martes, 26 de marzo de 2013

Palabras para una vida 30


Esteban
Luis y Chari eran los mejores amigos de mis padres, de hecho, se conocieron a través de ellos. Era un matrimonio bien avenido y dos personas ejemplares. Chari cocinaba maravillosamente bien. Era una entusiasta de los fogones y esa pasión se reflejaba en la mesa. Todos los platos que aparecían en el comedor eras auténticas obras de arte, con alimentos sencillos y baratos, pero hechos con conocimiento y cariño. Creo que disfrutaba cuando hablaba con mi madre y le decía lo mucho que yo había comido de tal o cual manjar. La respuesta de mi madre era siempre la misma, “pues en casa no come casi nada, es que esto es cosa de niños”. 

Tenían tres hijos, dos hembras y un varón. Esteban, un año mayor que yo, era mi amigo por obligación, aunque muy pronto lo fue por devoción, sobre todo por mi parte. Fue el primer niño al que pude llamar amigo con todas sus consecuencias. Nuestra relación abarcó entre los ocho y los catorce años. Había una asimetría en nuestra amistad, él era mi único amigo y yo era uno de los muchos que tenía. Cordial, afable, tranquilo, inteligente, perspicaz y, sobre todo, respetuoso, jamás se mofó por mis defectos y parecía no tenerlos en cuenta. Me trataba como a un igual y me hacía partícipe de sus sueños, esperanzas y habilidades, que eran muchas y variadas. Era un artista diseñando coches, su gran pasión. Se le daban bien todo tipo de manualidades y hacía sus pinitos en la carpintería de su padre. 

Compartíamos la pasión por el campo, los animales y los cómics. Sólo teníamos un enemigo: las ratas que habitaban en el negocio paterno. Ideó trampas para las mismas y las cazaba vivas. Después subíamos a su azotea, las dejábamos libres y les disparábamos con escopeta de plomos. Nuestro amor por los animales no incluía a estos seres inmundos.

Muchos sábados y domingos, nuestros padres, y nosotros con ellos, salían a cazar pajaritos, avefrías y zorzales. Nos despertábamos muy temprano para poder contemplar el amanecer en la sierra de Córdoba. Mientras Luis y mi padre cobraban piezas, generalmente abundantes, nosotros nos dedicábamos a pasear por el campo, disparar a dianas y hablar de nuestras cosas. Siempre nos acompañaba Quineta, la setter de Esteban. Jamás se nos ocurrió disparar a ningún ser vivo, las ratas no cuentan como tales, ya que no éramos cazadores para mayor asombro, aunque no decepción, de nuestros padres.

Salvo los sucesivos veranos que pasé en Sardañola, las escapadas al campo fueron los mejores momentos de aquella época. 

Amaba la sierra, los árboles, la tierra y los silencios salpicados de cantos de pájaros. 

Amaba sentirme acompañado por otro niño que me apreciaba. 

Amaba pertenecer a un grupo en que no destacaba por nada, pero tampoco deslucía.  

Amaba no tener que levantar defensas y ser por unas horas uno con la naturaleza y con la humanidad. 

Amaba sentirme libre, respirar aire puro y sumergirme en el rocío. 

Amaba oler a hierba, madera húmeda y tierra mojada. 

Amaba el sudor que corría por mi frente cuando era momento de marcharse.

En una de estas excursiones, cuando tenía doce o trece años, Esteban no pudo venir y acompañé durante toda la mañana a mi padre. No hablamos absolutamente nada, pero este silencio no era embarazoso. En un momento de descanso, en que estábamos sentados uno frente a otro, me miró y me dijo: 
  • ¿Sabes lo que más me gusta de ti?. Tu tartamudez.
  • No entiendo papá.
  • Eres tan perfecto que la tartamudez te hace más humano.

Siempre amé a mi padre. Desde entonces, lo adoré.

No hay comentarios: