Mijas. Verano de 1975
Apretado entre mis hermanas en nuestro coche, nos dirigíamos de nuevo al frescor, la playa, el salitre, la buena compañía, la gracia de mi tía y el candor y la inocencia de mi tío. Un año más llenaríamos agosto de risas e ilusiones.
Nada había cambiado mi manera de vivir. Tenía muchos más datos en mi cerebro pero no había ni una pizca de sabiduría ni bienestar. Seguía siendo el hijo del que se podía sentir orgulloso cualquier padre y el sobrino cariñoso que gustaba a cualquier tía que se preciara. Pero también era un inválido del amor, un herido del sentimiento que mostraba soberbia para esconder su falta de generosidad y autorespeto.
Mientras pasaban los kilómetros crecía la paz del que sabe que no se va a encontrar en terreno hostil.
Las mujeres me habían empezado a gustar mucho. Esther era un alma sin cuerpo, una dulzura inventada en la que el sexo no existía. Sólo era una cara triste y bella a la que había llenado con todo tipo de dones que probablemente sólo existían en mi anhelo. Pero habían otras con curvas poderosas que no me inspiraban romanticismo precisamente. Las fotos subidas de tono de algunas revistas y periódicos deportivos me estimulaban, y no precisamente el intelecto.
La llegada al pueblo suponía sorpresas. Nuevos apartamentos, nuevos hoteles y nuevas reformas en casa de mi tía. Pero la novedad fundamental estaba en la Baraka, una tienda de souvenirs situada enfrente. La novedad tenía el pelo negro, ojos oscuros, labios grandes y una sonrisa eterna que respondía al nombre de María Dolores. Tenía mi edad o tal vez era algo mayor que yo. Trabajaba en la tienda pero no era del pueblo. Mijas estaba llena de chicas, que acudían a trabajar en el comercio, y despoblada de chicos, que tenían que emigrar a otros lugares que tuvieran empleos más masculinos.
Unas cuantas miradas cruzadas bastaron para que ella se acercara a mí, sentado en la puerta, y ante mi asombro me preguntó el nombre y de donde era. El estupor se hizo uno conmigo. Eso no sucedía en Córdoba jamás. Eran los hombres los que interpelaban a las chicas, bueno, los demás hombres porque yo no me consideraba tal. No tenía derecho a hablar con mujeres y era imposible que una fémina se pudiera fijar en alguien tan extremadamente feo y soberbio como yo. Pero el milagro sucedió. Tartamudeé un larguísimo Juan, y otro no menos extenso Córdoba, y ella me contempló sin reírse, sorprenderse ni poner cara de lástima. También ella se presentó y me preguntó si la recogía a las ocho de la tarde, a la salida de su trabajo, para dar un paseo. La respuesta no se hizo esperar y volvió a entrar en La Baraka.
Pocas veces he estado tan confundido, aterrado e ilusionado a la vez. No sabía si aquello podía ser una broma, una petición de mi tía o abuela a la chica (lo pregunté y lo negaron) o una realidad. No estaba preparado para semejante vuelco en mis inexistentes relaciones intersexuales.
Ella era guapa, yo feo. Era normal, yo una bestia. Hablaba normal, yo tartamudeaba. Sonreía, yo apenas sabía hacerlo. Se movía con naturalidad, yo siempre atento a las reacciones de los demás ante mi presencia. Ella era una diosa y yo un demonio.
En estado de shock me bañé, vestí y hasta me peiné, actividad que solía obviar, para intentar estar lo menos feo posible. Las manecillas del reloj iban demasiado lentas y, a la vez, con una rapidez sorprendente, dependiendo si predominaba mi ilusión o mi miedo al pensar en lo que me esperaba.
Cuando bajé tras el inusual acicalamiento todos me miraron sorprendidos. ¿Dónde vas tan guapo?. Voy a dar un paseo con María Dolores, y salí de la casa. Me imagino la cara de todos los presentes ante semejante declaración. Supongo que no lo creyeron, porque durante el mes restante no me volvieron a preguntar sobre unas actividades que exigían el peinado sistemático de un pelo rebelde poco habituado al peine y claramente alérgico al cepillo.
Con mi mejor ropa, mi única colonia, el peor miedo y la mayor ilusión que había sentido jamás me encaminé hacia mi destino, hacia la transformación de un capullo, en el término más despectivo del término, en mariposa, según el significado más bello de la acepción. El niño soberbio y triste que salía por la puerta no regresaría jamás. Aparecería un hombre con alas, sin cargas, que nunca volvería a dejar de ser libre. El lastre y las cuerdas las dejé abandonadas en el baño y el amor que me esperaba, enfundado en unos pantalones vaqueros, una blusa con flores y el brillo de un pelo y una sonrisa sin fin, me harían volar hacia una aventura jamás vivida por el Capitán Trueno.
Esa noche descubrí que todas las preguntas del mundo tenían una única respuesta: el amor que respeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario