sábado, 16 de marzo de 2013

Palabras para una vida 26


La nueva pandilla
En ningún momento llegamos a ser amigos. Nos unimos sólo por conveniencia, era nuestra manera de defendernos de un medio hostil, pero nunca llegamos a practicar las virtudes ni a disfrutar de las ventajas de la amistad. Se reían de nosotros, pero ya no de manera individualizada si no colectiva, lo que lo hacía más impersonal y menos doloroso. Eramos los empollones y no contábamos con la simpatía de nadie, ni siquiera de los profesores, y debo reconocer que no les faltaba razón. 

Bustos era quejica, chillón, cobarde y chivato, cuatro cualidades que lo hacían insufrible hasta para la propia pandilla. 

Guzmán era una res mansa. Un cordero de Dios que no quitaba ningún pecado del mundo. Enclenque y bajo pero con una lengua viperina que repartía inconveniencias por doquier, pero siempre a la espalda de la víctima.

Costa era comilón y gordito, uno de los pecados preferidos por los que gustaban de reírse de los demás. No era malo ni bueno, simplemente insulso. Un ente que vegetaba y flotaba en el ambiente sin que nadie notara su presencia, excepto para mofarse del gordito de la clase.

Yo era el iracundo del grupo, el matón a sueldo, el que no conocía la sonrisa y sólo dejaba ver la rabia contenida, cuando no la tormenta desatada.

Envidiábamos las relaciones de las que parecían disfrutar nuestros compañeros. Se lo pasaban bien jugando o charlando y había camaradería e incluso lealtad en los diferentes grupos. El cemento que los unía no era la utilidad sino el bienestar. Formaban piña porque lo deseaban mientras que nosotros estábamos juntos porque nos interesaba.

Entre los distintos grupos no habían problemas e incluso el intercambio era frecuente, pero nuestro clan formaba una casta diferente, éramos los intocables. Nos criticaban abiertamente y no precisamente con razones, que las había y muchas, si no con desprecios sin llegar a insultos graves, que hubieran provocado la violencia que ya conocían y no deseaban. 

Es curioso que el ambiente general del aula era excelente y, en buena parte, se debía a nuestro aislamiento y defectos. No hay nada mejor que tener un enemigo común para unir a una tribu. Existían dos maneras de enrolarse en la comunidad, o eras empollón o eras divertido, y los divertidos ganaban por goleada. Todo aquel que careciera de nuestros defectos y que no sacara unas notas demasiado brillantes, era un buen compañero, fueran cuales fuesen el resto de sus virtudes.

Visto desde la perspectiva de los años, comprendo que cometíamos un error detrás de otro y el mayor de ellos consistió en que reaccionábamos continuamente. No actuábamos para cambiar las inercias si no para devolver golpes. Estábamos a merced de lo que hicieran los demás. Ellos actuaban y nosotros respondíamos. La sociedad que se basa en la reacción no progresa, como nunca prosperó nuestra cuadrilla.

La soberbia ficticia fue el arma que empleamos con más asiduidad. Eramos los más inteligentes, los que sacaban mejores notas y, más tarde, los que siempre ganaban en baloncesto, aún siendo los peores jugadores. Dábamos a entender que nos considerábamos muy superiores al resto de los pobres mortales. La sonrisa irónica, los gestos despectivos y las miradas cargadas de lástima eran nuestra tarjeta de presentación ante el resto de alumnos. Era la máscara que llevábamos puesta todo el día, aunque realmente nos sentíamos la escoria del colegio. Nos burlábamos de los normales porque nos sabíamos inferiores. Nuestros talentos no estaban al servicio de nuestra felicidad o  formación si no de nuestro rencor.

Pero debo reconocer que mis meriendas mejoraron a costa de las viandas de mis compinches, mis peleas casi desaparecieron, mis notas era magníficas y mis aptitudes en baloncesto mejoraron hasta convertirme en el mejor jugador del colegio. Pero nada de esto me hacía sentir mejor. Me consideraba un impresentable, un miserable que siempre estaba en el cuadro de honor de la entrada del colegio (un marco en que se exponían las fotos de los alumnos más brillantes del mes). Mi competitividad y orgullo obtenían resultados materiales brillantes pero espiritualmente estaba vacío.

Tener un cuerpo bien proporcionado para el baloncesto y un cerebro bien dotado para las asignaturas no me enorgullecía. Sin saber nada de genética, comprendía que esas virtudes me venían dadas sin esfuerzo por mi parte. Lo que realmente dependía de mí, las relaciones, era un desastre. Me sentía culpable de muchas cosas, y no era la menor de ellas ser consciente de que tenía un buen equipamiento y lo malgastaba en venganzas. Creía que Dios me había dado unas alas excepcionales que sólo aprovechaba para atacar y no para volar.

No hay comentarios: