El zoo
Teníamos dos planes para los domingos: torre o zoo. Cualquiera de los planes tenían ventajas y el único inconveniente es que si se llevaba a cabo uno, no se podía hacer el otro.
Cuando tocaba zoo, muy a menudo por cierto, Gerardo, mi tío y yo nos levantábamos temprano, desayunábamos abundantemente mientras hablábamos de todos los animales que íbamos a disfrutar. Lo vivíamos como una gran fiesta, primero la ilusión de lo que te espera, después la diversión de la fiesta en sí y luego el recuerdo de lo vivido. Las tres fases eran saboreadas con fruición.
El seat 600 blanco, el orgullo de mi tío y el único automóvil que había en toda mi familia materna, era el máximo lujo que un obrero podía desear. También fue el primer coche en que me monté.
Durante muchos años el principal afán de un trabajador era ganar el suficiente dinero para obtener comida para su familia, y no era fácil incluso con jornadas de 12 horas al día, seis días a la semana y horas extras los domingos. Después de veinte años de dictadura, el hambre pasó a la historia y el sueño ya no era el pan si no el piso en propiedad. Tras conseguir este objetivo, lo siguiente era el coche, ya conseguido por mí tío, pero aún lejos de las posibilidades de la mayoría.
Mucho más tarde de lo que estoy narrando, vendrían los apartamentos en la playa, varios coches por casa, miles de juguetes, varias televisiones, móviles de última generación y un sinfín de bienes materiales que mejoraron el nivel de vida de los españoles pero no la calidad de vida. El camino de la felicidad no está en el consumismo sino en las relaciones. En aquellos tiempos apenas existía lo primero y sobraba de lo segundo, por ello, a pesar de una vida dura y austera, y de un régimen político y religioso que en nada ayudaba, presiento que las cotas de felicidad eran mayores que en la actualidad. La gente tenía ilusión con el futuro y la mayoría creían que Franco era el responsable de tanto bienestar presente y por venir. No fue gracias al régimen si no a pesar de Franco y de la Iglesia, que se encontraron a una España enganchada al siglo XX, cuando todos sus desvelos imperiales y moralistas estaban dirigidos a mantenerla en la Edad Media.
Pero mientras montaba en el coche y seguíamos hablando de los delfines y gorilas blancos que nos esperaban, yo seguía adorando al abuelito Franco y respetaba, más por temor que por devoción, a las sotanas que nos regían y protegían de la inmoralidad galopante de algunas mujeres que mostraban más carnes de las debidas (y menos de las que querían ver la mayoría de los varones) y de todos los extranjeros que nos querían imponer su manera heterodoxa de construir una sociedad diferente de la nuestra, que era como Dios quería y Franco y el Papa acataban.
La llegada a Barcelona siempre me dejaba con la boca abierta. Era enorme, las avenidas larguísimas, los edificios bellos y bien cuidados. Barcelona se gustaba a sí misma. Estaba orgullosa de ser lo que era y sus habitantes se consideraban privilegiados por vivir y pertenecer a semejante ciudad. El barrio gótico, el parque Güell, la Sagrada Familia o los edificios de Gaudí tenían una elegancia desconocida para mí (aunque era cordobés de nacimiento aún no lo era de corazón y no conocía la mezquita o la judería).
Pero nada, excepto el mar, era comparable con llegar al aparcamiento del zoológico, bajarse del coche y presentir que los animales estudiados, pero nunca vistos, estaban tras ese seto. Sentir la boca seca, la respiración rápida y comenzar a sentir palpitaciones fue todo uno. Recuerdo mejor la primera vez, pero siempre llegué a sus puertas con los ojos dispuestos a disfrutar como si fuera la primera y última vez que iba a contemplar las maravillas soñadas.
Esperaba lo mejor de cualquier novedad que vivía en aquella bendita tierra y nunca me decepcionaba, muy al contrario, superaba cualquier expectativa. Cocodrilos, chimpancés, gorilas, con Copito de nieve al frente, acuario, espectáculo de delfines, felinos. Todos y cada uno de los animales eran viejos amigos tan queridos como desconocidos hasta ese momento.
Yo creía que tenía amplios conocimientos sobre animales gracias a mi enciclopedia sobre la fauna. Falso. Los dibujos de mi libro eran bonitos y la información aceptable, pero nada extensa ni completa. No sabía de la existencia de muchos ejemplares y conocía muy poco de los demás. Pero mi tío, e incluso mi primo con tres años, eran auténticos expertos. Me instruyeron con generosidad y sabiduría de muchos secretos de la fauna y asimilé que lo que no nos enseñan los libros lo podemos aprender con el tesón de lo que hacemos con amor y, para amor por los animales, nadie como ellos, los mejores acompañantes que se pueden tener en el zoo.
La vuelta a casa se hacía muy corta recordando lo vivido. Los leones seguían en nuestra retina y los delfines continuaban con sus saltos imposibles. Las risas y las caras de asombro perdurarían durante días después del gran evento.
2 comentarios:
A mí siempre me compraba peces en el rastro!
Y a mí me ofrecía los canarios que quisiera.
Publicar un comentario