La B mágica: biblioteca y baloncesto
Hay muchas razones por las que tengo malos recuerdos de mi colegio, pero debo reconocer que era el mejor de Córdoba, tanto por la calidad de sus actividades extraescolares como por los esfuerzos en los deportes y su esmerada biblioteca. Era grande, espaciosa, bien ventilada y mejor surtida.
No recuerdo el nombre del bibliotecario, un hermano muy anciano, despistado y acompañado por un amigo alemán apellidado Alzheimer. Tenía una memoria prodigiosa para los libros, sabía donde se encontraba cada uno de ellos y parecía haberlos leído todos. Tenía una pequeña pega, los nuevos no existían para él. Recordaba todo lo antiguo, pero lo que hubiera sucedido en los últimos años no existía. Siempre nos sorprendía de alguna manera, pues el día que se había acordado de afeitarse, se olvidaba de peinarse y no pocas veces acudía a su puesto de trabajo con la servilleta del desayuno o el almuerzo adornando su pechera o con el pijama de ositos rojos, regalo de algún antiguo alumno guasón. Se convirtió en un reto habitual acertar el despropósito que encontraríamos al entrar en su santuario.
La misión era simple: obtener todos los tratados de baloncesto que pudiéramos conseguir. Para nuestra decepción sólo había uno, y no sólo trataba de baloncesto si no de otros muchos deportes. Estaba publicado por la OJE, la Organización Juvenil Española, garante de la fortaleza de espíritu del joven español a través del esfuerzo deportivo y cooperativo. España tenía un destino en lo universal y la OJE proporcionaba las claves a los jóvenes para asumir semejante desafío. Nunca he entendido lo que significaban esas palabras, pero todos las aplaudíamos porque sonaban bonitas. Pero lo importante en ese momento no era el destino universal. Había que hacer de esos tres alfeñiques los primitivos Gasol.
Tras leer detenidamente el capítulo dedicado al baloncesto, supe que no iba a ser nada fácil, pero tenía una certeza: si tenían fuerza de voluntad para estudiar, también la tendrían para aprender otras cuestiones menos intelectuales. Entrenábamos todos los días tres horas. Llegábamos media hora antes de las clases, tanto por la mañana como por la tarde, aprovechábamos los recreos y salíamos del colegio una hora más tarde.
Nunca faltaron a ningún entrenamiento. Tenían orgullo y casta, pero sus manos, después de meses de duro trabajo, seguían siendo frágiles, sus carreras lentas y su tiro a media distancia desastroso, hasta el punto que saltaban de alegría cuando, contra todo pronóstico, el balón tocaba en el aro. Meter una canasta no entraba en los planes de ninguno de ellos, era simplemente imposible.
No estábamos preparados para enfrentarnos al resto de zoquetes que, por muchos suspensos que cosecharan, estaban dotados para cualquier actividad que implicara un esfuerzo físico.
Volví a leer el manual una y otra vez para obtener respuestas sensatas a una realidad física deprimente. Si lo míos no crecían ni se hacían más fuertes, había que idear la manera de vencer a los energúmenos y atléticos fanfarrones que tanta envidia nos producían y, por ello, tanto odiábamos. Se reían de nuestros esfuerzos, incluso se quedaban para divertirse con nuestros entrenamientos.
Un día me quedé a ver los entrenamientos de los elegidos y me dí cuanta de una cosa: no tenían la más mínima organización. Cada uno intentaba hacerlo todo solo y no había el más mínimo destello de defensa organizada.
Ya tenía la respuesta. Mis chicos no podían enfrentarse uno contra uno a chicos mucho mejor dotados físicamente. Tampoco podían encestar a larga distancia, competir en rebotes o ejecutar pantallas. Pero sí podían actuar colectivamente en una defensa basada en ayudas y conseguir puntos mediante el contraataque.
Los entrenamientos cambiaron radicalmente. Ya no pretendía hacerlos más rápidos ni que tuvieran mejor puntería. Sólo tenían que aprender a defender en zona y a lanzar el balón a los costados para realizar un contraataque eficaz.
Después de varios meses ensayando desde esta nueva perspectiva, comenzó el campeonato de primavera. Ganamos todos los partidos, tanto a los de segundo como a los de tercero y cuarto.
Diez años jugamos juntos y nunca perdimos un encuentro. Ninguno de ellos supo jamás jugar al baloncesto, tirar en suspensión o encestar a más de tres metros de distancia. Tampoco lo pretendían. La autoestima fue el mayor premio que tuvieron y el único objetivo que nos planteamos desde el principio.
En 1976 el colegio me premió con la primera medalla al mérito deportivo que se concedía. Fue la primera vez que conseguimos hacer posible lo imposible y sospecho que todos ellos han seguido coleccionado imposibles.
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