Parecía una motita de polvo, sorprendida y apurada, en el primer escalón de una inmensa escalera.
Las sotanas comenzaron a llegar y la magia de la disciplina hizo el resto. De pronto, todo el patio lleno de niños, perfectamente formados en filas de a dos separados los de delante y los de detrás por el tamaño de un brazo. Desaparecieron por ensalmo los gritos de los mayores y los llantos de los recién llegados. El “Cara al sol” atronaba y el patio rojo se llenó de la primera canción de mi vida. Aún no la sabía, pero después se convertiría en el himno con el que todos los días comenzaba la tortura. Las filas de niños comenzaban a desfilar y la puerta del patio se iba vaciando con una exactitud militar.
El hermano José, mi primer profesor “de verdad”, era joven, lleno de sueños misioneros y deseoso de modelar los cerebros de los tarugos que se sentaban tras los pupitres. Recuerdo mi primer año en el colegio como un insoportable paso del tiempo. Lento, estéril, cansino. Mientras mis compañeros aprendían a leer, escribir, sumar y restar yo no tenía nada que hacer excepto mirar y soñar. Un patio se abría a la derecha de la clase, lleno, para mi sorpresa, de jazmín. Para el que no conozca estas latitudes, el jazmín brota en estas tierras hasta muy entrado el invierno. Incluso en marzo, cuando pugnan por salir las nuevas flores, las antiguas, poco olorosas ya, resisten para seguir enseñoreándose del jardín. Miraba muy poco la pizarra y mucho cada hoja, cada pétalo y cada pájaro que revoloteaba por el patio salvador.
Los recreos eran en el patio rojo, el patio de los pequeños. 1000 niños se afanaban en jugar al fútbol en una superficie de 30 por 30 metros. 30 o 40 balones corrían por doquier en otros tantos partidos que se disputaban a la vez, con docenas de porteros guardando porterías de dos metros, siempre los más gordos de cada clase. No cabía duda, si eres gordo has nacido para portero, lo siento, la vida es así y así lo tienes que aceptar. Y lo aceptaban. Eran tiempos en que nada se cuestionaba. Todos teníamos un destino común y grandioso y el destino del gordo era la portería.
No se hablaba mucho, ni falta que hacía. Mientras había una pelota a la que rematar, sobraban las palabras. Había entrado al fin en el mundo de los hombres. No sentimientos, no llantos, disciplina, camaradería, fuerza, valor, coraje, violencia, pocas palabras y, sobre todo, pelotas, tantas como clases habían.
Las clases se desarrollaban en un profundo silencio. Había que cruzar los brazos sobre el pupitre, supongo que para que se vieran las manos, traviesas ellas y fuente de pecado (aunque por entonces, y con edades tan tiernas, no teníamos ni idea de las maravillas que se podían hacer con ellas). El demonio acechaba en cada rincón y el silencio y atención al profesor lo ahuyentaba. Seis horas pendientes del hermano José eran demasiadas y la aplicación tendía a dispersarse. Pero existía un arma harto elocuente y frecuentemente usada por las sotanas: el clack-clack. Un instrumento de tortura que sonaba igual a como su nombre indica, hecho con una madera, a mi juicio y a juicio de los que la probamos, demasiado pesada, que chocaba contra las cabezas de chorlito que osaban irse por los cerros de Úbeda. Dos en uno, el sonido alertaba y, si con la alerta no era suficiente, zas, clack-clackazo al ceporro despistado.
4 comentarios:
Me fascina qe salierais normales los que aún vivisteis eso. A mí ya me tocó mucho más descafeinado y aún recuerdo ciertas cosas con un rencor que no te cuento.
La capacidad de adaptación es infinita, sobre todo cuando se acaba de salir de una guerra y postguerra terroríficas. Lo que teníamos nos parecía lo mejor del mundo y Franco era maravilloso, "porque nos daba de comer" y había paz. Eso era lo que pensaba la gran mayoría de españoles. Claro, la propaganda del régimen lo hacía bien y como no existía oposición, ya te puedes imaginar lo sesgada que era la información.
Pero tanto mi familia (que es de izquierda en su gran mayoría) como la mayoría de conocidos y de gente que vivió en esa época, reconocen que no se vivía mal
No, si está claro. O te adaptas o te pegas un tiro. Una de las cosas buenas del ser humano es que es capaz de ser feliz y de vivir con normalidad casi en cualquier circunstancia. Por eso en el fondo no es tan raro que mucha gente lo recuerde sin amargura. Hasta a mi padre, que siente un rencor inmenso por muchas de las cosas que vivió de niño, se le ilumina la cara hablando de los juegos, las trastadas, de cómo era su barrio, de los vecinos... Al fin y al cabo fue esa su normalidad.
Además, es curioso, pero uno puede recordar riendo el tortazo que le dio un profesor y casi con lágrimas una palabra dura de otro. Depende de muchas cosas. Yo no guardo rencor a algunas monjas del cole, porque pese a ser ñoñas, unas plastas o incluso tener la mano larga para arrear, se les veía cierto buen fondo. No había en ellas maldad, simplemente eran burras, o ignorantes, o qué sé yo. En cambio hubo otras que, sin poner jamás la mano encima, resultaron tan crueles y dañinas que sólo puedo recordarlas con ira, incluso si a mí no me afectó su mala baba. Recuerdo con más cariño a una que era una especie de sargento de artillería que a otra que hablaba como muy suave y de buen rollito pero no perdía ocasión de humillar a las niñas más torpes o que les costaba más aprender. Uf. A esa le cruzo la cara mentalmente cuando la recuerdo, y eso que a mí nunca me atacó. Pero la vi atacar a muchas otras y recuerdo cómo se me ponían los nervios de puro cabreo. Ascazo total.
En mi colegio había un cura, el hermano Ignacio, que era el que repartía leña a troche y moche. Todos los antiguos alumnos lo recordamos con cariño y respeto porque, aunque equivocado en sus maneras, era justo, honesto y estaba convencido de que lo que hacía era por el bien de los muchachos.
No duele tanto la violencia "honrada", la que hacen personas honestas pensando que hacen un bien, sino la mala leche.
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