lunes, 14 de enero de 2013

Palabras para una vida 4


Enfermedad
Tenía siete años cuando me puse enfermo. Mis recuerdos son muy borrosos pero sé que estuve en cama al menos un mes y, por los síntomas que tuve y lo que me contaron mis padres, sufrí una Fiebre reumática y una parotiditis con orquitis. La orquitis (inflamación de los testículos), asustó especialmente a mis padres que pensaron que podía dejarme estéril o, lo que era mucho peor, maricón. No era de extrañar que pensaran eso, todo el mundo sabía que la masculinidad era cuestión de cojones y, los míos, se hincharon de manera catastrófica. Para ahondar en sus temores, durante la adolescencia era bastante amanerado y mi mejor amigo en aquellos momentos era gay. Cuando mi padre me vió un día con una de mis novias en actitud inconfundible, las risas y la relajación fueron evidentes: su hijo seguiría las heroicas acciones del padre en el campo del amor.

Aunque no recuerde bien la enfermedad, sí me dejó secuelas que han marcado el resto de mi vida y que en buena medida colaboraron para ser quién soy. La primera fue lo que se conoce como el baile de San Vito o corea de Sydenham. Hacía movimientos extraños e involuntarios con las manos y, lo peor de todo, con los pies. Cuando esto sucedía me caía al suelo. Y sucedía muchas veces todos los días. En casa no pasaba nada porque intentaba estar siempre sentado, pero al ir al colegio y en los recreos no se podía ocultar. La gente se reía y los niños se mofaban de mí. La poca seguridad que tenía se derrumbó y comenzó el segundo calvario: la tartamudez. Hasta ese momento hablaba sin problema, pero sin venir a cuento, hablar se convirtió en la mayor de mis torturas. Era una tartamudez extrema. No era capaz de soltar una palabra entera. No podía completar ninguna frase. 

Mis padres me llevaron al médico y éste me derivó al neurólogo que, tras un electroencefalograma, dictaminó que me esforzaba demasiado en todo y que la culpa era de ellos por obligarme a estudiar tanto. La verdad es que mis padres nunca me obligaron a estudiar, no les hizo falta. Curiosamente esto satisfizo enormemente a mis padres. Tartamudeaba porque tenía mucha fuerza de voluntad, o la frase que empleaba mi padre, mucho amor propio. Este amor propio nada tiene que ver con el concepto actual de autoestima, sino más bien con el orgullo. 

El diagnóstico no llevaba parejo un tratamiento eficaz. Las cosas tenían que seguir su curso y mi tartamudez no mejoró durante muchos años, demasiados. El mundo se convirtió en enemigo y durante años sólo tuve dos figuras salvadoras: mi padre y mi tía Lina. Así se forma la resiliencia: unas circunstancias especialmente duras en la infancia pero con apoyos de adultos que consiguen que sobreviva un mínimo de autoestima en el niño. 

Ya no salía jamás a la calle a jugar. No tuve durante años ni un solo amigo. Jamás conversaba con ninguno de mis compañeros de colegio. Me consideraba un monstruo, un engendro que no podía inspirar amor o amistad, excepto en mi familia. Me sabía muy inferior, pero tenía orgullo. Los adultos me miraban con pena y con una risa no contenida, y no sé cual de las dos cosas era peor. Pero los niños eran realmente crueles.  Si los gordos eran fáciles dianas para las torturas, el tartamudo que se caía era la gran estrella de los desgraciados. Me llovían las bromas pesadas, los insultos y todo tipo de maltrato físico y psicológico. Un maltrato que jamás lo denuncié ni a los profesores ni a mi familia. Suficiente pena me daba a mí mismo como para constatar la pena que podía inspirar en los demás.

Era un monstruo, pero nací bravo. Un monstruo bravo no inspira amor, pero al menos sí inspiraría miedo y, con ello, conseguir respeto de los demás. Un respeto que no sentía hacia mí mismo. Decidí que cada injusticia, risa, o insulto que sufriera iría acompañado por una pelea con el o los causantes. La frase “a la salida del cole te espero” era la única que conseguía decir de un tirón, de tantas veces como la repetí. Todos los días tenía seis o siete peleas, todas con varios a la vez. No me importaba, recibía más de lo que repartía, porque siempre estaba en inferioridad numérica, pero no me dolía el cuerpo cuando tenía tan herida el alma. Ni un solo día escapaba el que me hubiera hecho algún feo, pero solían ser muchos y a todos me enfrentaba como un toro enrabietado. El plan era simple, todos tenían que recibir al menos un puñetazo. El plan se fue refinando cuando constaté que se había convertido en un momento de jolgorio el pegarle entre todos al tartamudo al final de las clases. Seguía con las peleas colectivas, pero siempre seguía a uno, normalmente el que hubiera hecho la faena más grande del día y, cuando necesariamente se quedaba solo, iba a por él y le machacaba literalmente. Tenía demasiada experiencia con las peleas y además era el más alto y fuerte de la clase. En un uno contra uno siempre vencía. El miedo se corrió y ninguno de mis compañeros sabía si él iba a ser el siguiente en recibir una paliza. A mi favor jugaba que la figura de chivato era tan mal vista, que ninguno de mis aporreados compañeros osó jamás denunciarme. 

En menos de un año nadie en mi clase osaba reírse de mí. Pero tenían hermanos mayores y la siguiente que me hicieron fue que en los recreos, niños con 3-4 años más que yo, empezaron a meterse conmigo. Para mí, la diferencia de altura y de fuerza no eran impedimento para enfrentarme con quien fuera. Y tras muchas peleas con mayores, siempre perdidas por mí, se cansaron porque ellos también recibían y mi constancia era tal que sabían que un insulto equivalía a una pelea ganada, pero con consecuencias físicas para el grandullón, porque ellos peleaban por diversión y a mí me iba la vida en ello.

Tras dos años de peleas diarias llegó la paz. Nadie me quería, pero nadie osaba molestarme. No estoy nada orgulloso de esta parte de mi vida, pero jamás me peleé sin un insulto previo.

No sólo demostré mi superioridad en las peleas, también me volcaba en los estudios para ser siempre el número 1, y a fe que lo conseguía, excepto en dibujo y en trabajos manuales, que siempre suspendía, a pesar de que era a lo que dedicaba más horas. Sólo siendo el mejor me perdonaba en parte sentirme el peor. No disfrutaba de mis dieces, ni de mis cuadros de honor, ni de mis medallas al mérito académico, pero me servían para que “me respetaran” y pensaran que era mejor de lo que parecía. Y creo que sí me llegaron a respetar aunque yo no logré respetarme durante mucho tempo.

Como en todo tenía que ser el mejor, me empeñé en jugar bien al fútbol, el deporte omnipresente en España. Pero aunque la cabeza me funcionaba bien, los pies eran harina de otro costal. No daba una. Mi falta de técnica lo solucionaba con una dureza extrema y una enorme tensión en cada jugada. Mis patadas a los tobillos ajenos superaban con creces a las que conseguía dar al balón. Nadie me quería en su equipo pero, sobre todo, nadie me quería en el equipo rival. 

El baloncesto por aquel entonces era un deporte minoritario en España. Como era alto, fuerte y pésimo futbolista, me enrolé en el equipo del Hermano Francisco y, para mi sorpresa, el baloncesto estaba hecho para mí. Rápidamente me convertí en el mejor jugador del colegio y eso hizo que los curas se dieran cuenta de mi existencia. Entrenaba todos los días cinco horas y hasta siete en sábados y domingos. Como no necesitaba estudiar para sacar mis sobresalientes y no tenía amigos para jugar, todas mis energías y mis rabias se centraron en el balón naranja. No había descanso. La mayoría de entrenamientos los hacía solo, ya que el equipo entrenaba una hora diaria. Pero aprendí a concentrarme en la pelota y la canasta de tal manera, que el mundo dejaba de respirar mientras encestaba. La tartamudez no existía en el diálogo que entablaba con los tableros. Esa capacidad de concentración llegó a ser tan manifiesta que conseguía dejar la mente en blanco durante horas. Entraba en trance hasta el punto de que al terminar cada entrenamiento era incapaz de recordar si había encestado todas o ninguna.

Esa era mi vida, esa era mi muerte. Dejar pasar las horas asomado a un vacío que no me dañaba, pero en el que no vivía. Sólo vegetaba. En casa me sentaba en un sofá y leía cómics y libros. Tenía poca relación con hermanas y padres. Las tardes de los sábados y domingos iba al Cine Cabrera para el pase doble infantil. Iba solo, siempre solo. Después daba vueltas por Córdoba o me sentaba en cualquiera de sus parques y plazas para dejar pasar el tiempo hasta que eran las 9 de la noche, en que podía llegar a casa. Lo hacía de esta manera para que creyeran que hacía la vida normal que hacían todos los niños y que toda la tarde había estado acompañado de amigos. Nunca supe si conseguí engañarlos.

2 comentarios:

Kaken dijo...

Cuanta tristeza para un solo niño! Y cuán admirable tu resiliencia, tu superación. Lo lograste. Te quiero.

Juan dijo...

No soy el único Kaken, hay demasiados que han sufrido infinitamente más. Al menos tenía apoyos, mientras que otros no los tuvisteis.