jueves, 21 de marzo de 2013

Palabras para una vida 27


Nueva casa
Se estaba construyendo una nueva avenida que dividiría el barrio en dos y pasaba justo encima de mi casa. Con la indemnización, y un sacrificio extra, compramos un piso de sesenta metros cuadrados en Ciudad Jardín, ya en plena ciudad de Córdoba. Se trataba de un sexto, con vistas amplísimas que llegaban hasta poder ver el castillo de Almodovar situado a diecisiete Kms. La plaza de toros se situaba a la derecha, a menos de 300 metros. Delante sólo había una “asa”, que así se llamaban a los descampados en mi ciudad, donde aprovechaban los infantes para jugar al fútbol y descalabrarse todo lo que fuera preciso.

Fue una ilusión para todos pues, aunque era más pequeño que nuestra casa, tenía cuarto de baño con bañera, termo y retrete. Cocina pequeña donde no sé como, pero cabía la lavadora, la primera que tenía mi madre, pues antes usaba un pilón para lavar la ropa a mano, un frigorífico en sustitución de la alacena antigua y una hornilla a gas. Adelantos asombrosos que nos hicieron pasar del siglo XIX al XX en un periquete.

A las ventajas del piso se le sumaban las ventajas de un barrio de capital. Múltiples tiendas, acerados en las calles, iluminación urbana, autobuses y proximidad al centro.

Pero también perdimos para siempre esa cercanía en las relaciones con el vecindario, la solidaridad que sólo se encuentra en las comunidades pequeñas y, por qué no decirlo, las habladurías y cotilleos variados sobre los que no seguían el camino correcto.

El edificio contaba con 24 propiedades habitadas por gente humilde y, en general, de fácil convivencia. Juanita era una de nuestras tres vecinas de planta. Modista de las antiguas, mujer de buen carácter y mejor corazón. Madre de dos hijos y esposa de ferroviario, resultó ser un magnífico apoyo para mi madre. Sisí era otra de nuestra vecinas, casada sin hijos, algo inconcebible en aquellos tiempos, pero a cambio tenía el único coche del edificio. Además fumaba y, según las malas lenguas, es decir todas, bebía algo más de lo recomendable, a buen seguro ahogando las penas de no tener descendencia. Con mi corta edad y entendimiento, pensaba que le traían el agua directamente de Barcelona, porque de otra manera no se entendían los muchos kilos de más que adornaban su figura. Encarni era la otra vecina. Tenía siete hijas, fruto de la pasión de su marido por tener hijos varones que nunca llegaron, pero siempre quedaba la esperanza.

En el nuevo barrio, los niños se dividían en tribus según las calles en que vivían y/o jugaban. Cada uno tenía la sensación que los de su calle eran los mejores y los de las otras calles eran malvados. Los ánimos se encrespaban en los “desafíos”. En la asa se ponían cuatro piedras a modo de postes y se jugaban partidos de fútbol entre los equipos de las distintas calles. Las apuestas eran simples, los que perdieran serían considerados los más tontos y torpes. Ante semejante premio o castigo la tensión, el pundonor y las malas maneras siempre hacían acto de presencia. No habían árbitros y sólo las patadas más tremendas eran debidamente castigadas. Al enemigo ni agua, y mucho menos a los de Maestro Priego López, que eran lo peor de lo peor. Al final de los desafíos, las espinillas lucían multitud de moratones y rasguños, que eran el mayor orgullo de sus afortunados poseedores. No habían llantos, muy al contrario, como todos nos enseñábamos las heridas de guerra, cuantas más tenías, más importancia te daban. Las ropas también sufrían los rigores del deporte rey, pero todas las madres eran magníficas costureras y nuestros pantalones y camisas estaban abarrotadas de zurcidos que daban aún más enjundia a nuestra varonil prestancia.

Tenía para elegir la calle de la derecha, Alderetes, o la calle de la izquierda, Maestro Priego López. Me decidí por Alderetes porque era más luminosa, así pues pasé a ser Aldereteño de corazón. Mis patadas, que no mi sapiencia futbolística, serían patrimonio de mi nueva patria. Ocho años viví por aquellos lares y no tuve ningún amigo, pero tampoco hice enemigos. La vida era simple. Llegabas al campo de fútbol y simplemente preguntabas hacia donde disparabas. No hacían falta más palabras. Participaba de todos los juegos y, como ninguno de ellos era intelectual, sólo era cuestión de empezar. Es curioso, pero ocho años dando y recibiendo puntapiés de unos cuantos rapaces, no han sido suficientes para poder recordar ninguno de sus nombres, ni siquiera sus caras. 

De Alderetes sólo recuerdo unos ojos azules y una mirada lánguida que llevaba el nombre de Esther, pero eso es otra historia y en otro tiempo. Aún no existían las mujeres para mí.

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