miércoles, 30 de enero de 2013

Palabras para una vida 9


GERARDO
Gerardo, el hijo de mis tíos, tenía cuatro años menos que yo. Era un niño grande,  bonachón, amante de los animales y la naturaleza, comilón como pocos e inocente como nadie. Es decir, la viva imagen de su padre. Su fuerte era lo físico, el mantel y las relaciones, pero no lo intelectual. 

Nadie es perfecto, ni siquiera mi tía, que se equivocó demasiado en la educación de mi primo. Era la madre que necesitaba y quería, y yo, su hijo ideal. Quizás por eso se creó demasiadas expectativas con Gerardo. No respetó su forma de ser, actitudes ni capacidades. Tenía que ser como yo. Le debían gustar las mismas cosas que a mí, debía leer tanto como yo, debía sacar las mismas notas y su comportamiento debía ser similar al mío. Demasiados deberes para mi pobre primo. Sólo le gustaba de él que comía todo y de todo, y claro, el pobre chico se esforzaba en potenciar lo que sí podía darle a su madre para que estuviera orgullosa de él. Comía y comía porque, por más que se esforzaba, las matemáticas, lengua o todo lo que tuviera que ver con los libros, se le atragantaba. A lo largo de toda su infancia y adolescencia, los suspensos le llovían por doquier y las mentiras o la falsificación de notas se convirtieron en su tabla de salvación para poder tener algunos meses de tranquilidad. 

Pero mi tía era constante y no ahorraba esfuerzos para convertir a un buen chico poco dado a inquietudes intelectuales en un genio de cualquier saber. 

Es la tragedia que suele pasar con tantos padres que quieren a sus hijos hasta morir, pero que no les gusta como son. Y a mi tía no le gustaba la naturaleza de su hijo, por eso quería a toda costa modificar lo que no se podía cambiar.

A pesar de la tozudez de mi tía, Gerardo ha llegado a ser un buen hombre y no ha tenido problemas psicológicos importantes, porque tenía un aliado maravilloso que le quería,  apoyaba, respetaba y comprendía: su padre.

La enorme bondad de mi primo se demuestra en que, a pesar de que yo era el ejemplo a seguir, y lo normal hubiera sido que me odiara, siempre me ha querido. No ha habido rencillas ni envidias entre nosotros y nuestra relación ha sido cálida y alegre.

PARQUE INFANTIL
Todas las tardes bajaba con mi primo al parque infantil que estaba en la misma plaza en que vivíamos. También en Sardañola los niños jugaban sin adultos por medio. Un tobogán y dos columpios eran el último grito de la tecnología para mí. Jamás había visto algo tan divertido. Con los adultos me iba bien, pero de mis iguales no me fiaba. Pero aquí no necesitaba jugar con otros niños. Era el paraíso. Me sentía la persona con más suerte del mundo. Lo tenía todo, hasta podía jugar y divertirme en soledad. 

En este estado de euforia mis sentidos volvieron a funcionar en positivo. El cielo era un oasis azul y las nubes diamantes luminosos. Cada árbol y cada sombra eran amigos silenciosos. 

Nadie me juzgaba y, al que no acusan, no necesita defensa. Volvía a encauzar mis energías en ser y sentirme yo, más que en parecer lo que no era. Me adapté con sorprendente facilidad a vivir sin tensión. Córdoba dejó de existir y a mis padres y hermanas los recordaba difuminados, como el que sabe que algo existe pero que no forma parte de tu vida. No me acordé ni una sola vez del colegio, las sotanas y los compañeros. Vivía en un sueño que parecía mi realidad eterna. Curiosamente, como no necesitaba cambiar nada, se produjo una transformación radical en mi sentir, pensamiento y emociones. Al no tener que pensar en mi defensa contra el entorno, dejé fluir mis sensaciones y sentidos. Hacía lo que deseaba y no había ni rastro de mi famosa “fuerza de voluntad”. No me hacía falta, sólo existía la motivación del que hace lo que quiere hacer y esto jamás agota. 

El parque lo disfrutaba como nadie porque lo vivía intensamente. Sólo hablaba con el viento que azotaba mi cara en el columpio y con los hormigueos que sentía en el tobogán. Sólo oía llegar a los pájaros que se posaban en los árboles aledaños al parque. Hasta el roce de la ropa con mi piel era motivo de la alegría de sentirme vivo. Las sensaciones se mezclaban con ensoñaciones. Revivía las aventuras del Capitán Trueno y me imaginaba a la dulce Sigrid, mi primer gran amor, dejando su helado Thule para vivir nuestro amor en Sardañola, entre columpios y toboganes. Era tal la pureza de aquel amor que, a estas alturas, la pobre Sigrid sigue siendo virgen. A veces conversaba con mi primo, pero solía estar demasiado ocupado con sus amigos, es decir, con todo animal de dos patas que tuviera entre dos y ochenta años. 

Cuando empezaba a anochecer, despertaba de mi estado etéreo, buscaba a Gerardo, que no siempre era fácil, y subíamos a cenar con mi otra Sigrid. 

domingo, 27 de enero de 2013

Palabras para una vida 8


RUTINA EN SARDAÑOLA
El ritmo de vida en Sardañola era muy tranquilo. Poco tráfico y muchos peatones. No había ricos ni pobres. Todos eran obreros, sin grandes diferencias culturales o económicas entre ellos. Estaban satisfechos con su trabajo y su remuneración. No había delincuencia. Todos disponían de pisos dignos, muchos tenían coches y algunos, entre ellos mis tíos, tenían una torre (una casa en el campo). Los colegios funcionaban, la plaza de abastos estaba bien surtida y con precios razonables, pocas tiendas, menos bares y muchos espacios para que jugaran los niños. 

Me levantaba temprano y desayunaba. Hablaba con mi tía y leía. Descubrí a Roberto Alcázar y Pedrín, la lectura preferida de mi tío, y al todopoderoso Capitán Trueno. Todos los libros que había, que no eran muchos, cayeron en mis garras ávidas, sobre todo los de geografía. Con mis siete años sabía todos los países del mundo, sus capitales, población, fronteras, economía y un sinfín de datos áridos, pero que me fascinaban. Tampoco andaba mal en astronomía. Los planetas, estrellas y galaxias eran amigos. Quizás me interesaba tanto lo externo porque de esta manera huía de mi propio mundo. 

Mi hambre de conocimiento no tenía fin y mi tía estaba encantada con semejante prodigio. Y yo no salía de mi asombro cuando ella se sentaba conmigo a charlar de tu a tu. Disfrutaba de mi conversación, buscaba mi compañía y siempre estaba dispuesta a escucharme y, lo más raro, a hacerlo con admiración y respeto. Me tenía muy en cuenta y eso hacía que mi lamentable autoestima creciera hasta el infinito. Era un ser digno de amor, admiración y respeto. Nunca, jamás, se lo podré agradecer como lo merece. Ella se convirtió en el personaje adulto que ayudó a equilibrar a un niño gravemente herido para que en el futuro pudiera hacer frente a las adversidades, superarlas, y ser transformado positivamente por ellas. Y era una mujer que nunca leía y a duras penas escribía (con cientos de faltas de ortografía). Su nivel cultural era tan bajo como grande su corazón y empatía.

Casi todas las mañanas había algún recado que hacer y siempre estaba dispuesto a ir a cualquier sitio para poder hablar y escuchar catalán. La paciencia de las dependientas era recompensada con mi paulatina fluidez en su idioma. Actualmente sería impensable que un niño de esa edad saliera solo a la calle, pero en 1967 era normal y seguro. ¿Qué estamos haciendo mal para tener encerrados en casa, o escoltados cuando salen, a nuestros niños de hoy?. 

La hora del almuerzo era todo un lujo. La comida era sencilla pero bien cocinada y con buenos productos. El cocido con arroz, mi plato favorito, lucía con frecuencia en la mesa. No faltaban ensaladas, frutas y un postre que jamás había probado: el yogurt, que era demasiado caro para la débil economía de mi casa y difícil de almacenar si no se disponía de frigorífico. Pero mi tía tenía frigorífico. Era magia, ella lo tenía todo, lo material, la belleza, la ternura y el amor.

Mis huesos se fueron rellenando, ¡y de qué manera¡. No hay nada como la tranquilidad, sentirse querido y buenos alimentos para rellenar un cuerpo desnutrido. Mi madre siempre decía que el agua de Barcelona me sentaba muy bien y por eso volvía tan gordito. Nunca la saqué de semejante error.

viernes, 25 de enero de 2013

Palabras para una vida 7


SARDAÑOLA
Sardañola era una ciudad dormitorio, con fuerte presencia de inmigrantes españoles, a pocos Kms de Barcelona. Objetivamente era un pueblo feo, con edificios altos, mal urbanizada aunque bien comunicada. Pero para tantos obreros andaluces, extremeños o murcianos, era la gloria, con viviendas dignas, ambiente tan modesto como honesto, tranquilidad y tantos niños y tan libres como en mi barrio cordobés. 

El catalán estaba prohibido, pero se hablaba y se recibía con total naturalidad. Los andaluces se enorgullecían de comprenderlo, e incluso algunos, hablarlo. En poco tiempo lo entendía y chapurreaba. Con la seguridad que sentía al estar en donde me correspondía, mi tartamudez mejoró y mi timidez disminuyó. Me ofrecía a ir a todas las tiendas para comprar y tener la oportunidad de hablar y aprender catalán. Las dependientas estaban encantadas de enseñarme y se enorgullecían de mis progresos. 

La plaza Buigas servía de aparcamiento, jardín y zona de recreo infantil, todo ello convenientemente separado. Nunca había visto columpios o toboganes y aquello me pareció lo más moderno y divertido del mundo. Todos los andaluces lo sabíamos, en Barcelona sólo había lo mejor de lo mejor. Si en Barcelona no había algo es que no existía. ¡Si hasta tenían metro, rascacielos y escaleras mecánicas¡. El mundo rural de mi tierra era el infierno, las ciudades andaluzas el purgatorio y Barcelona el cielo.

El piso de mis tíos daba a la plaza. Era alegre, luminoso y, desde mi particular perspectiva, enorme. Posiblemente tenía unos 75 metros cuadrados, un salón, tres dormitorios, cocina, cuarto de pila y cuarto de baño. Realmente eran ricos. Tenían una bañera dentro del piso, wáter y bidé. Sólo mi abuela Nati tenía un cuarto de baño similar. Los demás teníamos que salir al patio para llegar al agujero donde hacíamos las necesidades y calentar agua para asearnos en la palangana. 

En el piso descubrí cosas tan sorprendentes como el aseo: tenían ascensor (el primero que vi en mi vida), lavadora automática, hornilla de gas, horno, brasero eléctrico (no tenían que usar picón para el brasero), sillones y sofás y vivían altísimos, en un tercero. Mi tía Flora, que residía en el mismo edificio, era mucho más atrevida, tenía que subir hasta el noveno. 

Pero ninguna de esas maravillas desconocidas se podían comparar con el gran jaulón lleno de canarios y jilgueros y una enorme pecera en el salón. Mi tío era un amante de los animales. Era, junto con los niños, su gran pasión. Tenía un don especial para criar canarios y Félix Rodríguez de la Fuente nunca tuvo un fan tan rendido. Si en cultura general suspendía, en conocimientos sobre animales brillaba como sólo con amor se puede brillar.

En este pueblo y en este piso me esperaban tres meses de verano, o eso decían los meteorólogos, porque no hacía nada de calor. En ese momento me parecían toda una eternidad.

lunes, 21 de enero de 2013

Palabras para una vida 6


BARCELONA
Siete años. Expreso al que llamaban “El catalán”. Seis de la tarde de un caluroso día de junio de 1967. Estación de Córdoba. Armado con un lápiz y un cuaderno para apuntar todas y cada una de las estaciones por las que íbamos a pasar (no me podía imaginar la cantidad de ellas que tendría que anotar). Acompañado por dos ancianas hiperprotectoras (mi abuela y mi tía Pepa, su hermana) y 29 horas de trayecto por delante. Canastos con comida para el viaje (demasiados canastos para dos mujeres mayores y un niño escuchumizado). 

Pretendían que me sentara y que bajo ningún concepto me levantara del asiento ya que si me levantaba, podían quitarme el sitio. Por aquel entonces se podía comprar el billete con reserva de asiento (más caro) o sin reserva, pero nosotros sí llevábamos reserva. De todas formas, la vida les había enseñado que no se podían fiar de nada ni de nadie. Entre  ellas dos sumaban una enorme cantidad de tragedias en sus espaldas, varios hijos muertos de hambre y muchas injusticias vividas. Mi abuela tenía 66 años y mí tía algunos menos, pero el dolor sufrido se reflejaba en sus caras y en sus espaldas. Parecían dos ancianas y lo eran de verdad.

Desde el minuto uno, tras el arranque del tren, empezaron a discutir y no terminarían hasta llegar a la estación de Francia. Sólo paraban para sacar una de las canastas con viandas para intentar, no con demasiado éxito, que me atiborrara de comer. Comía poco, y es que no me gustaba comer. Mi abuela, con tres hijos muertos por hambre en la posguerra, se desesperaba al ver lo delicadito que era al enfrentarme con un bocadillo. Su frase mágica, que pasaría a la posteridad, era: “tres mesesitos de hambre te daba yo”. Y la verdad es que, aunque nunca los he pasado, de tanto repetirla, se me quedó grabada para siempre. Me enseñó a distinguir lo que realmente era esencial (muy pocas cosas), lo que era importante (pocas cosas) y lo que era banal (casi todo por lo que la gente sufre inútilmente). Mucho más tarde aprendí a no sufrir, pero aún no era el momento.

Yo, que era un niño muy obediente, aguanté hasta la extenuación mis ganas de orinar, pero mi vejiga tenía un límite. El tren estaba abarrotado. Todos los asientos ocupados y el pasillo lleno. Mis acompañantes no salían de su asombro cuando les dije que ya no podía aguantar más. ¡Pero si sólo llevamos 10 horas¡. Mi abuela me acompañó al retrete y mi tía dibujó su expresión más feroz para defender los dos preciados, y caros,  asientos. No pasó nada. El franquismo vigente tenía sus compensaciones. Nadie osaba quitar nada a nadie y, entre gallinas vivas y maletas destartaladas, recorrimos el pasillo que daba paso a nuestro apartamento.

Veintinueve horas sentado, con dos ancianas desconfiadas y peleonas, asientos duros y un fuerte olor a humanidad no son el paradigma de las vacaciones soñadas. Pero la ilusión iba creciendo con cada Km y cada estación que pasábamos. Aunque en alguna ocasión había estado en Málaga, era tan pequeño que no me acordaba, por lo que aquella aventura era casi tan grande como cuando Frodo salió de la Comarca. Mis ojos se salían de las órbitas cuando contemplaban los letreros de Linares, Albacete, Valencia   o Castellón. Ciudades que sólo existían en mis libros y en mi imaginación, pero que de pronto se exhibían ante mí. Mi estupor era tan grande como si ahora visitara Rohan o Mordor.

La camaradería existente entro los ocho ocupantes de la cabina, y la verdad, entre todos los que viajaban, hicieron que las 29 horas no fueran tediosas, muy al contrario. Rápidamente todos comenzaron a hablar de sus vidas y de sus cuitas, aunque vida y cuitas eran sinónimos en aquellos tiempos. La mayoría habían vivido la guerra civil, triste, y la posguerra, mucho más cruel. Hablaban de hambre, destierro, injusticia, miedo y desesperación. Todos tuvieron pérdidas, las peores por hambre y enfermedades después del fin de la guerra. Todos se acordaban del tifus, la tuberculosis y los piojos, eternos acompañantes de aquellos años. Parecía un concurso para saber quien había sufrido más. Mi abuela siempre lo ganaba.

Tenían tan claro el enorme sufrimiento vivido que la situación económica y social de la España de la época les parecía un mundo de fantasía. Había comida, todos tenían casas, más o menos humildes, e incluso tenían para algún pequeño capricho. Nadie quería saber nada de violencias. Las relaciones se establecían con facilidad y con una enorme educación y respeto. Habían aprendido, a base de sangre y lágrimas, que llevarse bien era mejor que enfrentarse. Los movimientos contestatarios no existían en una ciudad provinciana como Córdoba. Había delincuencia, como no, pero era tan pequeña que apenas era visible. Salvo los que luchaban contra la dictadura, que eran muchos menos de los que ahora nos quieren hacer creer, no había miedo, los niños jugaban solos en las calles y las puertas de las casas estaban abiertas.

La gente decidió sacrificar libertad a cambio de seguridad y bienestar. La democracia, los sindicatos y los partidos políticos sólo traían recuerdos de guerra y miseria. El nivel cultural y la propaganda del régimen arraigaron aún más esta creencia.

Cuando se critica a los millones de españoles que no lucharon contra el franquismo, la gran mayoría dicho sea de paso, se comete una enorme injusticia. Hay que ponerse en sus zapatos antes de criticarlos. Siento un profundo respeto y admiración por los que iban conmigo en ese tren y en esa vida. La enorme valía de aquellos españoles se puso de manifiesto más tarde en la Transición política. El respeto y la convivencia sana que  atesoraron durante tantos años de dictadura fue la principal causa del paso a una democracia de manera ejemplar. La canción “Libertad sin ira” de Jarcha, refleja a la perfección lo que se sentía en aquellos momentos.

Pero sigo en el Expreso. Llegaba a Barcelona. Eran las 11 de la noche y acumulaba un retraso de sólo 9 horas. Empezaron a entrarme dudas sobre si mis tíos me seguirían esperando o no. Entrábamos en la Estación de Francia. Me pareció bellísima y enorme. Bulliciosa, a pesar de las horas. Cientos de andaluces esperaban en el andén a otros cientos de andaluces que llegaban de su tierra. Los que llegaban lo hacían desde el tercer mundo, los que los recibían ya eran ciudadanos europeos. Tal era la enorme diferencia entre una Andalucía medieval y una Cataluña burguesa del siglo XX. Los obreros andaluces de las fábricas catalanas eran auténticos potentados a los ojos de los campesinos andaluces que llegaban para labrarse un futuro. El director de la fábrica era infinitamente más humano y justo que el cacique del que huían.

Desde la ventanilla vi a mi tío Angelín, con su enorme corpachón que alojaba al corazón más grande que he conocido. Con un físico que recordaba a un gorila y un alma que hacía honor a su nombre. El hombrón que nunca dejó de ser un niño, de disfrutar como un niño ni de tener la inocencia de un niño. A su lado se encendía un áura que rodeaba a la mujer más hermosa del mundo: mi tía. Dejé de percibir ruidos, movimientos, colores y olores. Volvía a estar en mi lugar, regresaba a mi hogar.

viernes, 18 de enero de 2013

Palabras para una vida 5


Primera comunión
Preguntaron que niños iban a hacer la primera comunión en el colegio, lo que conllevaba que la preparación iba a ser allí. No dudé al decir que yo la haría en mi barrio, con ello conseguía dos horas de soledad en la clase todos los días mientras los demás se preparaban en la capilla. No informé de ello a nadie y mi madre se afanaba en comprarme mi traje de Almirante para la ceremonia, supuestamente en el colegio. 

El día de la ceremonia, bien limpio y reluciente, luciendo con orgullo mi traje de almirante, me fui de la mano de mis padres al salón de actos de los Maristas, donde no me esperaban. La cara del Hermano José era un poema, pero fue lo suficientemente delicado como para apartarme de los demás y, a solas, preguntarme qué hacía allí. Yo le respondí que venía para hacer la primera comunión. ¡Pero si no estás preparado¡ me respondió. Con toda mi parsimonia y tartamudez le dije que no iba a estar preparado en la vida, que con tanta gente, me supiera o no lo que tenía que decir, no me iba a salir ni una sola palabra. ¿Porqué lo has hecho?. Porque no me gusta hablar en público, no me gusta que se rían de mí, le aseguré. No hizo falta nada más. Me miró con comprensión, me metió en la fila y se fue a hablar con el sacerdote. Cuando llegó mi turno de comulgar comprobé con enorme alivio que no me obligaban a decir la fórmula y me dieron directamente la hostia, religiosamente hablando. Mis padres nunca se llegaron a enterar de lo que sucedió. 

Realmente mis padres nunca supieron casi nada de mí, ya me cuidaba yo de que no supieran nada. Ante ellos aparentaba ser un niño normal, que salía de casa para jugar con amigos, que leía mucho, no daba problemas de ningún tipo y sacaba unas magníficas notas. Era el niño perfecto, el futuro ingeniero (para mi padre no había nada tan elevado como ser ingeniero), educado, poco hablador, como tenían que ser los niños, nada rebelde (en casa, claro). Cumplía como hijo y se conformaban con esa imagen que trataba de venderles con tanto éxito. 

Sólo mostraba rebeldía cuando mi madre me pegaba de manera injusta a mi entender. Me encerraba en el baño y lloraba durante horas. Cuando me pegaba con razón no salía de mí ni una sola protesta. Lo hacía a propósito, tenía demasiada experiencia en los asuntos de no dejarme avasallar. Hasta tal punto debía ser irritante oírme llorar a grito pelado desde el wáter que mi madre se cuidaba muy mucho de pegarme si no estaba segura de llevar razón. Gracias a esto me libre de muchas tundas. 

Mi padre sólo me pegó una vez, pero la paliza fue de campeonato y estuve en cama un tiempo con las huellas de la correa en mi espalda. Según me contó mucho más tarde mi hermana, cogí un cuchillo y con él amenacé a toda la familia. Sé que fue la temporada en que luchaba a diario en el colegio y para mí la vida era un infierno, pero no recuerdo nada más. Todo lo intuyo de una manera muy borrosa. Mi madre me pegó injustamente, cogí el cuchillo y le dije que no me volviera a tocar nunca más, que ella no era mi madre. Antoñi vino asustada y también la amenacé a ella. Por último, mi padre acudió, me quitó el cuchillo y no sé nada más. En la convalecencia sólo pensaba en mi tía Lina. Todas mis lágrimas las dirigía hacia ella. 

Dejé de comer, la tristeza que ocultaba salió en todo su esplendor y no hablaba con mis padres, a pesar de lo mucho que lo intentaron. No sé si fueron semanas o meses, pero cuando el curso estaba finalizando y yo estaba en los huesos, mis padres me anunciaron que me iría a Barcelona para estar con mi tía Lina todo el verano. Les abracé como pocas veces he abrazado a alguien. Mientras lloraba de alegría, mi madre también lloraba…..

lunes, 14 de enero de 2013

Palabras para una vida 4


Enfermedad
Tenía siete años cuando me puse enfermo. Mis recuerdos son muy borrosos pero sé que estuve en cama al menos un mes y, por los síntomas que tuve y lo que me contaron mis padres, sufrí una Fiebre reumática y una parotiditis con orquitis. La orquitis (inflamación de los testículos), asustó especialmente a mis padres que pensaron que podía dejarme estéril o, lo que era mucho peor, maricón. No era de extrañar que pensaran eso, todo el mundo sabía que la masculinidad era cuestión de cojones y, los míos, se hincharon de manera catastrófica. Para ahondar en sus temores, durante la adolescencia era bastante amanerado y mi mejor amigo en aquellos momentos era gay. Cuando mi padre me vió un día con una de mis novias en actitud inconfundible, las risas y la relajación fueron evidentes: su hijo seguiría las heroicas acciones del padre en el campo del amor.

Aunque no recuerde bien la enfermedad, sí me dejó secuelas que han marcado el resto de mi vida y que en buena medida colaboraron para ser quién soy. La primera fue lo que se conoce como el baile de San Vito o corea de Sydenham. Hacía movimientos extraños e involuntarios con las manos y, lo peor de todo, con los pies. Cuando esto sucedía me caía al suelo. Y sucedía muchas veces todos los días. En casa no pasaba nada porque intentaba estar siempre sentado, pero al ir al colegio y en los recreos no se podía ocultar. La gente se reía y los niños se mofaban de mí. La poca seguridad que tenía se derrumbó y comenzó el segundo calvario: la tartamudez. Hasta ese momento hablaba sin problema, pero sin venir a cuento, hablar se convirtió en la mayor de mis torturas. Era una tartamudez extrema. No era capaz de soltar una palabra entera. No podía completar ninguna frase. 

Mis padres me llevaron al médico y éste me derivó al neurólogo que, tras un electroencefalograma, dictaminó que me esforzaba demasiado en todo y que la culpa era de ellos por obligarme a estudiar tanto. La verdad es que mis padres nunca me obligaron a estudiar, no les hizo falta. Curiosamente esto satisfizo enormemente a mis padres. Tartamudeaba porque tenía mucha fuerza de voluntad, o la frase que empleaba mi padre, mucho amor propio. Este amor propio nada tiene que ver con el concepto actual de autoestima, sino más bien con el orgullo. 

El diagnóstico no llevaba parejo un tratamiento eficaz. Las cosas tenían que seguir su curso y mi tartamudez no mejoró durante muchos años, demasiados. El mundo se convirtió en enemigo y durante años sólo tuve dos figuras salvadoras: mi padre y mi tía Lina. Así se forma la resiliencia: unas circunstancias especialmente duras en la infancia pero con apoyos de adultos que consiguen que sobreviva un mínimo de autoestima en el niño. 

Ya no salía jamás a la calle a jugar. No tuve durante años ni un solo amigo. Jamás conversaba con ninguno de mis compañeros de colegio. Me consideraba un monstruo, un engendro que no podía inspirar amor o amistad, excepto en mi familia. Me sabía muy inferior, pero tenía orgullo. Los adultos me miraban con pena y con una risa no contenida, y no sé cual de las dos cosas era peor. Pero los niños eran realmente crueles.  Si los gordos eran fáciles dianas para las torturas, el tartamudo que se caía era la gran estrella de los desgraciados. Me llovían las bromas pesadas, los insultos y todo tipo de maltrato físico y psicológico. Un maltrato que jamás lo denuncié ni a los profesores ni a mi familia. Suficiente pena me daba a mí mismo como para constatar la pena que podía inspirar en los demás.

Era un monstruo, pero nací bravo. Un monstruo bravo no inspira amor, pero al menos sí inspiraría miedo y, con ello, conseguir respeto de los demás. Un respeto que no sentía hacia mí mismo. Decidí que cada injusticia, risa, o insulto que sufriera iría acompañado por una pelea con el o los causantes. La frase “a la salida del cole te espero” era la única que conseguía decir de un tirón, de tantas veces como la repetí. Todos los días tenía seis o siete peleas, todas con varios a la vez. No me importaba, recibía más de lo que repartía, porque siempre estaba en inferioridad numérica, pero no me dolía el cuerpo cuando tenía tan herida el alma. Ni un solo día escapaba el que me hubiera hecho algún feo, pero solían ser muchos y a todos me enfrentaba como un toro enrabietado. El plan era simple, todos tenían que recibir al menos un puñetazo. El plan se fue refinando cuando constaté que se había convertido en un momento de jolgorio el pegarle entre todos al tartamudo al final de las clases. Seguía con las peleas colectivas, pero siempre seguía a uno, normalmente el que hubiera hecho la faena más grande del día y, cuando necesariamente se quedaba solo, iba a por él y le machacaba literalmente. Tenía demasiada experiencia con las peleas y además era el más alto y fuerte de la clase. En un uno contra uno siempre vencía. El miedo se corrió y ninguno de mis compañeros sabía si él iba a ser el siguiente en recibir una paliza. A mi favor jugaba que la figura de chivato era tan mal vista, que ninguno de mis aporreados compañeros osó jamás denunciarme. 

En menos de un año nadie en mi clase osaba reírse de mí. Pero tenían hermanos mayores y la siguiente que me hicieron fue que en los recreos, niños con 3-4 años más que yo, empezaron a meterse conmigo. Para mí, la diferencia de altura y de fuerza no eran impedimento para enfrentarme con quien fuera. Y tras muchas peleas con mayores, siempre perdidas por mí, se cansaron porque ellos también recibían y mi constancia era tal que sabían que un insulto equivalía a una pelea ganada, pero con consecuencias físicas para el grandullón, porque ellos peleaban por diversión y a mí me iba la vida en ello.

Tras dos años de peleas diarias llegó la paz. Nadie me quería, pero nadie osaba molestarme. No estoy nada orgulloso de esta parte de mi vida, pero jamás me peleé sin un insulto previo.

No sólo demostré mi superioridad en las peleas, también me volcaba en los estudios para ser siempre el número 1, y a fe que lo conseguía, excepto en dibujo y en trabajos manuales, que siempre suspendía, a pesar de que era a lo que dedicaba más horas. Sólo siendo el mejor me perdonaba en parte sentirme el peor. No disfrutaba de mis dieces, ni de mis cuadros de honor, ni de mis medallas al mérito académico, pero me servían para que “me respetaran” y pensaran que era mejor de lo que parecía. Y creo que sí me llegaron a respetar aunque yo no logré respetarme durante mucho tempo.

Como en todo tenía que ser el mejor, me empeñé en jugar bien al fútbol, el deporte omnipresente en España. Pero aunque la cabeza me funcionaba bien, los pies eran harina de otro costal. No daba una. Mi falta de técnica lo solucionaba con una dureza extrema y una enorme tensión en cada jugada. Mis patadas a los tobillos ajenos superaban con creces a las que conseguía dar al balón. Nadie me quería en su equipo pero, sobre todo, nadie me quería en el equipo rival. 

El baloncesto por aquel entonces era un deporte minoritario en España. Como era alto, fuerte y pésimo futbolista, me enrolé en el equipo del Hermano Francisco y, para mi sorpresa, el baloncesto estaba hecho para mí. Rápidamente me convertí en el mejor jugador del colegio y eso hizo que los curas se dieran cuenta de mi existencia. Entrenaba todos los días cinco horas y hasta siete en sábados y domingos. Como no necesitaba estudiar para sacar mis sobresalientes y no tenía amigos para jugar, todas mis energías y mis rabias se centraron en el balón naranja. No había descanso. La mayoría de entrenamientos los hacía solo, ya que el equipo entrenaba una hora diaria. Pero aprendí a concentrarme en la pelota y la canasta de tal manera, que el mundo dejaba de respirar mientras encestaba. La tartamudez no existía en el diálogo que entablaba con los tableros. Esa capacidad de concentración llegó a ser tan manifiesta que conseguía dejar la mente en blanco durante horas. Entraba en trance hasta el punto de que al terminar cada entrenamiento era incapaz de recordar si había encestado todas o ninguna.

Esa era mi vida, esa era mi muerte. Dejar pasar las horas asomado a un vacío que no me dañaba, pero en el que no vivía. Sólo vegetaba. En casa me sentaba en un sofá y leía cómics y libros. Tenía poca relación con hermanas y padres. Las tardes de los sábados y domingos iba al Cine Cabrera para el pase doble infantil. Iba solo, siempre solo. Después daba vueltas por Córdoba o me sentaba en cualquiera de sus parques y plazas para dejar pasar el tiempo hasta que eran las 9 de la noche, en que podía llegar a casa. Lo hacía de esta manera para que creyeran que hacía la vida normal que hacían todos los niños y que toda la tarde había estado acompañado de amigos. Nunca supe si conseguí engañarlos.

sábado, 12 de enero de 2013

Palabras para una vida 3


El Colegio estaba en pleno centro de Córdoba y mi casa quedaba en las afueras, a unos 3 Km de distancia. Mi madre, previsora como pocas, pensó que era demasiado trecho para que fuera solo un niño de seis años. Como en el barrio habían millones de niños, entre tanto insensato, habría alguna excepción sobre la que cargarme. El elegido fue Carlitos, también alumno del insigne centro, manso como pocos, que con sus ocho años y su inmensa docilidad, aceptó a llevarme y traerme. ¡Qué paciencia la del pobre chaval¡. Si ha seguido sus impulsos naturales y ha hecho caso de los adornos de bondad que sobre él cargaban todos, seguro que a estas alturas ha llegado a Santo como mínimo  y a desgraciado con toda seguridad. Si te tildan de malo es toda una liberación, eres libre de hacer casi todo lo que quieres, con algún peaje ocasional. La gente es muy comprensiva con el malhechor de nacimiento, con el que todos acertaron en sus predicciones. Pero si te visten de bueno, estás perdido. No puedes hacer lo que quieres, sino lo que esperan de tu bondad.

Carlitos se tenía que levantar media hora antes de lo habitual porque llevarme con él suponía continuas paradas en el canal, para ver correr el agua que tanto me gustaba, oír el pájaro que se escondía en el árbol u oler el romero que se interpusiera en nuestro camino. Y el trayecto se repetía cuatro veces todos los días, pero el agua, el pájaro y el romero, siempre eran diferentes, o al menos a mí me lo parecía.

El pobre sólo aguantó el primer trimestre. En las vacaciones de navidad, su madre le indicó a la mía que yo ya estaba preparado para ir solo.

El barrio

Mi barrio se llama Olivos Borrachos. Tenía ocho calles y 3000 habitantes, la mayoría niños, como Dios, la falta de anticonceptivos y la inexistencia de la televisión, mandan. 

Parece ser que su nombre hace mención al olivar que existió antes de crearse el barrio. Era el sitio de reunión de los hombres que jugaban a las cartas y dominó y enviaban a los críos a por vino a las tabernas "para los que están en los olivos". No hay que hilar muy fino para mezclar cartas, olivos, vinos y Asturias patria querida. 

Fue construido para albergar a los ferroviarios que vinieron tras convertirse la Estación de Cercadillas en un nudo importante de comunicaciones. Más tarde, la Revolución Industrial también llegó a Córdoba, por increíble que pueda parecer, y dos grandes complejos metalúrgicos, Electromecánicas y Cenemesa, se asentaron cerca del barrio, llenando de obreros este original barrio de ferroviarios. 

Más que un barrio era un pueblo, pues estaba completamente rodeado de huertas y granjas. Córdoba estaba a 500 metros pero ni se veía desde el barrio, tal era la arboleda que se interponía. Por ello, no se hacía vida urbana sino rural. 

Los mandamás del barrio eran Don Paulino, el párroco; las dos maestras, Mada y Loli; Diego, el dueño de la única tienda, que en muy poco espacio tenía todo lo que había que tener para sobrevivir; Salcedo, el dueño de la única taberna, y la estanquera. No teníamos guardia civil, pues pocos crímenes se cometían salvo no ir a misa en domingo o fiesta de guardar; ni cartero, pues las dos cartas diarias que se recibían entre todos los vecinos, no justificaba la existencia del mismo. Tampoco habían jueces profesionales, pero sí cientos de jueces aficionados que podían llegar a tener una crueldad extrema con el que se saliera del carril, porque sólo había un carril. Por lo demás, los que hayan visto la serie Crónicas de un pueblo, habrán entendido los ritmos de mi barrio. 

La vida se desarrollaba en la calle. Las casas no eran más que la prolongación de la misma. Los niños jugaban con niños, sin adultos de por medio, y las burradas eran castigadas por cualquiera que circulara por el lugar. Y pobre del que no hiciera caso al mayor, pues tenía la potestad del cachete y, lo más grave, se lo decía a tus padres que, abochornados, multiplicaban el castigo. El barrio educaba tanto como los padres. 

Los niños teníamos mucha libertad, pero también había consecuencias para el que se pasara. Los juegos eran simples, pues los medios económicos eran muy escasos. Teníamos lo suficiente para comer, un par de zapatos (Gorila, por supuesto) y dos mudas de ropa interior y exterior. Y la ropa de los domingos. Nuestro principal juguete era la imaginación, y de ese juguete teníamos a raudales. Con un pincho o un par de canicas se pasaban las horas y las horas y, si faltaban, nuestras manos se convertían en arcos, espadas, rifles y lo que hiciera falta. Los cuerpos también daban mucho juego. El salto piola, las carreras, policías y ladrones, tirar piedras al canal o recolectar a escondidas algún higo de la huerta eran momentos sublimes. Pero todo llega a su fin y a una hora determinada, multitud de madres a coro, voceaban los nombres de sus respectivos hijos para almorzar o cenar. Todo se tenía que dejar inmediatamente si no querías poner en riesgo tu integridad física y, aún siendo rápido, las más de las veces caía algún cosqui, por si acaso habíamos hecho algo malo, y acertaban, siempre acertaban.

La comida era simple, pero con sabor. La leche sabía a leche, el pollo sabía a pollo y el pavo, sólo se comía por navidad. Eran pavos amigos, con relación previa con la familia. Se compraban vivos del pavero, que paseaba por las calles su mercancía. Y no era el único que deleitaba al vecindario con el pase de sus animales. El cabrero también exhibía sus cabras y las ordeñaba en el instante a cada vecino. Después había que cocer la leche, pero la desagradecida muchas veces se cortaba y te quedabas sin la leche del día. Pero los pavos eran especiales. Mi padre los metía en el patio y pasábamos largas horas de compañía pavil. Pero siempre le llegaba su hora. Mi padre los cogía por el pescuezo y con un cuchillo se lo cortaba por la mitad hasta que se desangraba (la sangre también se comía). Una vez asesinado le tocaba a mi madre meterlo en un gran barreño lleno de agua hirviendo, donde lo metía y desplumaba. Curiosamente ahí se terminaba la fiesta, pues el pavo nunca fue un manjar en nuestra mesa, simplemente se cumplía con la tradición.

Mi madre era muy mala cocinera, o más bien, no le gustaba la cocina y hacía multitud de trampas para estar el menor tiempo posible entre fogones. Los guisos los hacía metiendo todo junto y que saliera lo que tuviera a bien salir. Pocas carnes y pescados, muchas frutas, verduras y legumbres, pan y leche en abundancia y algún que otro capricho ocasional era nuestra dieta. Pero había un día muy especial: los domingos que estaba mi padre. Hacía un perol cordobés que no tenía igual. Nunca probé nada que se le pareciera ni he vuelto a comer un arroz tan exquisito. Se calzaba su delantal, llenaba su copa con vino de Montilla, espoleaba a mi madre, que era la encargada de prepararle todos los condimentos y dejárselo todo listo, para que él le diera el toque maestro….y se lo daba. Sublime.

Pero mi madre sí que sabia hacer determinados platos que, ella y sólo ella, conseguía dar el toque especial. La tarta de gitano (chocolate y galletas María) era mi favorita, la tarta de zanahoria, la favorita de Nati, los maravillosos roscos, favoritos de todos, las albóndigas, los boquerones en vinagre, el gazpachuelo o el pez de limón eran algunos de sus ases guardados. Tampoco freía mal el pescado, como buena malagueña que era. Pero tenía un defecto que llegaba a ser una auténtica tortura: según su conocimiento, sólo alimentaba lo que estaba caliente. Imagínense una ciudad como Córdoba, a 45º de temperatura en verano, sin aire acondicionado y con un plato de cocido ardiendo en la mesa…y ojo, había que comérselo caliente. La cuchara viajaba del plato a la boca con una lentitud exasperante. Las espaldas se vencían, los culos se inquietaban y el sudor corría por la cara de todos los comensales. Se podía dejar un poco, pero sólo un poco. Lo que no se admitía era que sobrara pan, el pan era sagrado y te tenías que comer todo lo que te habías servido. Aunque no era un problema, el pan era pan y sabía a pan. Las teleras y las vienas habían sido hechas en un horno como Dios manda, con sus tiempos adecuados. 

La consecuencia lógica es que todos, menos Antoñi que tenía un estómago indómito, adelgazábamos en verano. Los maravillosos melocotones, los melones dulces, de secano como tienen que ser, y los tomates de Alcolea con sal, nos libraban un poco de la pesadez de los guisos. 

lunes, 7 de enero de 2013

Palabras para una vida 2


Parecía una motita de polvo, sorprendida y apurada, en el primer escalón de una inmensa escalera. 

Las sotanas comenzaron a llegar y la magia de la disciplina hizo el resto. De pronto, todo el patio lleno de niños, perfectamente formados en filas de a dos separados los de delante y los de detrás por el tamaño de un brazo. Desaparecieron por ensalmo los gritos de los mayores y los llantos de los recién llegados. El “Cara al sol” atronaba y el patio rojo se llenó de la primera canción de mi vida. Aún no la sabía, pero después se convertiría en el himno con el que todos los días comenzaba la tortura. Las filas de niños comenzaban a desfilar y la puerta del patio se iba vaciando con una exactitud militar.

El hermano José, mi primer profesor “de verdad”, era joven, lleno de sueños misioneros y deseoso de modelar los cerebros de los tarugos que se sentaban tras los pupitres. Recuerdo mi primer año en el colegio como un insoportable paso del tiempo. Lento, estéril, cansino. Mientras mis compañeros aprendían a leer, escribir, sumar y restar yo no tenía nada que hacer excepto mirar y soñar. Un patio se abría a la derecha de la clase, lleno, para mi sorpresa, de jazmín. Para el que no conozca estas latitudes, el jazmín brota en estas tierras hasta muy entrado el invierno. Incluso en marzo, cuando pugnan por salir las nuevas flores, las antiguas, poco olorosas ya, resisten para seguir enseñoreándose del jardín. Miraba muy poco la pizarra y mucho cada hoja, cada pétalo y cada pájaro que revoloteaba por el patio salvador.

Los recreos eran en el patio rojo, el patio de los pequeños. 1000 niños se afanaban en jugar al fútbol en una superficie de 30 por 30 metros. 30 o 40 balones corrían por doquier en otros tantos partidos que se disputaban a la vez, con docenas de porteros guardando porterías de dos metros, siempre los más gordos de cada clase. No cabía duda, si eres gordo has nacido para portero, lo siento, la vida es así y así lo tienes que aceptar. Y lo aceptaban. Eran tiempos en que nada se cuestionaba. Todos teníamos un destino común y grandioso y el destino del gordo era la portería.  

No se hablaba mucho, ni falta que hacía. Mientras había una pelota a la que rematar, sobraban las palabras. Había entrado al fin en el mundo de los hombres. No sentimientos, no llantos, disciplina, camaradería, fuerza, valor, coraje, violencia, pocas palabras y, sobre todo, pelotas, tantas como clases habían.

Las clases se desarrollaban en un profundo silencio. Había que cruzar los brazos sobre el pupitre, supongo que para que se vieran las manos, traviesas ellas y fuente de pecado (aunque por entonces, y con edades tan tiernas, no teníamos ni idea de las maravillas que se podían hacer con ellas). El demonio acechaba en cada rincón y el silencio y atención al profesor lo ahuyentaba. Seis horas pendientes del hermano José eran demasiadas y la aplicación tendía a dispersarse. Pero existía un arma harto elocuente y frecuentemente usada por las sotanas: el clack-clack. Un instrumento de tortura que sonaba igual a como su nombre indica, hecho con una madera, a mi juicio y a juicio de los que la probamos, demasiado pesada, que chocaba contra las cabezas de chorlito que osaban irse por los cerros de Úbeda. Dos en uno, el sonido alertaba y, si con la alerta no era suficiente, zas, clack-clackazo al ceporro despistado.

martes, 1 de enero de 2013

Los ricos también deben pagar


Los neoliberales defienden que los ricos deben pagar pocos impuestos porque de esa manera crean más riqueza. Nada más lejos de la realidad. La creación de la riqueza radica en que exista una amplia clase media que consuma. Ese ha sido el gran éxito del Capitalismo: crear una amplia base social con capacidad adquisitiva que, al consumir, crea más fábricas, más tecnología, más campos que sembrar, más negocios de ocio y todo ello va acompañado de muchos más empleos, los cuales generan más gente que consume. 

Antes del Capitalismo habían una minoría de ricos, generalmente nobles, inmensamente ricos y una gran mayoría de pobres, la plebe. Esa minoría de ricos apenas pagaban impuestos, exactamente lo que propugnan los neoliberales, y el resultado no era la creación de empleo, sino que los ricos eran cada vez más ricos, ni más ni menos.

En una sociedad en que la mayoría eran pobres, ¿en que podían invertir los ricos?. No podían, sencillamente porque no había nadie con la suficiente capacidad adquisitiva que consumiera lo que podían producir. Sólo podían invertir en la industria de la guerra, para arrebatar riquezas a otros ricos y/o quitar lo poco que tenían a los pobres, o en comprar más y más tierra para esclavizar más y más a los campesinos.

Los neoliberales, que presumen de ser capitalistas, no lo son en absoluto. Defienden las mismas propuestas económicas de la Edad Media, con sus absolutismos y privilegios de sangre noble y clero. Exorcizan todo aquello que huela a regulación de actividad económica, exactamente igual que en la Edad Media, y pretenden que el sector público sea minúsculo, de nuevo copian a la Edad Media.

Es positivo que los ricos paguen impuestos altos, pero guardando un equilibrio. Si el sistema impositivo llega a ser confiscatorio, se penaliza al que innova y arriesga y tampoco se generaría riqueza. Es bueno que el que trabaja duro, se arriesga y tenga nuevas y buenas ideas, obtenga un premio económico. El que crea empresas productivas debe tener premio, porque contribuye a aumentar la riqueza de todos, y el que especula y se dedica a ingeniería financiera tenga un castigo fiscal, justo lo contrario de lo que sucede hoy en día en USA y que poco a poco se está trasladando a Europa.

Unos impuestos altos, pero no excesivos, una regulación seria del sector financiero y una alta libertad moral conforman un Estado decente, en el que lo ricos lo son porque generan riqueza y no especulan con ella, la clase media trabaja y consume y los más débiles pueden ser atendidos y ayudados por todos.

Otra cuestión totalmente diferente es si el esquema del incremento eterno del PIB es sostenible. No lo es. Habrán que cambiar muchas cosas y hacer rentables políticas de ahorro energético y de recursos. Aprender a consumir sin consumismo. Interiorizar que la austeridad es una virtud. Empezar a pensar que la calidad de vida no tiene tanto que ver con los recursos que consumimos sino con las relaciones sanas que generamos.