sábado, 9 de marzo de 2013

Palabras para una vida 24


Al colegio
A los pocos días de llegar ya estaba preparado para ir al colegio. Había reconstruido con éxito mi coraza hecha con retazos de miedo y coloreada con distintas maneras de infligir daños al enemigo. Estaba en tensión a la espera de enfrentarme con las fieras.

El camino se hizo muy corto, quizás porque la mente iba muy rápida. Había confeccionado todo un arsenal de castigos para responder a las múltiples maneras que, imaginaba, iban a agredirme. Mr Hyde estaba en plena efervescencia.

Llegué al patio rojo, busqué un balón de baloncesto y me fui a la canasta que estaba menos ocupada. Con mi mente en blanco, nada sucedió. Cuando salí del trance a base de silbato profesoril, entré en la línea reservada para los de segundo curso y me dispuse a esperar lo peor. Al lado de nuestra fila se pusieron los de primero, casi todos llorando, mientras mis compañeros se reían de ellos, sin recordar que hacía un año habían participado del mismo trance. 

Nadie se dirigió a mí, como si no existiera. A mi alrededor se fraguó un vacío en el que me sentía curiosamente bien. No me relajé ni un ápice, pero me gustaba sentirme como una mota de polvo que nadie quiere pero a nadie estorba. Se respiraba la alegría del reencuentro. 

La clase que me adjudicaron era la más pequeña del colegio, con un gran ventanal que daba a un patio repleto de macetas. Me senté en el rincón más alejado de la última fila. Antonio Bustos, un pequeño mequetrefe delgado, empollón y callado, se sentó a mi lado, cuando aún había pupitres libres. Contra todo pronóstico me saludó con un “buenos días”, sin retintín ni rastro de jolgorio. Guzmán y varios empollones más se sentaron todos a mi alrededor y todos me saludaron. Las alertas saltaron y estaba en una tensión aún mayor que si se hubieran producido las ofensas esperadas.

Entró Don Antonio, un profesor a la antigua usanza, que lucía una generosa barriga, posiblemente por beber demasiada agua de Barcelona, y fumador empedernido de Bisontes, de los que daba buena cuenta durante las clases, sin pensar en los delicados pulmones de sus benjamines. No era el paradigma del profesor soñado, pero apenas pegaba y nunca denigraba a los alumnos. Sería el encargado impartir todas las asignaturas, incluso religión. 

Tras ponernos las cosas muy claras de lo que era aceptable en su clase (casi nada) e inaceptable (casi todo) dio comienzo a su primera lección magistral, ¿para que sirven las matemáticas? Bastaron cinco minutos de culta disertación científica para que sus cachorros prestaran más atención a las simpáticas moscas que sobrevolaban tan insigne foro que a sus eruditas palabras. A los diez minutos todos sabíamos que nos esperaban nueve meses de aburrimiento entre la espesa niebla bisontil. No nos equivocamos.

Llegó la hora del recreo. Bustos, Guzmán y Costa se acercaron y me ofrecieron compartir bocadillos y charla. El jamón, la tortilla y el buen chorizo que acompañaba sus panes, ganaban por goleada a mi magra mortadela. Repartimos nuestras viandas como buenos amigos y yo me llevé la mejor parte porque además de ser mucho más grande que ellos, mi apetito era feroz cuando delante de mis fauces se plantaba una buena comida, cosa que sucedía pocas veces cuando mi madre mediaba en la cocina.

Mis tres acompañantes tenían rasgos muy similares entre ellos. Todos, excepto Costa, eran delgados y bajos, poseían poco músculo y mucho cerebro y eran los tres mejores estudiantes de mi clase, después de un servidor. Eran dóciles y se dejaban pisar, pero tuvieron suerte durante su primer año porque las hordas bárbaras tenían en mí un objetivo más obvio. Pero también ellos se habían llevado estopa.

Confesaron que me admiraban por defenderme como lo hacía y por ser tan valiente (a cualquier cosa le llamaban valiente) y sugirieron crear un grupo de defensa mutua. Me propusieron como el líder, cosa nada extraña en una sociedad infantil en que el músculo era más valioso que la cabeza. La idea no era mala, pero teníamos que organizarnos bien. Entre todos redactamos la constitución del grupo. Pocas normas para que se pudieran cumplir bien, pero suficientes para tenerlo todo cubierto. 

Lo primero era ganarnos la consideración de la mayoría. Ser bueno en el deporte significaba respeto por parte de todos. Pero formábamos el cuarteto más nefasto en la práctica del fútbol. Siempre nos escogían los últimos cuando se formaban los equipos. Bueno, a veces a mí me escogían primero, pero no por mi pericia con el balón entre los pies, si no para evitar que cayera en el equipo rival y descalabrara, a base de patadas no intencionadas, pero patadas al fin y al cabo, a los miembros del equipo que me seleccionaba. 

Por el camino del fútbol no conseguiríamos nada, pero el baloncesto se me daba de maravilla. Ellos eran bajos y débiles, justo lo contrario de lo que precisa el baloncesto. Decidimos usar la biblioteca del colegio para encontrar manuales de este deporte y aprender.

La segunda regla era que estaba prohibido chivarse. No había pecado mayor en el colegio que esta sucia práctica, donde había brillado especialmente Bustos.

La tercera norma era obvia: si insultan a uno, nos insultan a todos. Si teníamos que defendernos, lo haríamos en grupo.

La cuarta directriz: compartiríamos bocadillos y compañía, pero sin obligaciones. Las últimas tres palabras fueron añadidas al texto primitivo tras una enmienda de Costa, al que le gustaba demasiado el jamón y no le hacía gracia quedarse con un cuarto de su bocadillo y tener que transigir con salchichones, tortillas, choped o mortadelas variadas.

La quinta y más importante: nos respetaríamos.

Terminó el recreo sin incidentes. Sentí una seguridad desconocida en aquel recinto. Las penas compartidas son menores pero tener compañeros dignos de ese nombre era aún más fascinante. De vuelta a clase, las paredes del colegio contemplaron mi primera sonrisa.

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