domingo, 3 de marzo de 2013

Palabras para una vida 22


Maruja
El nombre de mujer que más me gusta es María, quizás porque mi madre se llamaba así, pero todos la conocían como Maruja. 

Parecía una mujer simple e inculta por fuera, y realmente lo era, pero por dentro era un ser atormentado por el amor a mi padre y su miedo a perderlo. Murió muchos años más tarde, demenciada, pero completamente sana de cuerpo, a los cuatro meses de morir su marido. Supongo que su mente destruida supo que, al irse el amor de su vida, ya no tenía nada por lo que vivir. Mi padre fue el motor de su afán, por mucho que adorara a sus cuatro hijos. A nosotros nos tuvo, pero a él lo eligió, y no sólo cuando dió el sí en la iglesia, sino en cada uno de los días de su existencia. Cada minuto de su vida lo dedicó a darle de nuevo el sí quiero. Se pudo equivocar en muchas decisiones, pero nunca tuvo la más mínima duda de que estaba junto al hombre de su vida.

Vivía en un estado continuo de ansiedad. Todo tenía que estar perfecto para que mi padre estuviera a gusto en su casa y feliz con su mujer. Su pasión fue tan grande como inmenso su miedo a perderlo.

La casa estaba en perfecto orden de revista a cualquier hora del día o de la noche. Los hijos lucían limpios y gordos (con los que podía, porque conmigo y con Reme era misión imposible) y tenía que lidiar con 10 niños: Nati, Reme, yo y mi hermana Antoñi, que hacía por siete. Hacía auténticas piruetas con el magro sobre que le traía mi padre a fin de mes para que no tuviera la más mínima preocupación. Cosía, zurcía, confeccionaba toda la ropa de la familia, limpiaba, cocinaba (más bien lo intentaba, aunque pocas veces lo conseguía), planchaba y rezaba. Gracias a su esfuerzo, el poco dinero que entraba en casa era suficiente para llevar una vida digna. Se desvivía para que su imagen fuera de perfecta madre y esposa ante todo el vecindario y la familia, pero no porque le importara, si no para que mi padre se sintiera orgulloso de tener una esposa así. 

No tenía ni necesitaba autoestima. Si su marido la amaba no necesitaba nada más. Ni siquiera cuando estando recién casados mi padre enfermó y el hambre entró por la puerta del hogar, dejó de ser el paladín de su historia. El hambre con su hombre, no era hambre, si no una simple circunstancia accesoria y sin importancia.

No comprendo que imán tenía mi padre, pero consiguió mantener la llama del amor en los ojos de una mujer, cada día y cada noche, durante sesenta y un años. Unos ojos que no mintieron ni cuando en los últimos años, con su Alzheimer, se destruyó su mente pero no su mirada de adoración.

Mi madre era un ser bueno, intrínsecamente bueno. Nunca actuó con maldad ni nadie le oyó jamás hablar mal del prójimo, y pongo la mano en el fuego por la cantidad de prójimos indeseables que pulularon por las orillas de su existencia. Cualquiera que lea este texto pensará que estoy distorsionando la realidad. Bambi no existe y la madre de Bambi aún menos. Quien piense así no conocía a mi madre. Absolutamente todos los que la conocieron pueden dar fe de que lo que digo es cierto. Siempre encontraba la justificación adecuada para la persona que había obrado mal. Si la transigencia y el perdón tuvieran nombre de mujer, se les llamaría Maruja. En su mente no habían blancos ni negros, malos ni buenos, rojos ni fachas. Todos eran hijos del mismo Dios y ella era su hermana. 

Era inocente, cándida y bella, por dentro y por fuera. Hubiera sido la perfecta monja, pero prefirió ser la mejor esposa que un hombre puede desear. Mi padre, que era un toro bravo, no era un hombre fácil de conservar. Pero ni en su mejores sueños pudo imaginar que podría disfrutar de semejante mujer durante 61 años.

Nunca entendimos porque mi madre sentía, a la vez, tanto amor y tanto miedo a la pérdida. Años después de su muerte lo supimos. 

El tren entraba en la estación de Córdoba en una tarde de calor asfixiante típica de septiembre. A la primera persona que vi fue a mi madre. Se la veía ilusionada y con ganas de abrazarme. Pero mi mirada estaba perdida y yo ausente. Deseaba quererla, pero sólo la veía como la intrusa que se interponía entre mi tía Lina y yo. Unos ojos verdes clarísimos me sacaron del ensimismamiento. Detrás de esos impresionantes ojos estaba una niña preciosa de tres añitos, riendo a carcajadas, escuálida, pero llena de vitalidad. Era mi hermana Reme y sus ojos me invitaron a disfrutar de mi otro hogar. Mi primer y más sincero abrazo fue para ella.

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