jueves, 2 de mayo de 2013

Palabras para una vida 40


Mi abuela Nati
He hablado mucho de mi familia materna y nada de la paterna. Mi padre tenía otros nueve hermanos más. Mi relación con ellos, a pesar de que la mayoría vivía en Córdoba, era casi inexistente. Incluso mi padre consideraba que su verdadera familia era la de mi madre, y no le faltaba razón. Físicamente, mis genes son mayoritariamente paternos. Soy un calco de mi padre y tíos. Mi mente matemática y lógica también procede de ellos. Hasta el control emocional es paterno. Pero mi verdadera familia es la materna. 

De mi familia paterna sólo he amado a mi abuela Nati.

Miraba con la intensidad del azul que sólo es posible tras la tormenta. Las nubes vencieron y nunca más pudo ver, ¡¡¡pero como miraba¡¡¡. Clavaba sus pupilas inútiles y, su mirada, taladraba hasta lo más profundo del alma. No le hacía falta ver porque sabía mirar. No necesitaba oír para comprender.

Recuerdo su voz ronca, incluso masculina, pero cuando me sentaba a su vera para escuchar una y mil historias, sólo percibía dulzura.

Recuerdo una cara fuerte, rasgos toscos, poco femeninos, pero nunca fui consciente de su falta de belleza, porque lo inundaba todo con su presencia.

Recuerdo a una gran dama, la más grande que he conocido. No tenía títulos nobiliarios, ni dinero. No sabía leer ni escribir. No era elegante en el vestir. Sólo poseía callos en las manos después de trabajar sola para sacar adelante a 10 hijos a golpe de azadón en el campo y callos en la voz a golpe de gritar más fuerte que nadie para llamar la atención sobre la fruta que vendía. Sin embargo, nos hacía sentir a todos seres únicos, dignos de amor, su amor.

Recuerdo que nunca engañaba ni estafaba. Llamaba a las cosas por su nombre. Lo bueno o lo malo que tuviera que decir, lo decía a la cara, sin tapujos. Curiosamente, no se ganó enemigos después de 83 años de verdades. Decía lo que pensaba pero no condenaba. ¿Será que no duele tanto la verdad como la condena que demasiadas veces colamos en nuestra “sinceridad”.?

Recuerdo a una mujer con dos hijas muertas, sus dos únicas lágrimas. Nunca lloraba por nada más. Todo lo demás se podía arreglar o se podía asumir.

Recuerdo que no le gustaba que le regalaran flores. Decía que después de la flor venía la fruta, que era lo que vendía y lo que más y mejor comía.

Recuerdo que, a pesar de la época que le tocó vivir, supo ver muy bien cuál era el papel de la mujer en el mundo. Sus cuatro hijas, como ella misma, trabajaron durante toda su vida. “Amad a los hombres, pero nunca dependáis de ellos”. “No seáis sumisas ni aparentéis debilidad porque os protegerán y, el que protege, esgrime carta de propiedad”.

Recuerdo que todos sus hijos la llamaban todos los días por teléfono, cuando no se presentaban directamente en su casa. Nunca lo pidió. Nunca pedía nada. Sólo ofrecía y, ofrecía tanto, que una visita o una llamada nunca eran una obligación sino un placer.

Recuerdo que todos los domingos me daba una peseta. Sabía dar, pero lo que la caracterizaba ante todo era que sabía recibir. Sabía respetar a los demás de tal forma que cualquier cosa que quisieras ofrecerle era un regalo exclusivo y maravilloso. Todo lo que viniera de ti era querido y mimado. Los besos, los regalos, las opiniones, todo era bien acogido o escuchado.

No recuerdo el día de su muerte, porque nunca ha muerto. Aún hoy, su mirada azul y sus pupilas inútiles me taladran hasta lo más profundo de mi alma.

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