sábado, 12 de enero de 2013

Palabras para una vida 3


El Colegio estaba en pleno centro de Córdoba y mi casa quedaba en las afueras, a unos 3 Km de distancia. Mi madre, previsora como pocas, pensó que era demasiado trecho para que fuera solo un niño de seis años. Como en el barrio habían millones de niños, entre tanto insensato, habría alguna excepción sobre la que cargarme. El elegido fue Carlitos, también alumno del insigne centro, manso como pocos, que con sus ocho años y su inmensa docilidad, aceptó a llevarme y traerme. ¡Qué paciencia la del pobre chaval¡. Si ha seguido sus impulsos naturales y ha hecho caso de los adornos de bondad que sobre él cargaban todos, seguro que a estas alturas ha llegado a Santo como mínimo  y a desgraciado con toda seguridad. Si te tildan de malo es toda una liberación, eres libre de hacer casi todo lo que quieres, con algún peaje ocasional. La gente es muy comprensiva con el malhechor de nacimiento, con el que todos acertaron en sus predicciones. Pero si te visten de bueno, estás perdido. No puedes hacer lo que quieres, sino lo que esperan de tu bondad.

Carlitos se tenía que levantar media hora antes de lo habitual porque llevarme con él suponía continuas paradas en el canal, para ver correr el agua que tanto me gustaba, oír el pájaro que se escondía en el árbol u oler el romero que se interpusiera en nuestro camino. Y el trayecto se repetía cuatro veces todos los días, pero el agua, el pájaro y el romero, siempre eran diferentes, o al menos a mí me lo parecía.

El pobre sólo aguantó el primer trimestre. En las vacaciones de navidad, su madre le indicó a la mía que yo ya estaba preparado para ir solo.

El barrio

Mi barrio se llama Olivos Borrachos. Tenía ocho calles y 3000 habitantes, la mayoría niños, como Dios, la falta de anticonceptivos y la inexistencia de la televisión, mandan. 

Parece ser que su nombre hace mención al olivar que existió antes de crearse el barrio. Era el sitio de reunión de los hombres que jugaban a las cartas y dominó y enviaban a los críos a por vino a las tabernas "para los que están en los olivos". No hay que hilar muy fino para mezclar cartas, olivos, vinos y Asturias patria querida. 

Fue construido para albergar a los ferroviarios que vinieron tras convertirse la Estación de Cercadillas en un nudo importante de comunicaciones. Más tarde, la Revolución Industrial también llegó a Córdoba, por increíble que pueda parecer, y dos grandes complejos metalúrgicos, Electromecánicas y Cenemesa, se asentaron cerca del barrio, llenando de obreros este original barrio de ferroviarios. 

Más que un barrio era un pueblo, pues estaba completamente rodeado de huertas y granjas. Córdoba estaba a 500 metros pero ni se veía desde el barrio, tal era la arboleda que se interponía. Por ello, no se hacía vida urbana sino rural. 

Los mandamás del barrio eran Don Paulino, el párroco; las dos maestras, Mada y Loli; Diego, el dueño de la única tienda, que en muy poco espacio tenía todo lo que había que tener para sobrevivir; Salcedo, el dueño de la única taberna, y la estanquera. No teníamos guardia civil, pues pocos crímenes se cometían salvo no ir a misa en domingo o fiesta de guardar; ni cartero, pues las dos cartas diarias que se recibían entre todos los vecinos, no justificaba la existencia del mismo. Tampoco habían jueces profesionales, pero sí cientos de jueces aficionados que podían llegar a tener una crueldad extrema con el que se saliera del carril, porque sólo había un carril. Por lo demás, los que hayan visto la serie Crónicas de un pueblo, habrán entendido los ritmos de mi barrio. 

La vida se desarrollaba en la calle. Las casas no eran más que la prolongación de la misma. Los niños jugaban con niños, sin adultos de por medio, y las burradas eran castigadas por cualquiera que circulara por el lugar. Y pobre del que no hiciera caso al mayor, pues tenía la potestad del cachete y, lo más grave, se lo decía a tus padres que, abochornados, multiplicaban el castigo. El barrio educaba tanto como los padres. 

Los niños teníamos mucha libertad, pero también había consecuencias para el que se pasara. Los juegos eran simples, pues los medios económicos eran muy escasos. Teníamos lo suficiente para comer, un par de zapatos (Gorila, por supuesto) y dos mudas de ropa interior y exterior. Y la ropa de los domingos. Nuestro principal juguete era la imaginación, y de ese juguete teníamos a raudales. Con un pincho o un par de canicas se pasaban las horas y las horas y, si faltaban, nuestras manos se convertían en arcos, espadas, rifles y lo que hiciera falta. Los cuerpos también daban mucho juego. El salto piola, las carreras, policías y ladrones, tirar piedras al canal o recolectar a escondidas algún higo de la huerta eran momentos sublimes. Pero todo llega a su fin y a una hora determinada, multitud de madres a coro, voceaban los nombres de sus respectivos hijos para almorzar o cenar. Todo se tenía que dejar inmediatamente si no querías poner en riesgo tu integridad física y, aún siendo rápido, las más de las veces caía algún cosqui, por si acaso habíamos hecho algo malo, y acertaban, siempre acertaban.

La comida era simple, pero con sabor. La leche sabía a leche, el pollo sabía a pollo y el pavo, sólo se comía por navidad. Eran pavos amigos, con relación previa con la familia. Se compraban vivos del pavero, que paseaba por las calles su mercancía. Y no era el único que deleitaba al vecindario con el pase de sus animales. El cabrero también exhibía sus cabras y las ordeñaba en el instante a cada vecino. Después había que cocer la leche, pero la desagradecida muchas veces se cortaba y te quedabas sin la leche del día. Pero los pavos eran especiales. Mi padre los metía en el patio y pasábamos largas horas de compañía pavil. Pero siempre le llegaba su hora. Mi padre los cogía por el pescuezo y con un cuchillo se lo cortaba por la mitad hasta que se desangraba (la sangre también se comía). Una vez asesinado le tocaba a mi madre meterlo en un gran barreño lleno de agua hirviendo, donde lo metía y desplumaba. Curiosamente ahí se terminaba la fiesta, pues el pavo nunca fue un manjar en nuestra mesa, simplemente se cumplía con la tradición.

Mi madre era muy mala cocinera, o más bien, no le gustaba la cocina y hacía multitud de trampas para estar el menor tiempo posible entre fogones. Los guisos los hacía metiendo todo junto y que saliera lo que tuviera a bien salir. Pocas carnes y pescados, muchas frutas, verduras y legumbres, pan y leche en abundancia y algún que otro capricho ocasional era nuestra dieta. Pero había un día muy especial: los domingos que estaba mi padre. Hacía un perol cordobés que no tenía igual. Nunca probé nada que se le pareciera ni he vuelto a comer un arroz tan exquisito. Se calzaba su delantal, llenaba su copa con vino de Montilla, espoleaba a mi madre, que era la encargada de prepararle todos los condimentos y dejárselo todo listo, para que él le diera el toque maestro….y se lo daba. Sublime.

Pero mi madre sí que sabia hacer determinados platos que, ella y sólo ella, conseguía dar el toque especial. La tarta de gitano (chocolate y galletas María) era mi favorita, la tarta de zanahoria, la favorita de Nati, los maravillosos roscos, favoritos de todos, las albóndigas, los boquerones en vinagre, el gazpachuelo o el pez de limón eran algunos de sus ases guardados. Tampoco freía mal el pescado, como buena malagueña que era. Pero tenía un defecto que llegaba a ser una auténtica tortura: según su conocimiento, sólo alimentaba lo que estaba caliente. Imagínense una ciudad como Córdoba, a 45º de temperatura en verano, sin aire acondicionado y con un plato de cocido ardiendo en la mesa…y ojo, había que comérselo caliente. La cuchara viajaba del plato a la boca con una lentitud exasperante. Las espaldas se vencían, los culos se inquietaban y el sudor corría por la cara de todos los comensales. Se podía dejar un poco, pero sólo un poco. Lo que no se admitía era que sobrara pan, el pan era sagrado y te tenías que comer todo lo que te habías servido. Aunque no era un problema, el pan era pan y sabía a pan. Las teleras y las vienas habían sido hechas en un horno como Dios manda, con sus tiempos adecuados. 

La consecuencia lógica es que todos, menos Antoñi que tenía un estómago indómito, adelgazábamos en verano. Los maravillosos melocotones, los melones dulces, de secano como tienen que ser, y los tomates de Alcolea con sal, nos libraban un poco de la pesadez de los guisos. 

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