domingo, 27 de enero de 2013

Palabras para una vida 8


RUTINA EN SARDAÑOLA
El ritmo de vida en Sardañola era muy tranquilo. Poco tráfico y muchos peatones. No había ricos ni pobres. Todos eran obreros, sin grandes diferencias culturales o económicas entre ellos. Estaban satisfechos con su trabajo y su remuneración. No había delincuencia. Todos disponían de pisos dignos, muchos tenían coches y algunos, entre ellos mis tíos, tenían una torre (una casa en el campo). Los colegios funcionaban, la plaza de abastos estaba bien surtida y con precios razonables, pocas tiendas, menos bares y muchos espacios para que jugaran los niños. 

Me levantaba temprano y desayunaba. Hablaba con mi tía y leía. Descubrí a Roberto Alcázar y Pedrín, la lectura preferida de mi tío, y al todopoderoso Capitán Trueno. Todos los libros que había, que no eran muchos, cayeron en mis garras ávidas, sobre todo los de geografía. Con mis siete años sabía todos los países del mundo, sus capitales, población, fronteras, economía y un sinfín de datos áridos, pero que me fascinaban. Tampoco andaba mal en astronomía. Los planetas, estrellas y galaxias eran amigos. Quizás me interesaba tanto lo externo porque de esta manera huía de mi propio mundo. 

Mi hambre de conocimiento no tenía fin y mi tía estaba encantada con semejante prodigio. Y yo no salía de mi asombro cuando ella se sentaba conmigo a charlar de tu a tu. Disfrutaba de mi conversación, buscaba mi compañía y siempre estaba dispuesta a escucharme y, lo más raro, a hacerlo con admiración y respeto. Me tenía muy en cuenta y eso hacía que mi lamentable autoestima creciera hasta el infinito. Era un ser digno de amor, admiración y respeto. Nunca, jamás, se lo podré agradecer como lo merece. Ella se convirtió en el personaje adulto que ayudó a equilibrar a un niño gravemente herido para que en el futuro pudiera hacer frente a las adversidades, superarlas, y ser transformado positivamente por ellas. Y era una mujer que nunca leía y a duras penas escribía (con cientos de faltas de ortografía). Su nivel cultural era tan bajo como grande su corazón y empatía.

Casi todas las mañanas había algún recado que hacer y siempre estaba dispuesto a ir a cualquier sitio para poder hablar y escuchar catalán. La paciencia de las dependientas era recompensada con mi paulatina fluidez en su idioma. Actualmente sería impensable que un niño de esa edad saliera solo a la calle, pero en 1967 era normal y seguro. ¿Qué estamos haciendo mal para tener encerrados en casa, o escoltados cuando salen, a nuestros niños de hoy?. 

La hora del almuerzo era todo un lujo. La comida era sencilla pero bien cocinada y con buenos productos. El cocido con arroz, mi plato favorito, lucía con frecuencia en la mesa. No faltaban ensaladas, frutas y un postre que jamás había probado: el yogurt, que era demasiado caro para la débil economía de mi casa y difícil de almacenar si no se disponía de frigorífico. Pero mi tía tenía frigorífico. Era magia, ella lo tenía todo, lo material, la belleza, la ternura y el amor.

Mis huesos se fueron rellenando, ¡y de qué manera¡. No hay nada como la tranquilidad, sentirse querido y buenos alimentos para rellenar un cuerpo desnutrido. Mi madre siempre decía que el agua de Barcelona me sentaba muy bien y por eso volvía tan gordito. Nunca la saqué de semejante error.

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