sábado, 30 de marzo de 2013

Palabras para una vida 32


Lecturas
Con cada año que cumplía mi interés por lo tebeos aumentaba, pero mi bolsillo no crecía en la misma magnitud. En casa teníamos lo justo para comer, pagar las letras y los gastos de educación, pero nada más. La paga semanal era muy pequeña y sólo me daba para ir a la sesión infantil del cine Cabrera de los domingos. La única opción era trabajar, pero en una tierra de emigrantes no era fácil encontrar trabajo estable pero sí pequeños apaños para no pasar demasiados apuros. 

La recogida de la aceituna era una buena época para ganar unos cuartos y, en aquellos momentos, el trabajo infantil no estaba mal visto, así que me iba al olivar que la familia de Bustos tenía en Baena todos los fines de semana de la cosecha y aprendí a recoger la aceituna del suelo y más tarde a varearla. También descargaba camiones en algunos almacenes que había por Ciudad Jardín, hacía mudanzas con un par de empresas que me agencié, recogía algodón en algunas fincas cercanas a Córdoba o daba clases particulares a algún compañero del colegio que se le dieran especialmente mal las matemáticas. Poco a poco fui abriendo caminos y como era trabajador y callado, dos cualidades especialmente cotizadas, cada vez disponía de más empleos. 

Aunque pagaban poco, era más que suficiente para hacerme con una biblioteca aceptable y migratoria. Como los libros y tebeos nuevos eran caros y mi sed lectora amplia, los conseguía de varias maneras. 

La primera era dando clases a colegas del cole que me pagaban en cómics a razón de una tarde, un cómic. A pesar de la tartamudez, sabía explicar las matemáticas, física o química de manera que se entendiera, por lo que no me faltaban encargos por parte tanto de los compañeros como de sus padres. Los buenos resultados de sus exámenes eran el aval para conseguir más y más clases. El que no tenía un cómic para darme, me pagaba en metálico lo que costaba uno nuevo. 

La segunda era obtenerlos de segunda mano en varias librerías de compra venta que había en los alrededores de la Plaza de la Corredera. 

La tercera era cambiarlos en las mismas librerías por otros del mismo valor con lo que bajaba mucho el precio. 

La cuarta era jugarlos al baloncesto. El primero que encestaba diez canastas desde diversos puntos previamente establecidos, ganaba un tebeo. Desgraciadamente esta manera duró poco, pues nadie me podía ganar, a pesar de que daba diversas ventajas e incluso fallaba tiros a posta para que el incauto se picara y creyera que estaba a punto de ganarme. 

La quinta era la biblioteca del colegio que no estaba nada mal, pero era muy sesgada. Muchos libros religiosos, textos académicos y no demasiada literatura. Pero encontré allí una auténtica joya: La historia de Roma de Tito Livio, en latín y en español. Leí los treinta y tantos tomos en latín (no me explico porqué, pero el latín se me daba extremadamente bien) y disfrutaba tanto de los acontecimientos históricos como de la misma traducción, que fue todo un reto para una mente adolescente sedienta de desafíos. El empeño de hacerlo más difícil, cuando tenía a mi disposición la versión española, era por una parte para demostrarme a mí mismo lo bueno que era y, sobre todo, demostrarles a los demás que los superaba en todo lo que fuera cerebro. Jamás he vuelto a leer nada en latín y aquel esfuerzo, como tantas tonterías que estudié y memoricé, no han servido para nada. Sentía fascinación por calentarme la cabeza, quizás por eso ahora me la caliente tan poco y sea extremadamente vago. Siempre voy a lo fácil, a simplificar lo más que pueda, incluso cuestiones complejas. Antes de realizar un esfuerzo siempre me pregunto ¿Para qué me sirve?. Si la respuesta es para poco o nada, abandono. 

Por último siempre me quedaba la vieja biblioteca municipal de Córdoba, situada al final de la calle Nueva. Esta era la manera más complicada, pues estaba llena de polvo, desordenada y no solía contar con las novedades que yo deseaba en ese momento, pero era gratis. Con mi carnet de socio tenía derecho a sacar un libro o tebeo y lo podía tener en mi poder dos semanas, con posibilidad de prórroga. Al principio sólo sacaba tebeos, libros de geografía y textos aburridos de química, física o historia. Me servían para aprender. Memorizaba listas de todo tipo y con ello creía que sabía mucho y ello me ayudaría a ser mejor. Pero entre tanta basura caían de vez en cuando clásicos españoles. Iba siendo más y más selectivo y de pronto me vi sumergido en la maravillosa literatura, que no era el enorme tostón que nos daban en clase, si no un mundo de sentimientos, pensamiento y sabiduría de autores lejanos en el tiempo pero cercanos en la pasión y desventura del vivir. Quevedo, Machado, Lorca, Baroja, Galdós (mi preferido en aquellos tiempos), Larra o Unamuno dejaron de ser nombres que aprender para ser amigos y maestros del sentir y el estar, cuando no del ser. 

Góngora fue un error pero me abrió un camino positivo. Como era cordobés decidí que me debía gustar, pero cuanto más leía de él más me aburría, hasta que llegó el momento que decidí que sólo leería lo que me gustaba y que nunca más me llevaría libros ni de Góngora ni de ninguna materia que no inflamara mi imaginación o mis sueños. No más libros de historia, química o matemáticas áridos que sólo memorizaba para tener y proyectar una imagen de mí mismo de persona culta. Desde ese momento, además de los clásicos españoles, se unieron Salgari, Kipling, Verne (creo que he leí todo lo suyo y nada me decepcionó), Dostoyevski o Tolstoi ocuparon un sitio en mi estantería y en mi alma. Cervantes con su Quijote tardó algo más. Tenía ojeriza al escritor que daba nombre a mi colegio pero, cuando lo descubrí, Don Alonso y su fiel Panza colorearon  y dieron valor a muchas tardes de desasosiego.

Conforme pasaba el tiempo, cada vez salía menos de casa para poder leer más y, aunque me preguntaban porqué no salía con los amigos, siempre les contestaba de la misma manera: estoy con mis amigos.

jueves, 28 de marzo de 2013

Palabras para una vida 31


Dibujo y trabajos manuales
En primero de bachillerato (el actual quinto de primaria) comenzaban las clases de trabajos manuales y dibujo. Hasta ese momento sólo conocía los dieces y el aburrimiento mortal en el colegio. Pero con estas dos nuevas asignaturas empecé a probar el amargo sabor del suspenso. Y lo paladeé en multitud de ocasiones. Nunca me esforcé en estudiar, no me hacía falta, pero a Dios pongo por testigo que dedicaba miles de horas en recortar telas, pegar papelinas, teñir tizas para mosaicos y dibujar jarrones que desafiaban las leyes de la gravedad. No me ponían cero, pero sí me regalaban unos y doses a mansalva, más por pena que por merecimientos. Posiblemente esas magras notas eran el resultado de la honradez que me suponían ya que, con toda seguridad, mi madre no me ayudaba. Ninguna madre podía ser tan desastrosa. 

Mis cubos parecían flanes hechos por un pastelero loco y ciego. Las pirámides tenían sus lados asimétricos y su base combada. Mi perspectiva no era caballera si no plebeya. De la tinta china ni hablemos, jamás hice un círculo sin borrón añadido. Hasta las rectas parecían la carretera del Teide. La escuadra y el cartabón, en mis manos, eran instrumentos de tortura para ángulos, triángulos y rectángulos. Y qué decir del paso de semana santa que teníamos que hacer con plastilina; la virgen de los Dolores parecía que estaba de parto y el santísimo cristo de la Expiración parecía jugar a los bolos.

Cuatro años sufrí las inclemencias del arte gráfico. Y no puedo quejarme del profesor, Don Emilio, amante del arte y excelente docente, pero no se puede sacar oro de una mina de carbón. Como las notas eran mensuales y se calificaban nueve meses, conseguí:
Dibujo: 35 muy deficientes y un sobresaliente.
Trabajos manuales: 35 muy deficientes y un notable. 

¿Un sobresaliente en dibujo?. Pues sí. La proeza se la debo a Federico García Lorca y a su poema “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”. 

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde…..

Me enamoré del poema a primera vista. Tras leerlo en clase, Don Emilio tuvo la feliz idea de que hiciéramos un cuadro totalmente libre sobre lo que habíamos sentido. Disponíamos de todo un mes para elaborarlo. Lo memoricé entero, también mis hermanas y madre, que las pobres tuvieron que soportar mis artes declamatorias más de lo que era menester.

Hice mil intentos con el toro, el torero, los picadores y la plaza, pero sólo me salía un monigote con cuernos, otro monigote con capote, otro con vara y un monigote con muchos otros monigotes sentados. Cuando ya desesperaba, pues algo que me había impactado tanto quería plasmarlo con un mínimo de decencia, se me ocurrió coger los rotuladores “Carioca” (doce colores), dejé la mente en blanco, algo que ya se me estaba dando muy bien, y la mano relajada. Los colores empezaron a fluir mientras recitaba una y mil veces cada verso. Cuando lo terminé lloré de emoción. La luna de par en par, el caballo de nubes quietas, el rocío, el leopardo y la paloma estaban allí. Todo era abstracto, pero yo lo intuía, lo sentía. Por primera vez me emocionó algo que había hecho con mis propias manos, o más bien, que fue pintado por mis sueños. 

Llegó el día de la evaluación y todos los infantes mostraban orgullosos sus toros,  espadas, ruedos y banderillas. Todas las arenas estaban estratégicamente salpicadas de sangre. Todo era reconocible a primera vista. Me entró el sudor frío y el pavor. Los sietes, ochos y seises pululaban por doquier. Llegó el momento en que tenía que exponer ante toda la clase, y a la mirada del Don Emilio, lo que había creado. Se hizo el silencio, preludio de lo que todos creían que iba a ser el suspenso habitual. Don Emilio se levantó, aplaudió y con él toda la clase. Enseñó el cuadro al otro profesor de arte que estaba en la clase de al lado y se lo llevó a su casa para exponerlo entre las obras de sus alumnos predilectos. Me puso un 12,5. Diez como nota del mes en curso y 2,5 puntos más para el siguiente mes. 

Fue la única vez que nos dio libertad para pintar lo que sentíamos. Fue un oasis en mitad del desierto. No volví a aprobar más, pero me había aplaudido la clase entera. 

Desde entonces los rotuladores han sido fieles compañeros en mi travesía. Por momentos olvidados, siempre he vuelto a sentirlos entre mis dedos en momentos  dolorosos o felices.

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.

martes, 26 de marzo de 2013

Palabras para una vida 30


Esteban
Luis y Chari eran los mejores amigos de mis padres, de hecho, se conocieron a través de ellos. Era un matrimonio bien avenido y dos personas ejemplares. Chari cocinaba maravillosamente bien. Era una entusiasta de los fogones y esa pasión se reflejaba en la mesa. Todos los platos que aparecían en el comedor eras auténticas obras de arte, con alimentos sencillos y baratos, pero hechos con conocimiento y cariño. Creo que disfrutaba cuando hablaba con mi madre y le decía lo mucho que yo había comido de tal o cual manjar. La respuesta de mi madre era siempre la misma, “pues en casa no come casi nada, es que esto es cosa de niños”. 

Tenían tres hijos, dos hembras y un varón. Esteban, un año mayor que yo, era mi amigo por obligación, aunque muy pronto lo fue por devoción, sobre todo por mi parte. Fue el primer niño al que pude llamar amigo con todas sus consecuencias. Nuestra relación abarcó entre los ocho y los catorce años. Había una asimetría en nuestra amistad, él era mi único amigo y yo era uno de los muchos que tenía. Cordial, afable, tranquilo, inteligente, perspicaz y, sobre todo, respetuoso, jamás se mofó por mis defectos y parecía no tenerlos en cuenta. Me trataba como a un igual y me hacía partícipe de sus sueños, esperanzas y habilidades, que eran muchas y variadas. Era un artista diseñando coches, su gran pasión. Se le daban bien todo tipo de manualidades y hacía sus pinitos en la carpintería de su padre. 

Compartíamos la pasión por el campo, los animales y los cómics. Sólo teníamos un enemigo: las ratas que habitaban en el negocio paterno. Ideó trampas para las mismas y las cazaba vivas. Después subíamos a su azotea, las dejábamos libres y les disparábamos con escopeta de plomos. Nuestro amor por los animales no incluía a estos seres inmundos.

Muchos sábados y domingos, nuestros padres, y nosotros con ellos, salían a cazar pajaritos, avefrías y zorzales. Nos despertábamos muy temprano para poder contemplar el amanecer en la sierra de Córdoba. Mientras Luis y mi padre cobraban piezas, generalmente abundantes, nosotros nos dedicábamos a pasear por el campo, disparar a dianas y hablar de nuestras cosas. Siempre nos acompañaba Quineta, la setter de Esteban. Jamás se nos ocurrió disparar a ningún ser vivo, las ratas no cuentan como tales, ya que no éramos cazadores para mayor asombro, aunque no decepción, de nuestros padres.

Salvo los sucesivos veranos que pasé en Sardañola, las escapadas al campo fueron los mejores momentos de aquella época. 

Amaba la sierra, los árboles, la tierra y los silencios salpicados de cantos de pájaros. 

Amaba sentirme acompañado por otro niño que me apreciaba. 

Amaba pertenecer a un grupo en que no destacaba por nada, pero tampoco deslucía.  

Amaba no tener que levantar defensas y ser por unas horas uno con la naturaleza y con la humanidad. 

Amaba sentirme libre, respirar aire puro y sumergirme en el rocío. 

Amaba oler a hierba, madera húmeda y tierra mojada. 

Amaba el sudor que corría por mi frente cuando era momento de marcharse.

En una de estas excursiones, cuando tenía doce o trece años, Esteban no pudo venir y acompañé durante toda la mañana a mi padre. No hablamos absolutamente nada, pero este silencio no era embarazoso. En un momento de descanso, en que estábamos sentados uno frente a otro, me miró y me dijo: 
  • ¿Sabes lo que más me gusta de ti?. Tu tartamudez.
  • No entiendo papá.
  • Eres tan perfecto que la tartamudez te hace más humano.

Siempre amé a mi padre. Desde entonces, lo adoré.

domingo, 24 de marzo de 2013

Palabras para una vida 29


Paz externa. Tormenta interna.
Mis primeros ocho años marcaron lo que sucedió en mis siguientes ocho. Fueron años grises, tristes, aunque no del todo perdidos. Significaron un pasar de puntillas por la vida. Las cosas simplemente me sucedían. No tenía las riendas de mi carro, los caballos se encargaban de escoger los distintos caminos y yo me adaptaba de la mejor manera posible, que siempre resultaba ser la peor. El reloj marcaba mis horas y no tenía el más mínimo poder sobre las manecillas. Siempre hacía lo mismo, cada hora tenía una actividad y cada actividad se hacía sólo a esa hora. Tenía pocos momentos de libertad y lo prefería, porque cuando pensaba sufría. El autómata en que me convertí estaba desprovisto de sentimientos y, como éstos eran especialmente negativos, prefería no vivir a sufrir. 

Los zombies y Mr Spock siempre han despertado en mí una profunda curiosidad. Pon un zombie en la tele y lo dejo todo. Aparece Mr Spock y el mundo se para. De alguna manera yo fui zombie durante esos ocho años, un zombie un tanto especial, pues tenía las orejas picudas y las cejas triangulares del medio vulcano. Aparentaba no tener emociones y, la razón pura, era el disfraz perfecto que elegí para no inspirar en los demás la pena que sentía. De Jekyll y Hide pasé a ser Spockzombie. Dejé de tener los accesos bruscos de loco peligroso/niño perfecto y comencé la etapa de ser engreído con la cabeza bien alta, impertérrito ante todo y ante todos, que no se estremecía por nada y la lógica se convirtió en la única manera de enfrentarme con el mundo. Y debo reconocer que la fachada funcionaba a las mil maravillas. La gente me veía como una persona fría y calculadora, soberbia y engreída, distante. Exactamente lo que quería que pensaran de mí. Antes canalla que dar pena.

Desgraciadamente, no todas las horas del día estaban ocupadas. Había momentos que tenía que pasar con mi peor enemigo: al acostarme y en las tardes de sábados y domingos después del cine. 

La cama era como la máquina de la verdad, el sitio en que tenía que quitarme la careta y mirar de frente a mis fantasmas.

En las tardes festivas no había fútbol en la asa y se suponía que me reunía con mis amigos y dábamos una vuelta por el centro. No podía llegar a casa, por mucho que lo deseara, después de la sesión doble del Cine Cabrera; habrían habido preguntas embarazosas sobre porqué no estaba con los amigos que mis padres creían que tenía. Prefería irme solo al parque a hacer de Forrest Gump en la maravillosa escena final de la película. Deja a su hijo en el autobús, se sienta con la mirada perdida y deja correr el tiempo. Así pasaba las horas en los bancos de los jardines de la Victoria. La mirada perdida y el deseo ferviente de no pensar, que muchas veces no conseguía. 

Eran demasiadas tardes de banco, demasiadas horas que, mal empleadas, me hubieran llevado a la desesperación más absoluta. Así que comencé un juego que tan buen resultado me daba en baloncesto: dejar la mente totalmente en blanco. Dejaba fluir las imágenes, colores, sensaciones, sonidos y palabras a través de mi cerebro sin intentar retenerlas, juzgarlas, sufrirlas o razonarlas. No fue nada fácil al principio, mi atención se desviaba continuamente hacia cualquier suceso externo o me recreaba o enfadaba con cualquier pensamiento que llegaba y lo intentaba retener y, cuando esto sucedía, todo dejaba de fluir. Resultaba apasionante mezclar los sentidos con las sensaciones, llegar a oler colores, ver sonidos o saborear el tacto del viento en mi pelo. Cuando a las nueve menos cuarto me levantaba del banco para volver a casa, me sentía ligero como una pluma. Parecía que mi cuerpo flotaba y que todos los pesos que habían agarrotado los músculos durante la semana, desaparecían. He seguido haciéndolo durante toda mi vida y, con la práctica, lo consigo en cualquier lugar o circunstancia casi de manera automática. Creo que ha sido el factor que me ha dado más equilibrio. Hace poco tiempo, a través de un amigo de internet, me enteré que lo que hacía era similar a la meditación Zen. Con todos los libros que he leído, la mayoría inservibles, nunca leí nada sobre la espiritualidad asiática y, sin saberlo, practicaba a mi manera una filosofía que desconocía por completo. 

sábado, 23 de marzo de 2013

Palabras para una vida 28


Nueva vida
Las circunstancias habían cambiado. Pero un barrio nuevo y amigos nuevos no me hicieron cambiar en lo esencial: la visión de mi propia valía. Por mucho que defendiera mi honor ante los demás, no estaba orgulloso de lo que hacía, de lo que sentía ni de lo que pensaba. Guardaba demasiado odio, rencor e ira y actuaba en consecuencia. 

Padezco de una enfermedad gravísima y me imagino incurable: siento fobia a las justificaciones. Una ración, incluso una tapita, de autojustificación y autoengaño, me habría venido bien, pero no sabía encontrar disculpa a la manera de manejar mis relaciones. Sabía que me comportaba de una manera soberbia, agresiva y vengativa. No tenía empatía con los que consideraba enemigos, me comportaba como un psicópata con ellos. A la vez, con personas que me constaba que me querían, como mi madre, tampoco era justo. La consecuencia era una enorme culpabilidad que cerraba el círculo vicioso del desprecio hacia mí mismo. Sólo me reconfortaba saber que jamás atacaba al que me respetaba o me ignoraba.

Los ataques externos habían disminuido mucho, pero los ataques internos seguían el mismo ritmo infernal. No sabía como parar aquello. Era consciente que tenía que cambiar, pero no descifraba como ni hacia donde. Cada reflexión terminaba siempre en la manera de vengarme del mundo. Sentía que me debían algo, pero no sabía qué ni quién. Era como un toro enjaulado que lanza cornadas al viento como manera de protestar contra la prisión en la que se encuentra, pero sin comprender quién le había colocado en esa cárcel, ni porqué o para qué. Mis cornadas no se quedaban en el viento, hacían daño y, cuánto más hería, más deseaba hacerlo y peor me encontraba.

La autocrítica siempre me ha acompañado y me ha dado muy buenos resultados. Cuando algo no ha funcionado en mi vida, no he mirado alrededor para buscar culpables, he preferido interiorizar y buscar en mí lo que fallaba. Es una buena táctica pues, cambiar a los demás, es darse de cabezazos contra la realidad. Es más “fácil” y eficaz cambiar las propias conductas. Y resulta curioso pero, cuando he modificado mi manera de interactuar, y he acertado, no sólo he cambiado mi dinámica, si no que he influido decisivamente en transformar mi entorno. Por eso nunca he creído en las revoluciones sociales explosivas que se basan exclusivamente en la queja, que sólo es la manera de denunciar lo que los demás hacen mal. Creo mucho más eficaz la revolución lenta y constante donde el motor principal es la preparación personal y cuestionarnos mucho más a nosotros mismos que a los demás. Esta revolución lenta es la que ha llevado a Europa en general, y a los países escandinavos en particular, a estructurar el sistema político más justo que jamás ha existido, dentro de la evidente imperfección de cualquier sistema humano. Las revoluciones explosivas, en cambio, han solido terminar con una baño de sangre y un sistema aún más injusto que el derrocado, casi siempre de corte dictatorial.

Pero la autocrítica destructiva y despiadada, que es la que aplicaba en esos momentos, no construye nada y mete en un pozo sin fondo donde la agonía y la desesperación nubla los sentidos e impide el crecimiento. 

jueves, 21 de marzo de 2013

Palabras para una vida 27


Nueva casa
Se estaba construyendo una nueva avenida que dividiría el barrio en dos y pasaba justo encima de mi casa. Con la indemnización, y un sacrificio extra, compramos un piso de sesenta metros cuadrados en Ciudad Jardín, ya en plena ciudad de Córdoba. Se trataba de un sexto, con vistas amplísimas que llegaban hasta poder ver el castillo de Almodovar situado a diecisiete Kms. La plaza de toros se situaba a la derecha, a menos de 300 metros. Delante sólo había una “asa”, que así se llamaban a los descampados en mi ciudad, donde aprovechaban los infantes para jugar al fútbol y descalabrarse todo lo que fuera preciso.

Fue una ilusión para todos pues, aunque era más pequeño que nuestra casa, tenía cuarto de baño con bañera, termo y retrete. Cocina pequeña donde no sé como, pero cabía la lavadora, la primera que tenía mi madre, pues antes usaba un pilón para lavar la ropa a mano, un frigorífico en sustitución de la alacena antigua y una hornilla a gas. Adelantos asombrosos que nos hicieron pasar del siglo XIX al XX en un periquete.

A las ventajas del piso se le sumaban las ventajas de un barrio de capital. Múltiples tiendas, acerados en las calles, iluminación urbana, autobuses y proximidad al centro.

Pero también perdimos para siempre esa cercanía en las relaciones con el vecindario, la solidaridad que sólo se encuentra en las comunidades pequeñas y, por qué no decirlo, las habladurías y cotilleos variados sobre los que no seguían el camino correcto.

El edificio contaba con 24 propiedades habitadas por gente humilde y, en general, de fácil convivencia. Juanita era una de nuestras tres vecinas de planta. Modista de las antiguas, mujer de buen carácter y mejor corazón. Madre de dos hijos y esposa de ferroviario, resultó ser un magnífico apoyo para mi madre. Sisí era otra de nuestra vecinas, casada sin hijos, algo inconcebible en aquellos tiempos, pero a cambio tenía el único coche del edificio. Además fumaba y, según las malas lenguas, es decir todas, bebía algo más de lo recomendable, a buen seguro ahogando las penas de no tener descendencia. Con mi corta edad y entendimiento, pensaba que le traían el agua directamente de Barcelona, porque de otra manera no se entendían los muchos kilos de más que adornaban su figura. Encarni era la otra vecina. Tenía siete hijas, fruto de la pasión de su marido por tener hijos varones que nunca llegaron, pero siempre quedaba la esperanza.

En el nuevo barrio, los niños se dividían en tribus según las calles en que vivían y/o jugaban. Cada uno tenía la sensación que los de su calle eran los mejores y los de las otras calles eran malvados. Los ánimos se encrespaban en los “desafíos”. En la asa se ponían cuatro piedras a modo de postes y se jugaban partidos de fútbol entre los equipos de las distintas calles. Las apuestas eran simples, los que perdieran serían considerados los más tontos y torpes. Ante semejante premio o castigo la tensión, el pundonor y las malas maneras siempre hacían acto de presencia. No habían árbitros y sólo las patadas más tremendas eran debidamente castigadas. Al enemigo ni agua, y mucho menos a los de Maestro Priego López, que eran lo peor de lo peor. Al final de los desafíos, las espinillas lucían multitud de moratones y rasguños, que eran el mayor orgullo de sus afortunados poseedores. No habían llantos, muy al contrario, como todos nos enseñábamos las heridas de guerra, cuantas más tenías, más importancia te daban. Las ropas también sufrían los rigores del deporte rey, pero todas las madres eran magníficas costureras y nuestros pantalones y camisas estaban abarrotadas de zurcidos que daban aún más enjundia a nuestra varonil prestancia.

Tenía para elegir la calle de la derecha, Alderetes, o la calle de la izquierda, Maestro Priego López. Me decidí por Alderetes porque era más luminosa, así pues pasé a ser Aldereteño de corazón. Mis patadas, que no mi sapiencia futbolística, serían patrimonio de mi nueva patria. Ocho años viví por aquellos lares y no tuve ningún amigo, pero tampoco hice enemigos. La vida era simple. Llegabas al campo de fútbol y simplemente preguntabas hacia donde disparabas. No hacían falta más palabras. Participaba de todos los juegos y, como ninguno de ellos era intelectual, sólo era cuestión de empezar. Es curioso, pero ocho años dando y recibiendo puntapiés de unos cuantos rapaces, no han sido suficientes para poder recordar ninguno de sus nombres, ni siquiera sus caras. 

De Alderetes sólo recuerdo unos ojos azules y una mirada lánguida que llevaba el nombre de Esther, pero eso es otra historia y en otro tiempo. Aún no existían las mujeres para mí.

sábado, 16 de marzo de 2013

Palabras para una vida 26


La nueva pandilla
En ningún momento llegamos a ser amigos. Nos unimos sólo por conveniencia, era nuestra manera de defendernos de un medio hostil, pero nunca llegamos a practicar las virtudes ni a disfrutar de las ventajas de la amistad. Se reían de nosotros, pero ya no de manera individualizada si no colectiva, lo que lo hacía más impersonal y menos doloroso. Eramos los empollones y no contábamos con la simpatía de nadie, ni siquiera de los profesores, y debo reconocer que no les faltaba razón. 

Bustos era quejica, chillón, cobarde y chivato, cuatro cualidades que lo hacían insufrible hasta para la propia pandilla. 

Guzmán era una res mansa. Un cordero de Dios que no quitaba ningún pecado del mundo. Enclenque y bajo pero con una lengua viperina que repartía inconveniencias por doquier, pero siempre a la espalda de la víctima.

Costa era comilón y gordito, uno de los pecados preferidos por los que gustaban de reírse de los demás. No era malo ni bueno, simplemente insulso. Un ente que vegetaba y flotaba en el ambiente sin que nadie notara su presencia, excepto para mofarse del gordito de la clase.

Yo era el iracundo del grupo, el matón a sueldo, el que no conocía la sonrisa y sólo dejaba ver la rabia contenida, cuando no la tormenta desatada.

Envidiábamos las relaciones de las que parecían disfrutar nuestros compañeros. Se lo pasaban bien jugando o charlando y había camaradería e incluso lealtad en los diferentes grupos. El cemento que los unía no era la utilidad sino el bienestar. Formaban piña porque lo deseaban mientras que nosotros estábamos juntos porque nos interesaba.

Entre los distintos grupos no habían problemas e incluso el intercambio era frecuente, pero nuestro clan formaba una casta diferente, éramos los intocables. Nos criticaban abiertamente y no precisamente con razones, que las había y muchas, si no con desprecios sin llegar a insultos graves, que hubieran provocado la violencia que ya conocían y no deseaban. 

Es curioso que el ambiente general del aula era excelente y, en buena parte, se debía a nuestro aislamiento y defectos. No hay nada mejor que tener un enemigo común para unir a una tribu. Existían dos maneras de enrolarse en la comunidad, o eras empollón o eras divertido, y los divertidos ganaban por goleada. Todo aquel que careciera de nuestros defectos y que no sacara unas notas demasiado brillantes, era un buen compañero, fueran cuales fuesen el resto de sus virtudes.

Visto desde la perspectiva de los años, comprendo que cometíamos un error detrás de otro y el mayor de ellos consistió en que reaccionábamos continuamente. No actuábamos para cambiar las inercias si no para devolver golpes. Estábamos a merced de lo que hicieran los demás. Ellos actuaban y nosotros respondíamos. La sociedad que se basa en la reacción no progresa, como nunca prosperó nuestra cuadrilla.

La soberbia ficticia fue el arma que empleamos con más asiduidad. Eramos los más inteligentes, los que sacaban mejores notas y, más tarde, los que siempre ganaban en baloncesto, aún siendo los peores jugadores. Dábamos a entender que nos considerábamos muy superiores al resto de los pobres mortales. La sonrisa irónica, los gestos despectivos y las miradas cargadas de lástima eran nuestra tarjeta de presentación ante el resto de alumnos. Era la máscara que llevábamos puesta todo el día, aunque realmente nos sentíamos la escoria del colegio. Nos burlábamos de los normales porque nos sabíamos inferiores. Nuestros talentos no estaban al servicio de nuestra felicidad o  formación si no de nuestro rencor.

Pero debo reconocer que mis meriendas mejoraron a costa de las viandas de mis compinches, mis peleas casi desaparecieron, mis notas era magníficas y mis aptitudes en baloncesto mejoraron hasta convertirme en el mejor jugador del colegio. Pero nada de esto me hacía sentir mejor. Me consideraba un impresentable, un miserable que siempre estaba en el cuadro de honor de la entrada del colegio (un marco en que se exponían las fotos de los alumnos más brillantes del mes). Mi competitividad y orgullo obtenían resultados materiales brillantes pero espiritualmente estaba vacío.

Tener un cuerpo bien proporcionado para el baloncesto y un cerebro bien dotado para las asignaturas no me enorgullecía. Sin saber nada de genética, comprendía que esas virtudes me venían dadas sin esfuerzo por mi parte. Lo que realmente dependía de mí, las relaciones, era un desastre. Me sentía culpable de muchas cosas, y no era la menor de ellas ser consciente de que tenía un buen equipamiento y lo malgastaba en venganzas. Creía que Dios me había dado unas alas excepcionales que sólo aprovechaba para atacar y no para volar.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Palabras para una vida 25


La B mágica: biblioteca y baloncesto
Hay muchas razones por las que tengo malos recuerdos de mi colegio, pero debo reconocer que era el mejor de Córdoba, tanto por la calidad de sus actividades extraescolares como por los esfuerzos en los deportes y su esmerada biblioteca. Era grande, espaciosa, bien ventilada y mejor surtida. 

No recuerdo el nombre del bibliotecario, un hermano muy anciano, despistado y acompañado por un amigo alemán apellidado Alzheimer. Tenía una memoria prodigiosa para los libros, sabía donde se encontraba cada uno de ellos y parecía haberlos leído todos. Tenía una pequeña pega, los nuevos no existían para él. Recordaba todo lo antiguo, pero lo que hubiera sucedido en los últimos años no existía. Siempre nos sorprendía de alguna manera, pues el día que se había acordado de afeitarse, se olvidaba de peinarse y no pocas veces acudía a su puesto de trabajo con la servilleta del desayuno o el almuerzo adornando su pechera o con el pijama de ositos rojos, regalo de algún antiguo alumno guasón. Se convirtió en un reto habitual acertar el despropósito que encontraríamos al entrar en su santuario.

La misión era simple: obtener todos los tratados de baloncesto que pudiéramos conseguir. Para nuestra decepción sólo había uno, y no sólo trataba de baloncesto si no de otros muchos deportes. Estaba publicado por la OJE, la Organización Juvenil Española, garante de la fortaleza de espíritu del joven español a través del esfuerzo deportivo y cooperativo. España tenía un destino en lo universal y la OJE proporcionaba las claves a los jóvenes para asumir semejante desafío. Nunca he entendido lo que significaban esas palabras, pero todos las aplaudíamos porque sonaban bonitas. Pero lo importante en ese momento no era el destino universal. Había que hacer de esos tres alfeñiques los primitivos Gasol.

Tras leer detenidamente el capítulo dedicado al baloncesto, supe que no iba a ser nada fácil, pero tenía una certeza: si tenían fuerza de voluntad para estudiar, también la tendrían para aprender otras cuestiones menos intelectuales. Entrenábamos todos los días tres horas. Llegábamos media hora antes de las clases, tanto por la mañana como por la tarde, aprovechábamos los recreos y salíamos del colegio una hora más tarde. 

Nunca faltaron a ningún entrenamiento. Tenían orgullo y casta, pero sus manos, después de meses de duro trabajo, seguían siendo frágiles, sus carreras lentas y su tiro a media distancia desastroso, hasta el punto que saltaban de alegría cuando, contra todo pronóstico, el balón tocaba en el aro. Meter una canasta no entraba en los planes de ninguno de ellos, era simplemente imposible. 

No estábamos preparados para enfrentarnos al resto de zoquetes que, por muchos suspensos que cosecharan, estaban dotados para cualquier actividad que implicara un esfuerzo físico.

Volví a leer el manual una y otra vez para obtener respuestas sensatas a una realidad física deprimente. Si lo míos no crecían ni se hacían más fuertes, había que idear la manera de vencer a los energúmenos y atléticos fanfarrones que tanta envidia nos producían y, por ello, tanto odiábamos. Se reían de nuestros esfuerzos, incluso se quedaban para divertirse con nuestros entrenamientos.

Un día me quedé a ver los entrenamientos de los elegidos y me dí cuanta de una cosa: no tenían la más mínima organización. Cada uno intentaba hacerlo todo solo y no había el más mínimo destello de defensa organizada.

Ya tenía la respuesta. Mis chicos no podían enfrentarse uno contra uno a chicos mucho mejor dotados físicamente. Tampoco podían encestar a larga distancia, competir en rebotes o ejecutar pantallas. Pero sí podían actuar colectivamente en una defensa basada en ayudas y conseguir puntos mediante el contraataque. 

Los entrenamientos cambiaron radicalmente. Ya no pretendía hacerlos más rápidos ni que tuvieran mejor puntería. Sólo tenían que aprender a defender en zona y a lanzar el balón a los costados para realizar un contraataque eficaz. 

Después de varios meses ensayando desde esta nueva perspectiva, comenzó el campeonato de primavera. Ganamos todos los partidos, tanto a los de segundo como a los de tercero y cuarto. 

Diez años jugamos juntos y nunca perdimos un encuentro. Ninguno de ellos supo jamás jugar al baloncesto, tirar en suspensión o encestar a más de tres metros de distancia. Tampoco lo pretendían. La autoestima fue el mayor premio que tuvieron y el único objetivo que nos planteamos desde el principio.

En 1976 el colegio me premió con la primera medalla al mérito deportivo que se concedía. Fue la primera vez que conseguimos hacer posible lo imposible y sospecho que todos ellos han seguido coleccionado imposibles.

sábado, 9 de marzo de 2013

Palabras para una vida 24


Al colegio
A los pocos días de llegar ya estaba preparado para ir al colegio. Había reconstruido con éxito mi coraza hecha con retazos de miedo y coloreada con distintas maneras de infligir daños al enemigo. Estaba en tensión a la espera de enfrentarme con las fieras.

El camino se hizo muy corto, quizás porque la mente iba muy rápida. Había confeccionado todo un arsenal de castigos para responder a las múltiples maneras que, imaginaba, iban a agredirme. Mr Hyde estaba en plena efervescencia.

Llegué al patio rojo, busqué un balón de baloncesto y me fui a la canasta que estaba menos ocupada. Con mi mente en blanco, nada sucedió. Cuando salí del trance a base de silbato profesoril, entré en la línea reservada para los de segundo curso y me dispuse a esperar lo peor. Al lado de nuestra fila se pusieron los de primero, casi todos llorando, mientras mis compañeros se reían de ellos, sin recordar que hacía un año habían participado del mismo trance. 

Nadie se dirigió a mí, como si no existiera. A mi alrededor se fraguó un vacío en el que me sentía curiosamente bien. No me relajé ni un ápice, pero me gustaba sentirme como una mota de polvo que nadie quiere pero a nadie estorba. Se respiraba la alegría del reencuentro. 

La clase que me adjudicaron era la más pequeña del colegio, con un gran ventanal que daba a un patio repleto de macetas. Me senté en el rincón más alejado de la última fila. Antonio Bustos, un pequeño mequetrefe delgado, empollón y callado, se sentó a mi lado, cuando aún había pupitres libres. Contra todo pronóstico me saludó con un “buenos días”, sin retintín ni rastro de jolgorio. Guzmán y varios empollones más se sentaron todos a mi alrededor y todos me saludaron. Las alertas saltaron y estaba en una tensión aún mayor que si se hubieran producido las ofensas esperadas.

Entró Don Antonio, un profesor a la antigua usanza, que lucía una generosa barriga, posiblemente por beber demasiada agua de Barcelona, y fumador empedernido de Bisontes, de los que daba buena cuenta durante las clases, sin pensar en los delicados pulmones de sus benjamines. No era el paradigma del profesor soñado, pero apenas pegaba y nunca denigraba a los alumnos. Sería el encargado impartir todas las asignaturas, incluso religión. 

Tras ponernos las cosas muy claras de lo que era aceptable en su clase (casi nada) e inaceptable (casi todo) dio comienzo a su primera lección magistral, ¿para que sirven las matemáticas? Bastaron cinco minutos de culta disertación científica para que sus cachorros prestaran más atención a las simpáticas moscas que sobrevolaban tan insigne foro que a sus eruditas palabras. A los diez minutos todos sabíamos que nos esperaban nueve meses de aburrimiento entre la espesa niebla bisontil. No nos equivocamos.

Llegó la hora del recreo. Bustos, Guzmán y Costa se acercaron y me ofrecieron compartir bocadillos y charla. El jamón, la tortilla y el buen chorizo que acompañaba sus panes, ganaban por goleada a mi magra mortadela. Repartimos nuestras viandas como buenos amigos y yo me llevé la mejor parte porque además de ser mucho más grande que ellos, mi apetito era feroz cuando delante de mis fauces se plantaba una buena comida, cosa que sucedía pocas veces cuando mi madre mediaba en la cocina.

Mis tres acompañantes tenían rasgos muy similares entre ellos. Todos, excepto Costa, eran delgados y bajos, poseían poco músculo y mucho cerebro y eran los tres mejores estudiantes de mi clase, después de un servidor. Eran dóciles y se dejaban pisar, pero tuvieron suerte durante su primer año porque las hordas bárbaras tenían en mí un objetivo más obvio. Pero también ellos se habían llevado estopa.

Confesaron que me admiraban por defenderme como lo hacía y por ser tan valiente (a cualquier cosa le llamaban valiente) y sugirieron crear un grupo de defensa mutua. Me propusieron como el líder, cosa nada extraña en una sociedad infantil en que el músculo era más valioso que la cabeza. La idea no era mala, pero teníamos que organizarnos bien. Entre todos redactamos la constitución del grupo. Pocas normas para que se pudieran cumplir bien, pero suficientes para tenerlo todo cubierto. 

Lo primero era ganarnos la consideración de la mayoría. Ser bueno en el deporte significaba respeto por parte de todos. Pero formábamos el cuarteto más nefasto en la práctica del fútbol. Siempre nos escogían los últimos cuando se formaban los equipos. Bueno, a veces a mí me escogían primero, pero no por mi pericia con el balón entre los pies, si no para evitar que cayera en el equipo rival y descalabrara, a base de patadas no intencionadas, pero patadas al fin y al cabo, a los miembros del equipo que me seleccionaba. 

Por el camino del fútbol no conseguiríamos nada, pero el baloncesto se me daba de maravilla. Ellos eran bajos y débiles, justo lo contrario de lo que precisa el baloncesto. Decidimos usar la biblioteca del colegio para encontrar manuales de este deporte y aprender.

La segunda regla era que estaba prohibido chivarse. No había pecado mayor en el colegio que esta sucia práctica, donde había brillado especialmente Bustos.

La tercera norma era obvia: si insultan a uno, nos insultan a todos. Si teníamos que defendernos, lo haríamos en grupo.

La cuarta directriz: compartiríamos bocadillos y compañía, pero sin obligaciones. Las últimas tres palabras fueron añadidas al texto primitivo tras una enmienda de Costa, al que le gustaba demasiado el jamón y no le hacía gracia quedarse con un cuarto de su bocadillo y tener que transigir con salchichones, tortillas, choped o mortadelas variadas.

La quinta y más importante: nos respetaríamos.

Terminó el recreo sin incidentes. Sentí una seguridad desconocida en aquel recinto. Las penas compartidas son menores pero tener compañeros dignos de ese nombre era aún más fascinante. De vuelta a clase, las paredes del colegio contemplaron mi primera sonrisa.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Palabras para una vida 23


Del sueño a la pesadilla
La bofetada de calor que recibí al bajar del tren fue inesperada. Mas de cuarenta grados a la sombra, sin la más mínima brisa, era lo único que tenía seguro en el verano de Córdoba, pero no estaba preparado para ello. Sentía que Sardañola era el paraíso y Córdoba el infierno, y ese sol tan brutal lo confirmaba.

Mi madre, con lágrimas en los ojos, no podía creer lo que veía. Su hijo estaba gordito y mi piel resplandecía con la buena cantidad de grasa acumulada merced a la milagrosa agua de Barcelona. No sé si percibió mi honda tristeza, pero mis nuevos kilos le alegraron la jornada.

Acostumbrado a convivir con mi primo Gerardo, alto, fuerte y grande, Reme, que era una semana mayor, me pareció pequeñísima, delgada y débil. Esto despertó la ternura que creía haber dejado aparcada en la estación de Francia. Cuando sus brazos me rodearon y su sonrisa me inundó, supe sin lugar a dudas que quería a mi hermana. No siempre me han acompañado sus ojos verdes, pero siempre que han estado conmigo he sentido que tengo una hermana y que puedo confiar en ella.

La figura de mi padre, siempre sólida como una roca, esperaba su turno para el abrazo. Si había escogido como madre a mi tía, con la figura paterna no tenía dudas: ese señor alto, con bigote, recio, orgulloso y guapo, era el único padre que quería tener. Acumulaba muchos defectos, la mayoría derivados de su acendrado amor propio. Si alguien le intentaba pisar se convertía en un ogro, pero era honesto, cabal, trabajador, buen amigo de sus amigos, gran padre de sus hijos y mejor esposo de su mujer. En Cordoba, sólo con él me sentía protegido. Cuando nos decía que no nos preocupáramos por algo, que ya se encargaba él, sabíamos que no teníamos nada que temer. Era un hombre de palabra y de honor. Un honor trasnochado que chocaría frontalmente con los usos y costumbres de los años venideros y que tanto hizo llorar a mis hermanas.

Era machista, franquista y católico. Le gustaban los toros, la caza, el fútbol, el vino y las mujeres. Pero, pesar de sus ideas y sus gustos, todos le querían y respetaban. Esto me enseñó que nunca debía juzgar a las personas por sus ideas si no por sus acciones, incluso mejor, no juzgar a nadie. 

Hay personas que se confinan en círculos cerrados de pensamiento único y menosprecian, juzgan y condenan al que difiere de sus ideales y tienden a justificar las peores acciones de sus correligionarios. Ponen los ideales por delante del individuo. Su moral es la única válida y quien no la siga puede ser impunemente vituperado. Hoy los machistas son asesinos, los cazadores merecen los peores insultos y los amantes de la fiesta de los toros son sádicos. Son los nuevos Torquemada, la nueva inquisición, que no duda en prohibir y castigar a quien no piensa como ellos. 

Mi padre jamás fue violento, nunca intentó imponer su ideario ni menospreció al diferente. Demostró con su vida ser más demócrata, respetuoso y tolerante que los que hoy se disfrazan de buenos pero que en realidad se comportan como dictadores morales.

El barrio estaba a dos kilómetros de la estación y los pies servían para algo más que para ponerse zapatos. Andar con esas temperaturas se me hizo muy difícil. En pocos días estaría habituado al clima extremo, pero mis piernas respondían mal al reto de dar un paso detrás de otro. Iba de la mano de mi hermana y esto me hizo más fuerte. El único que sudaba era yo. Los demás parecía que estaban dado un encantador paseo mientras me derretía, pero la huerta de Pepe estaba cerca y, con sus árboles y vegetación, me conseguí reponer. Veía mi casa y ya temía enfrentarme al agua de Córdoba, que tan delgado me dejaba.

domingo, 3 de marzo de 2013

Palabras para una vida 22


Maruja
El nombre de mujer que más me gusta es María, quizás porque mi madre se llamaba así, pero todos la conocían como Maruja. 

Parecía una mujer simple e inculta por fuera, y realmente lo era, pero por dentro era un ser atormentado por el amor a mi padre y su miedo a perderlo. Murió muchos años más tarde, demenciada, pero completamente sana de cuerpo, a los cuatro meses de morir su marido. Supongo que su mente destruida supo que, al irse el amor de su vida, ya no tenía nada por lo que vivir. Mi padre fue el motor de su afán, por mucho que adorara a sus cuatro hijos. A nosotros nos tuvo, pero a él lo eligió, y no sólo cuando dió el sí en la iglesia, sino en cada uno de los días de su existencia. Cada minuto de su vida lo dedicó a darle de nuevo el sí quiero. Se pudo equivocar en muchas decisiones, pero nunca tuvo la más mínima duda de que estaba junto al hombre de su vida.

Vivía en un estado continuo de ansiedad. Todo tenía que estar perfecto para que mi padre estuviera a gusto en su casa y feliz con su mujer. Su pasión fue tan grande como inmenso su miedo a perderlo.

La casa estaba en perfecto orden de revista a cualquier hora del día o de la noche. Los hijos lucían limpios y gordos (con los que podía, porque conmigo y con Reme era misión imposible) y tenía que lidiar con 10 niños: Nati, Reme, yo y mi hermana Antoñi, que hacía por siete. Hacía auténticas piruetas con el magro sobre que le traía mi padre a fin de mes para que no tuviera la más mínima preocupación. Cosía, zurcía, confeccionaba toda la ropa de la familia, limpiaba, cocinaba (más bien lo intentaba, aunque pocas veces lo conseguía), planchaba y rezaba. Gracias a su esfuerzo, el poco dinero que entraba en casa era suficiente para llevar una vida digna. Se desvivía para que su imagen fuera de perfecta madre y esposa ante todo el vecindario y la familia, pero no porque le importara, si no para que mi padre se sintiera orgulloso de tener una esposa así. 

No tenía ni necesitaba autoestima. Si su marido la amaba no necesitaba nada más. Ni siquiera cuando estando recién casados mi padre enfermó y el hambre entró por la puerta del hogar, dejó de ser el paladín de su historia. El hambre con su hombre, no era hambre, si no una simple circunstancia accesoria y sin importancia.

No comprendo que imán tenía mi padre, pero consiguió mantener la llama del amor en los ojos de una mujer, cada día y cada noche, durante sesenta y un años. Unos ojos que no mintieron ni cuando en los últimos años, con su Alzheimer, se destruyó su mente pero no su mirada de adoración.

Mi madre era un ser bueno, intrínsecamente bueno. Nunca actuó con maldad ni nadie le oyó jamás hablar mal del prójimo, y pongo la mano en el fuego por la cantidad de prójimos indeseables que pulularon por las orillas de su existencia. Cualquiera que lea este texto pensará que estoy distorsionando la realidad. Bambi no existe y la madre de Bambi aún menos. Quien piense así no conocía a mi madre. Absolutamente todos los que la conocieron pueden dar fe de que lo que digo es cierto. Siempre encontraba la justificación adecuada para la persona que había obrado mal. Si la transigencia y el perdón tuvieran nombre de mujer, se les llamaría Maruja. En su mente no habían blancos ni negros, malos ni buenos, rojos ni fachas. Todos eran hijos del mismo Dios y ella era su hermana. 

Era inocente, cándida y bella, por dentro y por fuera. Hubiera sido la perfecta monja, pero prefirió ser la mejor esposa que un hombre puede desear. Mi padre, que era un toro bravo, no era un hombre fácil de conservar. Pero ni en su mejores sueños pudo imaginar que podría disfrutar de semejante mujer durante 61 años.

Nunca entendimos porque mi madre sentía, a la vez, tanto amor y tanto miedo a la pérdida. Años después de su muerte lo supimos. 

El tren entraba en la estación de Córdoba en una tarde de calor asfixiante típica de septiembre. A la primera persona que vi fue a mi madre. Se la veía ilusionada y con ganas de abrazarme. Pero mi mirada estaba perdida y yo ausente. Deseaba quererla, pero sólo la veía como la intrusa que se interponía entre mi tía Lina y yo. Unos ojos verdes clarísimos me sacaron del ensimismamiento. Detrás de esos impresionantes ojos estaba una niña preciosa de tres añitos, riendo a carcajadas, escuálida, pero llena de vitalidad. Era mi hermana Reme y sus ojos me invitaron a disfrutar de mi otro hogar. Mi primer y más sincero abrazo fue para ella.