en el hospital con él. Hacían su
trabajo y recibían a cambio alimentación y protección.
Sus vidas eran monótonas, un eterno discurrir de horas en el reloj
sin los cambios de rutina tan necesarios. Hasta el sexo se convirtió en algo
aburrido e insustancial, como sucede con todo aquello que, por muy bueno que
sea, es abundante. Muchos hombres tienen instintos de cazador muy pronunciados
y la búsqueda de sexo es algo muy similar a la caza. Pero la caza deja de tener
sentido si las piezas se ponen delante del arma para ser capturadas. Pero
habían algunas piezas muy difíciles de cazar y se convirtieron en las dianas
preferidas de algunos de los supervivientes. Angeles, sin duda, era la reina de
la caza mayor entre los varones.
Angeles echaba de menos los sonidos propios de un hospital. Los
monitores, las sirenas de las ambulancias, la megafonía, las risas de los
residentes……sobre todo las risas de los residentes. En cambio los lamentos, los
gritos de los pacientes demenciados y el “señorita la cuña” no faltaban.
La bata y el fonendo daban fe que mantenía en alto su compromiso
con los demás. Su capacidad de estudio no había disminuido ni un ápice. Siempre
quería saber más y, a falta de nuevos avances y estudios (las publicaciones
científicas habían desaparecido), aún quedaban los artículos no leídos
previamente, escritos por personas que en su mayoría habían muerto.
Una y otra vez encontraba una excusa para permanecer una hora más
en el hospital: un cambio de tratamiento de última hora, un llanto de la
paciente de la 615, un añadido a la historia clínica. Eficaz, trabajadora,
estudiosa, un poco quisquillosa con los residentes, dulce con los pacientes,
dura con las directivas, buena compañera, mejor amiga, era vista como una mujer
fuerte y dura sin fisuras. Inspiraba confianza en todos. Su firma en un
historial era sinónimo de acierto y el famoso “yo me encargo” dejaba tranquilo
al más suspicaz.
Su físico, maduro pero cuidado, lo ensalzaba con maquillaje
diestramente usado, peinados funcionales a la par que bellos, ropa elegante
perfectamente conjuntada, con un punto sexi pero no estrambótico, y una sonrisa
a la vez coqueta y sincera. Todo lo combinaba con tal naturalidad que conseguía
la confianza instantánea de cualquier interlocutor y la secreta admiración
sexual de los pocos hombres que quedaban.
Todo era imagen. La seguridad que inspiraba en los demás y la
firmeza que la caracterizaban eran el disfraz perfecto para esconder su mundo
de dolor. La careta externa se iba imponiendo con fuerza al sufrimiento interno
y lo conseguía pasando muchas horas como doctora y pocas como mujer. El peor
momento del día era cuando no encontraba la excusa para seguir en el hospital.
Corría el año 5 DC (después de la consumación) y las cosas sólo
iban a peor. No encontraba las palabras mágicas que definieran lo que sentía,
ni siquiera sabía si sentía o sólo existía.
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