lunes, 21 de enero de 2013

Palabras para una vida 6


BARCELONA
Siete años. Expreso al que llamaban “El catalán”. Seis de la tarde de un caluroso día de junio de 1967. Estación de Córdoba. Armado con un lápiz y un cuaderno para apuntar todas y cada una de las estaciones por las que íbamos a pasar (no me podía imaginar la cantidad de ellas que tendría que anotar). Acompañado por dos ancianas hiperprotectoras (mi abuela y mi tía Pepa, su hermana) y 29 horas de trayecto por delante. Canastos con comida para el viaje (demasiados canastos para dos mujeres mayores y un niño escuchumizado). 

Pretendían que me sentara y que bajo ningún concepto me levantara del asiento ya que si me levantaba, podían quitarme el sitio. Por aquel entonces se podía comprar el billete con reserva de asiento (más caro) o sin reserva, pero nosotros sí llevábamos reserva. De todas formas, la vida les había enseñado que no se podían fiar de nada ni de nadie. Entre  ellas dos sumaban una enorme cantidad de tragedias en sus espaldas, varios hijos muertos de hambre y muchas injusticias vividas. Mi abuela tenía 66 años y mí tía algunos menos, pero el dolor sufrido se reflejaba en sus caras y en sus espaldas. Parecían dos ancianas y lo eran de verdad.

Desde el minuto uno, tras el arranque del tren, empezaron a discutir y no terminarían hasta llegar a la estación de Francia. Sólo paraban para sacar una de las canastas con viandas para intentar, no con demasiado éxito, que me atiborrara de comer. Comía poco, y es que no me gustaba comer. Mi abuela, con tres hijos muertos por hambre en la posguerra, se desesperaba al ver lo delicadito que era al enfrentarme con un bocadillo. Su frase mágica, que pasaría a la posteridad, era: “tres mesesitos de hambre te daba yo”. Y la verdad es que, aunque nunca los he pasado, de tanto repetirla, se me quedó grabada para siempre. Me enseñó a distinguir lo que realmente era esencial (muy pocas cosas), lo que era importante (pocas cosas) y lo que era banal (casi todo por lo que la gente sufre inútilmente). Mucho más tarde aprendí a no sufrir, pero aún no era el momento.

Yo, que era un niño muy obediente, aguanté hasta la extenuación mis ganas de orinar, pero mi vejiga tenía un límite. El tren estaba abarrotado. Todos los asientos ocupados y el pasillo lleno. Mis acompañantes no salían de su asombro cuando les dije que ya no podía aguantar más. ¡Pero si sólo llevamos 10 horas¡. Mi abuela me acompañó al retrete y mi tía dibujó su expresión más feroz para defender los dos preciados, y caros,  asientos. No pasó nada. El franquismo vigente tenía sus compensaciones. Nadie osaba quitar nada a nadie y, entre gallinas vivas y maletas destartaladas, recorrimos el pasillo que daba paso a nuestro apartamento.

Veintinueve horas sentado, con dos ancianas desconfiadas y peleonas, asientos duros y un fuerte olor a humanidad no son el paradigma de las vacaciones soñadas. Pero la ilusión iba creciendo con cada Km y cada estación que pasábamos. Aunque en alguna ocasión había estado en Málaga, era tan pequeño que no me acordaba, por lo que aquella aventura era casi tan grande como cuando Frodo salió de la Comarca. Mis ojos se salían de las órbitas cuando contemplaban los letreros de Linares, Albacete, Valencia   o Castellón. Ciudades que sólo existían en mis libros y en mi imaginación, pero que de pronto se exhibían ante mí. Mi estupor era tan grande como si ahora visitara Rohan o Mordor.

La camaradería existente entro los ocho ocupantes de la cabina, y la verdad, entre todos los que viajaban, hicieron que las 29 horas no fueran tediosas, muy al contrario. Rápidamente todos comenzaron a hablar de sus vidas y de sus cuitas, aunque vida y cuitas eran sinónimos en aquellos tiempos. La mayoría habían vivido la guerra civil, triste, y la posguerra, mucho más cruel. Hablaban de hambre, destierro, injusticia, miedo y desesperación. Todos tuvieron pérdidas, las peores por hambre y enfermedades después del fin de la guerra. Todos se acordaban del tifus, la tuberculosis y los piojos, eternos acompañantes de aquellos años. Parecía un concurso para saber quien había sufrido más. Mi abuela siempre lo ganaba.

Tenían tan claro el enorme sufrimiento vivido que la situación económica y social de la España de la época les parecía un mundo de fantasía. Había comida, todos tenían casas, más o menos humildes, e incluso tenían para algún pequeño capricho. Nadie quería saber nada de violencias. Las relaciones se establecían con facilidad y con una enorme educación y respeto. Habían aprendido, a base de sangre y lágrimas, que llevarse bien era mejor que enfrentarse. Los movimientos contestatarios no existían en una ciudad provinciana como Córdoba. Había delincuencia, como no, pero era tan pequeña que apenas era visible. Salvo los que luchaban contra la dictadura, que eran muchos menos de los que ahora nos quieren hacer creer, no había miedo, los niños jugaban solos en las calles y las puertas de las casas estaban abiertas.

La gente decidió sacrificar libertad a cambio de seguridad y bienestar. La democracia, los sindicatos y los partidos políticos sólo traían recuerdos de guerra y miseria. El nivel cultural y la propaganda del régimen arraigaron aún más esta creencia.

Cuando se critica a los millones de españoles que no lucharon contra el franquismo, la gran mayoría dicho sea de paso, se comete una enorme injusticia. Hay que ponerse en sus zapatos antes de criticarlos. Siento un profundo respeto y admiración por los que iban conmigo en ese tren y en esa vida. La enorme valía de aquellos españoles se puso de manifiesto más tarde en la Transición política. El respeto y la convivencia sana que  atesoraron durante tantos años de dictadura fue la principal causa del paso a una democracia de manera ejemplar. La canción “Libertad sin ira” de Jarcha, refleja a la perfección lo que se sentía en aquellos momentos.

Pero sigo en el Expreso. Llegaba a Barcelona. Eran las 11 de la noche y acumulaba un retraso de sólo 9 horas. Empezaron a entrarme dudas sobre si mis tíos me seguirían esperando o no. Entrábamos en la Estación de Francia. Me pareció bellísima y enorme. Bulliciosa, a pesar de las horas. Cientos de andaluces esperaban en el andén a otros cientos de andaluces que llegaban de su tierra. Los que llegaban lo hacían desde el tercer mundo, los que los recibían ya eran ciudadanos europeos. Tal era la enorme diferencia entre una Andalucía medieval y una Cataluña burguesa del siglo XX. Los obreros andaluces de las fábricas catalanas eran auténticos potentados a los ojos de los campesinos andaluces que llegaban para labrarse un futuro. El director de la fábrica era infinitamente más humano y justo que el cacique del que huían.

Desde la ventanilla vi a mi tío Angelín, con su enorme corpachón que alojaba al corazón más grande que he conocido. Con un físico que recordaba a un gorila y un alma que hacía honor a su nombre. El hombrón que nunca dejó de ser un niño, de disfrutar como un niño ni de tener la inocencia de un niño. A su lado se encendía un áura que rodeaba a la mujer más hermosa del mundo: mi tía. Dejé de percibir ruidos, movimientos, colores y olores. Volvía a estar en mi lugar, regresaba a mi hogar.

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