María Dolores
Me pareció la mujer más bella.
La belleza no se ve, se siente. Los rasgos no son importantes para evaluar la donosura. Hay un aura etérea, que flota alrededor de la persona, la que otorga el sello inconfundible de la beldad y, María Dolores, era preciosa.
Me esperaba al final de la calle. Durante todo el recorrido me miraba y sonreía, coqueta e intrigada a la vez. No existía suelo, me desplazaba volando y en ningún momento aparté mis ojos de los suyos. Las casas blancas, los turistas, el cielo y el aire desaparecieron. Sus pupilas encendidas y sus labios se convirtieron en el único universo posible deseado. Era capaz de dejar la mente en blanco cuando quería, y en esos momentos sólo sentía. Por primera vez cambié el blanco por los colores de ella, pero la sensación era idéntica: sólo existía el sentimiento.
La eternidad se puede condensar en segundos y, en esos momentos sublimes, se hace la luz más clara y todo brilla con una claridad abrumadora. Cada paso que me acercaba a su figura era un paso menos a recorrer en la lucidez, en las respuestas ansiadas.
Intercambiamos obviedades de filiación: edad, (especificar sexo no tenía sentido), estado civil, estudias y/o trabajas, cuanto tiempo estarás aquí… cuestiones simples que escondían un deseo de agradar por parte de ella y un pavor hacia el silencio por parte mía. Pero no hubo silencios. La tarde transcurrió de una manera tan natural que a los pocos minutos éramos como dos viejos amigos que se reencuentran tras años sin verse pero que nunca dejaron de interesarse. El corazón desbocado se tranquilizó inmediatamente. Las palabras fluían y, mientras caminábamos por Mijas, definimos nuestro mundo, nuestros espacios, nuestras inquietudes y nuestra necesidad de amor.
Nos sentamos en un banco del Compás, con las magníficas vistas de la sierra mijeña fundiéndose con el mar, pero no tenía ojos para el paisaje cuando delante tenía el firmamento de la mirada de mi primera mujer. Esos momentos infinitos que, por sí solos, justifican toda una vida.
Las palabras dieron paso a los besos y sus labios tenían el aroma de la inmortalidad, de aquello que siempre estará vivo aunque cambien los actores. Las caricias no se quedaron en aquel balcón, han permanecido perennes e inalterables como la fuente que no se agotará jamás. La luna llena era nueva para mí. Nunca fue tan blanca, tan redonda tan cercana. Fue el único testigo de nuestro amor y juraría por lo más sagrado que nos dedicó su mejor rayo.
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