sábado, 4 de mayo de 2013

Palabras para una vida 41


Mijas
Durante años, al llegar el uno de agosto, el seat 850 se cargaba hasta los topes de equipajes e ilusiones y nos conducía al mes de vacaciones en Mijas, un precioso pueblo a 8 Km de la playa de Fuengirola. Aún no entiendo como podían caber tantas cosas y  personas en un coche tan diminuto. Mis padres y los cuatro hermanos, más nuestros respectivos equipajes para pasar todo un mes fuera, saco de 60 Kg de patatas y alimentos varios. La vaca iba hasta los topes y competíamos en estabilidad aerodinámica con los marroquíes que volvían a su país. 

El viaje de cuatro horas solía ser divertido y tenía una parada obligatoria en Antequera, para desayunar el café con unos maravillosos molletes. 

Nos alojábamos en casa de mi tía Pepa, hermana de mi madre, y la persona con más gracia que he conocido. Mijas estaba cambiando al rebufo de la llegada de miles de europeos que se quedaban a vivir en un clima excepcional, una tierra maravillosa y un sol eterno, pero la mayoría de mijeños no se enteraron. Seguían con las tradiciones de siempre y, las influencias perturbadoras de los nórdicos, no hicieron mella en el espíritu de un pueblo de la Andalucía más profunda. Convivían los pantalones cortos y ropas descocadas de suecas con los mulos y burros, principal medio de transporte desde el pueblo a los campos escarpados de los alrededores. Las únicas carnes femeninas que se dejaban ver eran foráneas. Las locales estaban debidamente cubiertas con paños negros de luto.

Mi tía Pepa cumplía a rajatabla con lo que se esperaba de una mijeña de pro. Y el detalle más importante en la vida de toda mijeña eran los lutos. Cada muerte conllevaba un largo periodo de luto, todo perfectamente estructurado y categorizado. Si se te moría un primo o cuñado, eran unos años, y conforme más allegados eran, más años de pena se imponían. A la pobre que se le muriera un hijo o marido, estaba condenada para toda su vida. Además, los lutos eras sumatorios y, como todo el pueblo, de alguna u otra forma, era familia, lo habitual era deber 120 o 130 años de luto en el mejor de los casos. No todas lo cumplían y algunas hacían operaciones matemáticas favorables a sus intereses para cumplir algún que otro año menos, pero eran sistemáticamente atacadas por el resto. “Fulanita se le murió hace cuatro años el cuñado, siete su primo y 12 el tío, y sólo ha estado de luto 11 años, cuando le corresponden 27”. Pero mi tía no tenía ningún problema al respecto. Siempre estaba de duelo.

El luto no sólo consistía en vestir de negro riguroso sin enseñar más carnes que las que cada cual tuviera en sus caras, tampoco se podía salir de casa salvo para ir al médico, cosa poco apreciada por el galeno de turno por las ingentes huestes de féminas que acudían a sus cuidados, más para poder charlar que por necesidades sanitarias, al cura, con lo que la iglesia estaba habitualmente abarrotada de mujeres, excepto en domingos y fiestas de guardar, que también acudían hombres, lo que lo hacía mucho más aburrido, y al mercado, pero éste último sólo en situaciones de extrema necesidad.

La cercana playa de Fuengirola la disfrutaban los turistas. Las locales no acudían jamás a semejante disparate y, si alguna intrépida bajaba en alguna ocasión, sólo se mojaba hasta el tobillo, no con cierto pavor y enormes precauciones, y lo recordaba y contaba el resto de su vida, afianzando su conducta con el consabido: ¿Qué le encontrarán los extranjeros a bañarse en las playas?. 

La casa de mi tía era enorme, blanca encalada, como mandaban los cánones, con tres plantas, azotea y una cueva. Muy fresca, hasta el punto de tener que dormir tapados en pleno mes de agosto, algo sorprendente para seis sufridos y acalorados cordobeses. No era cómoda pero sí amigable, por el enorme afecto que se respiraba entre sus paredes.   La vida se hacía en un cuchitril minúsculo con hornilla a la que llamaba cocina, que era donde se guisaba y hablaban las mujeres de la casa. La cocina real, con magníficos muebles, vitrocerámica, gran frigorífico y lavaplatos, no fue usada jamás. Era tan bonita que le daba pena usarla. Lo mismo sucedía con un gran salón, que nunca se usó. Era mejor hacer la vida en la salita y tener el salón sólo para enseñarlo a las visitas.

Este entorno fue testigo de como cambió mi vida para siempre en sólo veinticuatro horas.

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