sábado, 30 de marzo de 2013

Palabras para una vida 32


Lecturas
Con cada año que cumplía mi interés por lo tebeos aumentaba, pero mi bolsillo no crecía en la misma magnitud. En casa teníamos lo justo para comer, pagar las letras y los gastos de educación, pero nada más. La paga semanal era muy pequeña y sólo me daba para ir a la sesión infantil del cine Cabrera de los domingos. La única opción era trabajar, pero en una tierra de emigrantes no era fácil encontrar trabajo estable pero sí pequeños apaños para no pasar demasiados apuros. 

La recogida de la aceituna era una buena época para ganar unos cuartos y, en aquellos momentos, el trabajo infantil no estaba mal visto, así que me iba al olivar que la familia de Bustos tenía en Baena todos los fines de semana de la cosecha y aprendí a recoger la aceituna del suelo y más tarde a varearla. También descargaba camiones en algunos almacenes que había por Ciudad Jardín, hacía mudanzas con un par de empresas que me agencié, recogía algodón en algunas fincas cercanas a Córdoba o daba clases particulares a algún compañero del colegio que se le dieran especialmente mal las matemáticas. Poco a poco fui abriendo caminos y como era trabajador y callado, dos cualidades especialmente cotizadas, cada vez disponía de más empleos. 

Aunque pagaban poco, era más que suficiente para hacerme con una biblioteca aceptable y migratoria. Como los libros y tebeos nuevos eran caros y mi sed lectora amplia, los conseguía de varias maneras. 

La primera era dando clases a colegas del cole que me pagaban en cómics a razón de una tarde, un cómic. A pesar de la tartamudez, sabía explicar las matemáticas, física o química de manera que se entendiera, por lo que no me faltaban encargos por parte tanto de los compañeros como de sus padres. Los buenos resultados de sus exámenes eran el aval para conseguir más y más clases. El que no tenía un cómic para darme, me pagaba en metálico lo que costaba uno nuevo. 

La segunda era obtenerlos de segunda mano en varias librerías de compra venta que había en los alrededores de la Plaza de la Corredera. 

La tercera era cambiarlos en las mismas librerías por otros del mismo valor con lo que bajaba mucho el precio. 

La cuarta era jugarlos al baloncesto. El primero que encestaba diez canastas desde diversos puntos previamente establecidos, ganaba un tebeo. Desgraciadamente esta manera duró poco, pues nadie me podía ganar, a pesar de que daba diversas ventajas e incluso fallaba tiros a posta para que el incauto se picara y creyera que estaba a punto de ganarme. 

La quinta era la biblioteca del colegio que no estaba nada mal, pero era muy sesgada. Muchos libros religiosos, textos académicos y no demasiada literatura. Pero encontré allí una auténtica joya: La historia de Roma de Tito Livio, en latín y en español. Leí los treinta y tantos tomos en latín (no me explico porqué, pero el latín se me daba extremadamente bien) y disfrutaba tanto de los acontecimientos históricos como de la misma traducción, que fue todo un reto para una mente adolescente sedienta de desafíos. El empeño de hacerlo más difícil, cuando tenía a mi disposición la versión española, era por una parte para demostrarme a mí mismo lo bueno que era y, sobre todo, demostrarles a los demás que los superaba en todo lo que fuera cerebro. Jamás he vuelto a leer nada en latín y aquel esfuerzo, como tantas tonterías que estudié y memoricé, no han servido para nada. Sentía fascinación por calentarme la cabeza, quizás por eso ahora me la caliente tan poco y sea extremadamente vago. Siempre voy a lo fácil, a simplificar lo más que pueda, incluso cuestiones complejas. Antes de realizar un esfuerzo siempre me pregunto ¿Para qué me sirve?. Si la respuesta es para poco o nada, abandono. 

Por último siempre me quedaba la vieja biblioteca municipal de Córdoba, situada al final de la calle Nueva. Esta era la manera más complicada, pues estaba llena de polvo, desordenada y no solía contar con las novedades que yo deseaba en ese momento, pero era gratis. Con mi carnet de socio tenía derecho a sacar un libro o tebeo y lo podía tener en mi poder dos semanas, con posibilidad de prórroga. Al principio sólo sacaba tebeos, libros de geografía y textos aburridos de química, física o historia. Me servían para aprender. Memorizaba listas de todo tipo y con ello creía que sabía mucho y ello me ayudaría a ser mejor. Pero entre tanta basura caían de vez en cuando clásicos españoles. Iba siendo más y más selectivo y de pronto me vi sumergido en la maravillosa literatura, que no era el enorme tostón que nos daban en clase, si no un mundo de sentimientos, pensamiento y sabiduría de autores lejanos en el tiempo pero cercanos en la pasión y desventura del vivir. Quevedo, Machado, Lorca, Baroja, Galdós (mi preferido en aquellos tiempos), Larra o Unamuno dejaron de ser nombres que aprender para ser amigos y maestros del sentir y el estar, cuando no del ser. 

Góngora fue un error pero me abrió un camino positivo. Como era cordobés decidí que me debía gustar, pero cuanto más leía de él más me aburría, hasta que llegó el momento que decidí que sólo leería lo que me gustaba y que nunca más me llevaría libros ni de Góngora ni de ninguna materia que no inflamara mi imaginación o mis sueños. No más libros de historia, química o matemáticas áridos que sólo memorizaba para tener y proyectar una imagen de mí mismo de persona culta. Desde ese momento, además de los clásicos españoles, se unieron Salgari, Kipling, Verne (creo que he leí todo lo suyo y nada me decepcionó), Dostoyevski o Tolstoi ocuparon un sitio en mi estantería y en mi alma. Cervantes con su Quijote tardó algo más. Tenía ojeriza al escritor que daba nombre a mi colegio pero, cuando lo descubrí, Don Alonso y su fiel Panza colorearon  y dieron valor a muchas tardes de desasosiego.

Conforme pasaba el tiempo, cada vez salía menos de casa para poder leer más y, aunque me preguntaban porqué no salía con los amigos, siempre les contestaba de la misma manera: estoy con mis amigos.

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