sábado, 2 de febrero de 2013

Palabras para una vida 10


El mar
Mi tio Diego, hermano de mi madre, vivía en Barcelona y se casaba ese verano. Siempre había sido el ZIPI de mi tía Flora, la ZAPE. Los dos hijos más jóvenes de mi abuela. 

Los dos únicos hijos que compartieron el hambre y las penurias de mi abuela a lo largo de toda su infancia y adolescencia en una Málaga cruel con los perdedores. La hoz y el martillo, que llevaba grabado mi abuelo en los antebrazos, eran suficientes para ser despedido de cualquier panadería a la que fuera a trabajar, por muy buen pan que hiciera. En la guerra sólo luchó con ideas, jamás con un fusil, pero tras la conquista de Málaga, fue enviado a un campo de concentración, donde pasó dos años, tras los cuales volvió a Málaga, pero siguió siendo un preso sin rejas. Un rojo conocido no era bienvenido en ningún trabajo. De sus ocho hijos, tres murieron de hambre, a mi madre la enviaron con mi bisabuela a Córdoba para que trabajara para ella y comiera a cambio. A mi tía Pepa la enviaron a Mijas con una hermana de mi abuela, con lo que salvó su vida, y sólo quedaron tres en Málaga. Mi tía Lina terminó más tarde en mi casa y sólo Diego y Flora estuvieron con mis abuelos en todos los años malos. Muy malos, pues a la miseria se unió el alcoholismo de mi abuelo y los malos tratos que conllevaba. 

Vivían en una pequeña habitación, no mayor de 15 metros cuadrados, dentro de un corralón de vecinos. Mi abuela tenía su pequeña habitación más limpia que el jaspe y aún le daba tiempo de recoger el carbón que se caía de los trenes, una actividad no precisamente legal, para revenderlo y llevar algo de comer a la familia. Una pastilla de jabón verde era lo único que no faltó en esa casa. Hambre siempre sobró, tanta que Diego intentaba convencer a su hermana Flora de lo mala que estaba la comida, con la vana esperanza de convencerla y aumentar su magra ración. Tampoco faltaban piojos, que se convertían en la excusa perfecta para que todas las mujeres del corralón sacaran sillas y niños piojosos al patio para despiojar cabezas infantiles y despellejar a la vecina que faltara. Cualquier excusa era buena para armar una fiesta en el patio. El cante, el baile y las risas brillaban tanto como faltaban el buen beber y yantar. Lo que al estómago faltaba, al corazón sobraba. 

Las posibilidades de mejorar el nivel de vida en Málaga eran escasas, por lo que los dos jóvenes terminaron por irse, como no, a Barcelona. Mi tía Flora terminó en Sardañola, casada con Manolo, y Diego se enamoró de una catalana, Ana, con la que se casaría ese mismo verano.

Mi tío Diego me invitó a ir a Barcelona y me enseñó buena parte de la ciudad en vespa y me hizo, sin saberlo, uno de los mejores regalos de mi vida: me llevó junto con su futura esposa, a la playa.

Me quedé plantado en la arena contemplando el cielo y el mar, el mar y el cielo. Aunque había leído tantas aventuras en océanos y había estudiado la geografía de tantos mares, nada me había preparado para saborear la inmensidad. Nunca me sentí más cerca de Dios que en aquel momento. La única vida que merece la pena vivir es aquella que sientes, que percibes en cada poro de tu piel, que hueles y que contemplas maravillado el milagro del caos. Viento, olor marinero, salitre, sonido de olas y visión de un infinito azul. Mi corazón estallaba sobrecogido ante tanta grandeza y no me sentí pequeño, sino uno con el agua, el cielo y las nubes, el viento y el sol. Mi tío me regaló el mar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No te lo podrás creer, pero siempre he envidiado esa primera vez de ver el mar. Yo no puedo recordar eso, tiene que ser de esas pocas cosas que se graban en la retina para siempre.
Montse

Juan dijo...

No por esperado deja de ser más deslumbrante. La inmensidad, los colores, los olores, el sonido. Todo invita a la paz y te sobrecoge.

Siempre es precioso, siempre se vuelve a verlo por primera vez, pero nunca como la primera vez.