lunes, 30 de diciembre de 2013

Enganchados al enamoramiento

Hay personas que están “enganchadas” al amor, o mejor dicho, a esa sensación química que produce el enamoramiento, que no son más que grandes cantidades de oxitocina, adrenalina, dopamina, fenilalanina o endorfinas.

Pero siempre me queda la duda de si predominan estas sensaciones íntimas o si lo que de verdad engancha es sentir el enamoramiento del otro. Quizás sea una mezcla de ambas cosas. 

Ir por la vida siendo adicto a enamorarse y que se enamoren de ti, sin dejar madurar las relaciones, consigue que el amor nunca fructifique, hace que no tengamos una relación íntima con una persona, sólo nos relacionamos con la imagen que hemos fabricado del otro. 


Este tipo de personas suelen ser inmaduras y vanidosas y, aunque parezca lo contrario, en el fondo son personas solitarias, tan solitarias que no son capaces de entregarse de verdad, de compartir, de cuidar, de respetar y de saber ser y dejar ser libres. Prefieren unas sensaciones químicas volcánicas que la paz del amor.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Berta

No es su nombre verdadero, pero tampoco importa, su vida es similar a la de otras muchas Bertas y Bertos.

Berta es una mujer, madura según el DNI, pero inmadura en sus emociones, unas emociones que la martirizan en un sufrimiento sin fin sin que sepa porqué. Sufre sin conocer, e incluso quizás, sin querer conocer los orígenes de tanta desdicha.

Su madre era una buena persona, quizás insulsa, sin lugar a dudas inculta y con pocos intereses más allá de ser una buena esposa y madre.

Su padre era un vividor, librepensador, anarquista, egoísta, tal vez chulesco pero culto, amante de los buenos libros, mejor conversador y, en el fondo, un inmaduro que sólo pensaba en su bienestar.

Berta idolatraba a su padre y, en el fondo de su corazón, despreciaba a su madre. Toda su infancia y adolescencia giró en torno a agradar y ser aceptada por él y a odiar todo lo que representaba ella, con la culpa que este sentimiento le acarreaba.

Lleva demasiados años de su vida negando cualquier atisbo que, en su personalidad, le recordara a su madre y viviendo una obra de teatro en que la protagonista, ella misma, sólo es un personaje femenino aceptable para su progenitor, pero tras quitarse la máscara queda una niña con miedo y dolor. Un personaje con unos sentimientos que no son los suyos, pero que le parecen aceptables y negando aquellos que sí lo son pero la avergonzarían. Un conflicto interno y eterno entre lo que realmente es y lo que le gustaría ser pero no es. 

sábado, 28 de diciembre de 2013

Felicidad y Estado de bienestar

Para valorar el estado de Felicidad de los distintos países hay multitud de índices que, dependiendo de los factores que se analicen, pueden dar resultados completamente dispares. En aquellos rankings en que se otorga más importancia al nivel económico, veremos a los países occidentales, especialmente escandinavos, en los puestos más altos. En aquellos en que la desigualdad existente en un país es el factor principal, serán los países pobres los que ocupen las primeras posiciones y, en aquellos en que la variable fundamental es el flujo migratorio, de nuevo los países ricos están en cabeza.

El mejor índice que he encontrado es el IPF, el Indice del Planeta Feliz, publicado por la New Economics Fundation. La variable principal para la obtención del índice, la que más puntúa, es la percepción subjetiva de felicidad. Otras variables secundarias tienen en cuenta la expectativa de vida, la huella ecológica, el PIB y el Indice de desarrollo humano de cada país. http://www.happyplanetindex.org/data/

Según este índice, los países en que sus habitantes son más felices son, por orden, Costa Rica, Vietnam, Colombia, Belice, El Salvador, Jamaica, Panamá, Nicaragua, Venezuela, Guatemala, Bangladesh, Cuba, Honduras, Indonesia e Israel. El primer país europeo es Noruega en el puesto 29, en que la población es menos feliz que en Pakistán o Palestina. España está en el 62 y dos países escandinavos, Islandia y Dinamarca, en un paupérrimo puesto: 88 y 110 respectivamente. Estados Unidos ocupa el lugar 105, es decir, peor que Sudán.

Los resultados son sorprendentes y, por supuesto, sujetos a multitud de interpretaciones y críticas, pero creo que dan una visión completamente diferente sobre cuales son las mejores fuentes para que ser feliz sea más fácil.

Mi interpretación de estos datos es que el nivel cultural, social o económico poco tienen que ver con la felicidad. El régimen político o económico de un país tampoco son factores fundamentales. 

Analizando los países más felices, me llama la atención que la mayoría son latinoamericanos, especialmente caribeños, y del sur de Asia. Sociedades con una idiosincracia específica que incluye el vivir de manera más pausada, con niveles económicos bajos pero con un alto nivel de autosuficiencia, donde apenas existe pobreza absoluta y en donde la inmensa mayoría de su población tiene unos niveles de vida similares. Además son sociedades que, en general, las relaciones personales son muy intensas, quizás debido a que hay pocas grandes urbes y tienen un mundo rural más importante. 

Otra cuestión insólita es que el grado de libertad que otorgan sus regímenes es bastante bajo, sin llegar en ningún caso a una dictadura extrema. La libertad parece que puede ser incómoda para muchos. Sin embargo, la independencia personal, que sí se da en estos países, es un factor favorecedor. Depender poco de los demás y autoabastecerse, mucho más probable en sociedades rurales, debe elevar la autoestima.

El nivel de exigencia material juega a favor de estos países y en contra de los más avanzados económicamente. También el grado de exigencia social, bastante más bajo en los países más felices, es un factor a tener en cuenta. El nivel educativo y cultural, que nos hace sin duda más libres y menos manipulables, podría parecer como algo que nos debería hacer más felices, pero es justo al contrario, quizás porque genera un mayor grado de exigencia personal y social.

En el otro extremo, los países menos felices son en su gran mayoría países que sufren pobreza extrema, casi todos africanos, y los países del golfo persa: Catar, Bahrein, Emiratos Arabes Unidos, Kuwait. En estos últimos, una dictadura moral férrea quizás el sea el origen de sus pobres resultados.

Así pues, el mal llamado Estado del bienestar nada tiene que ver con la felicidad si no que está más relacionado con el nivel que con la calidad de vida. Los países que presumen del mismo están en unos niveles medios-bajos de felicidad.


Si realmente queremos Estados del bienestar hay que mirar a países con maneras de vivir y de ser que poco tienen que ver con el consumo y sí con la austeridad, la riqueza de las relaciones interpersonales y la independencia personal.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Palabras para una vida 51

Regreso al colegio
El colegio era el mismo, pero yo era distinto. “No vemos las cosas como son, si no como somos”. La selva inhóspita y cruel que dejé en junio se convirtió en septiembre en un lugar agradable, con chicos deseosos de amistad y profesores dispuestos a enseñar. El baloncesto servía para divertirme y no para medirme. Los amigos dejaron de ser aliados en la lucha para ser cómplices de nuestro bienestar. Los enemigos dejaron de ser tales para convertirse en acompañantes, más o menos allegados.

El lugar en el que me sentía encadenado resultó ser un remanso de paz y libertad. Nunca habían habido cadenas, las fabriqué yo mismo. No existieron enemigos, los creé yo.

Había tenido tal sentimiento de culpabilidad que, para no destrozarme por completo, la había proyectado hacia los demás. Los demás eran culpables de todo, hasta de mi propia culpa. Sólo cuando la culpa dejó paso a la responsabilidad comencé a ser y sentirme verdaderamente libre. 

El milagro de María Dolores se cimentó y la alegría me acompañaba allá por donde iba. Siempre me habían tratado de la misma manera que yo trataba, y eso no había cambiado. Antes mis gruñidos eran respondidos con gruñidos, mis quejas con quejas y mi violencia con violencia. Todo seguía exactamente igual y mis sonrisas empezaron a ser respondidas con sonrisas, mi humor con humor y mi respeto con respeto.

A los pocos días de comenzar el curso ya tenía una pandilla para salir los fines de semana. En pocas semanas tenía amigos por todos sitios. Empezamos a ligar y a conocer a chicas, seres absolutamente desconocidos para todos. Incluso se inició algún que otro devaneo, pero nada que ver con lo que sucedió en Mijas. Seguía siendo una sociedad mojigata y puritana y a lo máximo que se llegaba era a coger las manos a la interfecta durante unos segundos. Cualquier otro desaguisado era pecado e incluso no teníamos la seguridad de si un beso en la boca era motivo de embarazo. Sentíamos cosquillas en ciertos sitios, vacíos en otros y taquicardias y disneas múltiples que combatíamos con el deporte, las duchas frías y multitud de manchas en las sábanas. Ni siquiera a los más osados se les ocurría ir más allá de un beso furtivo.

Las primeras pandillas fueron un tanto caóticas, con estructuras inestables y cambios continuos en los miembros. Hoy salías con unos, mañana te ibas con otros a una fiesta y pasado entrenabas con otros. Mientras te gustaba una chica y le cogías la mano, salías con su gente. Cuando te dejaba de gustar o pretendías sin éxito pasar a una segunda fase mucho más procaz (un beso en la mejilla de despedida) volvías a salir con alguien de la clase, a ser posible guapo para poder tener más opciones de ligar.

Poco a poco las cosas se fueron decantando y se formó un grupo de chicos estable, altamente competitivo en labores cazadoras, formado por Justo, guapo donde los haya, Manolo, también muy guapo, Pepe, bajito pero encantador y sobre todo con guitarra y yo, el único feo del grupo. Los cuatro éramos deportistas en una ciudad en que los músculos escaseaban. Los éxitos no tardaron en llegar, pero las chicas que conocíamos no nos terminaban de convencer.

El 20 de noviembre moría Franco, lo que trajo el luto nacional y vacaciones inesperadas. Esa tarde salíamos los cuatro con nuestro eterno afán: conquistar chicas. Vimos seis bellezas sentadas en un kiosco de los jardines de la Victoria. Intercambiamos una mirada y todos estuvimos de acuerdo, excepto Justo: 
  • no, esas no, que las conozco de la parada del autobús. 
  • Pues si son amigas tuyas, preséntalas. 
  • No, jamás he hablado con ellas, pero las conozco y me da vergüenza. 

Pero eran tres contra uno y desplegamos nuestra habitual táctica de ataque: Manolo y Justo, los más guapos, en primera línea de batalla. Pepe, resultón y con guitarra, en segunda línea apoyando a nuestros mejores guerreros. Yo en retaguardia, dejándome ver poco, para no asustar en demasía.

Las seis bellezas se llamaban Mercedes, María José, Maribel, Mari Carmen P, Mari Carmen R y Estrella.


Fue el comienzo de la pandilla por la que transité de la adolescencia a la madurez.

sábado, 20 de julio de 2013

Palabras para una vida 50

Se terminaron las excusas
Cuando llegué de las vacaciones me replanteé por completo mi manera de vivir, de sentir y, sobre todo, de relacionarme. 

Se terminaron las excusas para seguir victimizándome. Lo que me sucedía tenía mucho más que ver con mis reacciones ante lo que no me gustaba de los demás, que de mis defectos al hablar. Ya no era tartamudo. Sólo tartamudeaba. 

No trataría a la gente según el trato que yo percibía. No buscaría que me respetaran. Sólo aceptándome tal y como era sería capaz de crecer y de quererme y, por consiguiente, de respetarme. Para ello huiría de justificarme. No más justificaciones.  Soy como soy y me gusta lo que me gusta, a cambio concedo al otro que es como es y le gusta lo que le gusta. Los demás son como son y no como a mí me gustaría que fueran. Si me interesan estaré con ellos, si no me gustan saldré de sus vidas.

Huiría de ser como me gustaría ser para ser lo que soy. La sociedad intenta imponer una manera de ser para considerarte bueno y, si te adaptas a ella, te recompensa. Deseamos tanto que los demás nos consideren buenos que pensamos de una manera (la “correcta”) pero nuestros instintos, más pronto o más tarde, nos hace actuar de manera diferente a como pensamos, lo que nos hace sentir culpables, aunque sea de manera inconsciente, y se termina cociendo un conflicto interno que nos lleva a situaciones de ansiedad, depresión y malestar, mucha veces físico. La única manera de conseguir el equilibrio es que nuestro pensamiento, acciones y sentimientos estén de acuerdo. Las ideologías cerradas manipulan. Sólo hay una ideología sensata: la mía, la que elaboro a lo largo de los años con mis experiencias, información y, sobre todo, con mi manera de ser. Por ello, imponer tu ideología es tan nefasto como cuando te la intentan imponer.

No hay justicia, hay intereses. Me afectaba enormemente la sensación de que el mundo era injusto conmigo, que no merecía el sufrimiento que padecía. Esta sensación de injusticia, lejos de aliviarme, me embarcaba en un victimismo paralizador o en una reacción agresiva que, lejos de solucionar injusticias, traía nuevas desgracias. Preferí dejar de ser juez de lo que me sucedía (siempre parcial pues siempre juzgaba según mis intereses) a ser el actor principal de la película de mi vida. Cambiaría el juzgado de instrucción de mi cabeza, por la búsqueda activa de mis intereses, mis pasiones, mis gustos, al margen de lo que los demás considerasen como “bueno” o “malo”. La bondad  o la maldad sólo la decidiría en función de mis intereses, no en función de los intereses de los demás.

El egoísmo, hasta un límite, no es malo, es la mayor virtud que se puede tener. Actuaría según mi naturaleza y dejaría que los demás actuasen en función de la suya.

La mala suerte no guiaría mi camino. Las cartas que me habían tocado eran las mías. No había posibilidad de cambiarlas, pero sí de jugarlas de la manera más sensata posible para obtener el mayor provecho. Quejarme de mis naipes no contribuiría a mejorar mi juego pero sí a menospreciar mis posibilidades y obtener menores rendimientos. El mejor jugador no es el que tiene las mejores cartas si no el que mejor las juega.

Huiría del “nadie me entiende”. No voy a negar que sentirse comprendido por alguien sea muy agradable e incluso importante, pero la búsqueda activa de la comprensión por parte de los demás puede acarrear consecuencias negativas.

Una primera acción tendente a conseguir este objetivo es practicar el borreguismo. Hago y pienso lo que los demás esperan de mí. No me salgo de la norma. De esta forma no desarrollo mis capacidades, no sigo un sendero personal sino que circulo por la autopista general, con la consiguiente insatisfacción que se genera.

Otra posibilidad consiste en hacer lo que quiero, aún quebrantando las reglas para, posteriormente, buscar todo tipo de excusas que justifiquen nuestro proceder. El resultado habitual será la incomprensión de los demás, por muy buenos pretextos que hayamos encontrado y, tras ella, el victimismo propio.

Otros hilan más fino: hago lo que deseo pero, le doy la vuelta a la tortilla de tal forma que intento hacer ver a los demás que, en realidad, he actuado en beneficio de otro/s. 

También existe el error de concepto. Algunos confunden la disparidad de criterios o ideas con la incomprensión. “Es que mis padres o pareja no me comprenden” cuando en realidad debería decirse “es que mis padres o pareja no están de acuerdo conmigo”.

Otros utilizan la incomprensión como arma para castigar y manipular “al que no le entiende”.

Cuando hay discrepancias entre la imagen que uno tiene de sí mismo y la que tienen los demás, puede ser muy duro de asumir y una frecuente fuente de sentimiento de incomprensión y frustración. Se debe a un problema de comunicación:
• Ya sea por parte del “yo” emisor, que puede no tener las ideas claras o no ser realista de su propia valía (ya sea por exceso o por defecto).
• O porque el mensaje sea defectuoso: no se ha empleado el lenguaje, verbal o gestual, para transmitir lo que queremos.
• O bien el receptor del mensaje lo ha interpretado de forma incorrecta por sus propios prejuicios o por simple torpeza.

En cualquiera de los casos se puede producir un auténtico terremoto porque, cuando no vemos reflejada nuestra imagen en la que tienen los demás de nosotros, el daño puede ser importante. Sólo se puede salir actuando sobre las dos primeras premisas. La que depende del otro, sólo la podemos aceptar, o tolerar o, directamente rechazar si no nos vemos respetados.

Debemos exigir respeto a nuestra persona o ideas (siempre que no sean excesivas, claro), podemos pedir tolerancia hacia nuestra diferencia (que al fin y al cabo es una forma de comprensión), pero sólo podemos desear que nos comprendan, que se pongan en nuestro pellejo, porque este tipo de comprensión supone capacidad empática por parte del otro y no siempre es posible.

Sólo podemos y debemos ser nosotros, aceptarnos, respetarnos y comprendernos. Ser consecuentes y mostrarnos como somos. No conseguiremos que todos nos comprendan, incluso, si somos demasiado diferentes, puede que nadie nos entienda. Pero si buscamos activamente la comprensión, podemos dejar alguna parte de nuestra esencia por el camino.

No buscaré que me quieran. No hay nada más humano que querer que nos quieran. Pero dependiendo de como lo consigamos, así de felices podemos ser. Hay dos formas de conseguir que nos quieran:
  1. Que nos quieran es un fin en sí mismo.
    Es la más usada. Consiste en hacer todo lo posible para que nos quieran. En las palabras “todo lo posible” hay un amplio rango de sustantivos y verbos como “sacrificio”, “consentir”, “mimar”, “humillación”, “sometimiento”. No todas usadas por todos, pero casi siempre hay alguna de ellas.
  2. Que nos quieran es una consecuencia.
    Mucho más rara y difícil, pero a la vez más sana. Nos aman como consecuencia de nuestra manera de relacionarnos con los demás. No consentimos, mimamos, ni nos sacrificamos, humillamos o sometemos. No buscamos que nos quieran (aunque nos guste), sino que actuamos en la vida con nuestra forma de ser.
En pocas palabras: me respetaré y respetaré a los demás. Sólo así conseguiré que me respeten. 

No fue fácil llevar a cabo esta reconversión personal y, después de tantos años, aún estoy en ese camino sin fin.

sábado, 8 de junio de 2013

Palabras para una vida 49

Nueva etapa. Nueva ciudad
Espantados los demonios, comencé a mirar a Córdoba con ojos de enamorado. Donde un mes antes veía calor y agobio ahora descubría frescura, paz y una ciudad bellísima, enraizada en la historia, el color y el minimalismo de un gran proyecto donde convergían romanos, árabes, judíos y castellanos. 

Mi historia de amor con Córdoba se inició andando por cada una de sus calles y plazas. Cada maceta, cada palmera, cada rincón de la muralla, la mezquita o la judería se transformaba en placer y reconocimiento de un lugar único y, por primera vez, mío. Lo que antes era un simple punto de tránsito ahora era un paraje que visitar con los ojos asombrados de un turista en su propia ciudad, con la mirada predispuesta al asombro y a la sorpresa de una calle mil veces recorrida pero nunca disfrutada. 

Algunos creen que los mejores amores se cimentan en el conocimiento previo y el enamoramiento posterior más que en una pasión salvaje a primera vista. Algo similar me sucedió. Sabía moverme por Córdoba, la conocía muy bien, pero hasta ese momento ni la sentía ni la comprendía. Sus barrios forjaron unas alas con las que volé una y otra vez entre el empedrado, la cal, el naranjo y la palmera. Desde San Pedro a Santa Marina, desde la corredera a San Francisco o en la plaza del potro, uní para siempre sus silencios a los míos, sus alegrías a mis sonrisas y sus llantos a mis lágrimas. La reja negra, el patio colorido y la piedra entre verdores se instalaron en mi alma y por primera vez comencé a sentir orgullo de ser cordobés. La ciudad que fue testigo de mis amarguras me ofreció sus puertas abiertas de par en par para gozar de mi recién adquirida libertad. A partir de entonces sus calles se llenaron con las canciones de aquella pandilla, sus bancos supieron de mis besos y sus plazas fueron cómplices de mis declaraciones de amor.


Ya no estaba en tierra hostil. Era mi tierra, mi gente, mi historia, mi consuelo. Estaba en mi hogar. Tras 28 años viviendo en Sevilla y yendo muy poco a Córdoba, cada vez que piso su suelo sé donde pertenezco.

domingo, 2 de junio de 2013

Palabras para una vida 48

De vuelta a Córdoba
El mes de agosto terminó y, con él, mi primera relación. No hubieron cartas, ambos lo preferimos. Decidimos que lo que habíamos vivido era tan hermoso que no se podía contaminar con la distancia ni el dolor de una futura separación. 

María Dolores fue la primera chica a la que besé. La primera que me dijo que merecía la pena. La primera que me abrió el mundo al amor de carne y hueso, a la caricia, a las miradas enamoradas. En un mes transitó mi niñez a la madurez, mi inseguridad a la calma, mis odios a mis amores. En un mes dejé de ser Juanito a ser Juan. En 30 maravillosos días de Agosto en Mijas, saqué el jardín que guardaba escondido en mi pecho, del que desconocía su existencia, y lo saque a la luz. Por primera vez me sentí hombre y no monstruo.

Terminaron las vacaciones, volví a Córdoba y nunca la volví a ver, pero siempre hay una palabra de agradecimiento en el libro de mi vida para ella.

Posteriormente inicié una búsqueda de la mujer con la que pudiera compartir el presente y el futuro. No me quedé sentado a esperar. No tuve claro en ningún momento lo que quería. Muchas chicas, muy diferentes entre sí, me acompañaron en parte del camino. De unas me quedaba con sus sueños, de otras con sus sonrisas, otras me consumieron de pasión. Algunas me regalaron sus tristezas, otras me ofrecieron su soledad. Con casi todas disfruté de sus besos, algunos ciertamente ansiosos. Pero todas, sin excepción, me hablaron de la belleza de la mujer, que va más allá de unos rasgos físicos más o menos curvilíneos. Todas me hablaron de una especial sensibilidad, de otra manera de ser y de hacer, más humana, más emocional, más intensa.

Fueron muchas, de algunas ya ni me acuerdo, pero a todas les agradezco por ser como son y por ser como soy. Nunca dejé que una relación se alargara más de lo necesario. En cuanto descubría que ella no era ELLA, no perdía ni hacía perder el tiempo.


Una noche, después de una enorme decepción, miraba hacia una ventana de un séptimo piso de un edificio. Sólo en ese momento descubrí que la mujer de mi vida estaba tras esa ventana. ELLA aún no lo sabía, pero sus rizos, esa noche, me acunaron y me cantaron la más bella melodía de amor.....y, aún hoy, cada noche, siento el perfume de su pelo.

sábado, 25 de mayo de 2013

Palabras para una vida 47



La realidad vista en perspectiva
No puedo asegurar que me enamorase de María Dolores. Posiblemente cualquier mujer que me hubiera aceptado habría logrado lo mismo. De lo que estoy convencido es que me enamoré de mí. Pero fue ella la que me descubrió y la que consiguió que me encontrara después de 16 años de búsqueda.

A los besos siguieron las caricias y, a éstas, las sábanas. No hicimos el amor, pero por primera vez sentí el amor más puro, inocente y generoso. No buscábamos nada del otro, sólo nos entregamos sin reserva. Nos dimos por el puro placer de salir de nosotros y entrar en la esfera del tú. 

Mi familia, la playa, la belleza de Mijas, el sol y el mar fueron el escenario perfecto para el renacer de un alma atormentada, pero fue el cuerpo joven y fresco de una muchacha el que convirtió en insignificantes mis valores más sagrados. La luz y hermosura del agosto mijeño palideció ante la dulzura de sus ojos y de nuestros deseos de compartirnos.

Me respetó y aprendí a respetarme. Me amó y aprendí a amarme. Me creyó y aprendí a confiar en mí. Se desnudó en cuerpo y alma y aprendí a desnudarme.  Me ofreció su bondad y saqué lo mejor de mí para no volver a guardarlo jamás. Me abrió sus puertas y derribé mis murallas.

Nací del vientre de mi madre, pero renací ese verano de la mano de María Dolores.

Quizás no la amé, pero nunca la olvidaré. 

sábado, 18 de mayo de 2013

Palabras para una vida 46



Un nuevo mundo
La teoría nos la sabemos perfectamente. Los libros de autoayuda (que horror la mayoría de ellos) campan por sus anchas en las librerías. Nos conocemos al dedillo las mil y una maneras de afrontar nuestra vida con grandes posibilidades de éxito y felicidad. Pero a la hora de aplicar esas recetas tan “lógicas” fallamos una y otra vez.

Son fórmulas generadas desde el pensamiento y puestas en práctica por un ser pensante….y con emociones. Y son precisamente estas emociones las que se rebelan una y otra vez contra la teoría.

Nos educan desde una base puramente racional (no hay más que ver las materias que estudian nuestros hijos) y nos dejan analfabetos del mundo de las emociones. Resultado: no sabemos que hacer con ellas, no las sabemos manejar y, si no las manejamos, ellas nos manejarán y no sabremos por donde nos vienen las tortas que nos estamos dando nosotros mismos.

Me imagino que cada uno tendrá que aprender su propio camino, su manera especial y única de conocerse, ayudado del pensamiento racional, sí, pero no sólo de él. En mis momentos peores me he dejado “violar” por mis miedos, iras, rabias, dependencias, apegos, angustias, traumas, decepciones, alegrías, amores y pérdidas, recuerdos y sueños. Me he entregado a ellos sin huirlos, sintiéndolos…para comprenderlos. Y cuando los he entendido se me ha abierto un nuevo mundo, una forma diferente de sentir, actuar e incluso pensar.

Sentirme amado por una mujer hizo que creyera en mí. Por fin me dejé violar sin miedo por mis fantasmas para descubrir que quien me hacía daño no era mi entorno, ni mis profesores, ni los compañero de clase, ni quien se reía de mis defectos. La lucidez que me proporcionó un beso (bueno, bastante más de uno) me hizo comprender que sólo yo me fustigaba, reaccionando una y otra vez contra los molinos de viento. Deposité mi felicidad y bienestar en lo que los demás hicieran o pensaran de mí. 

Los labios de María Dolores me enseñaron el camino. Su amor despertó el mayor amor posible: mi amor propio y, el que se ama, lo hace por encima de sus carencias, errores y desaciertos. Los conoce y, ese conocimiento, lejos de servir como justificación para sus tropiezos, es la mejor arma para comprenderlos y subsanarlos, con responsabilidad pero sin culpa. El que se ama se convierte en un ser libre, no dependiente de lo que piensan los demás. 

Destrocé la imagen que creía que los demás tenían sobre mí y la que yo mismo creía y quería dar, a golpe de ternuras y caricias. El amor destruyó la farsa que hasta entonces era mi vida y, en el solar resultante, construí un nuevo Juan, desnudo de rutinas y reacciones, que por fin aprendió lo que significa desaprender. La imagen no es lo importante, la opinión ajena sobre nuestros valores y acciones sirven de poco. Amar nuestros aciertos y errores o mimar nuestras fortalezas y debilidades nos proporcionan el coraje necesario para cambiar lo que sea menester para vivir en paz y equilibrio con los demás. 

Tenía todos los ases en la manga, todas las premisas intelectuales necesarias para triunfar como ser humano, pero fue la mirada de una mujer enamorada la que bastó para que la teoría se convirtiera en una forma de entender mi vida y mis relaciones.

jueves, 16 de mayo de 2013

Palabras para una vida 45


María Dolores
Me pareció la mujer más bella. 

La belleza no se ve, se siente. Los rasgos no son importantes para evaluar la donosura. Hay un aura etérea, que flota alrededor de la persona, la que otorga el sello inconfundible de la beldad y, María Dolores, era preciosa.

Me esperaba al final de la calle. Durante todo el recorrido me miraba y sonreía, coqueta e intrigada a la vez. No existía suelo, me desplazaba volando y en ningún momento aparté mis ojos de los suyos. Las casas blancas, los turistas, el cielo y el aire desaparecieron. Sus pupilas encendidas y sus labios se convirtieron en el único universo posible deseado. Era capaz de dejar la mente en blanco cuando quería, y en esos momentos sólo sentía. Por primera vez cambié el blanco por los colores de ella, pero la sensación era idéntica: sólo existía el sentimiento.

La eternidad se puede condensar en segundos y, en esos momentos sublimes, se hace la luz más clara y todo brilla con una claridad abrumadora. Cada paso que me acercaba a su figura era un paso menos a recorrer en la lucidez, en las respuestas ansiadas.

Intercambiamos obviedades de filiación: edad, (especificar sexo no tenía sentido), estado civil, estudias y/o trabajas, cuanto tiempo estarás aquí… cuestiones simples que escondían un deseo de agradar por parte de ella y un pavor hacia el silencio por parte mía. Pero no hubo silencios. La tarde transcurrió de una manera tan natural que a los pocos minutos éramos como dos viejos amigos que se reencuentran tras años sin verse pero que nunca dejaron de interesarse. El corazón desbocado se tranquilizó inmediatamente. Las palabras fluían y, mientras caminábamos por Mijas, definimos nuestro mundo, nuestros espacios, nuestras inquietudes y nuestra necesidad de amor.

Nos sentamos en un banco del Compás, con las magníficas vistas de la sierra mijeña fundiéndose con el mar, pero no tenía ojos para el paisaje cuando delante tenía el firmamento de la mirada de mi primera mujer. Esos momentos infinitos que, por sí solos, justifican toda una vida.

Las palabras dieron paso a los besos y sus labios tenían el aroma de la inmortalidad, de aquello que siempre estará vivo aunque cambien los actores. Las caricias no se quedaron en aquel balcón, han permanecido perennes e inalterables como la fuente que no se agotará jamás. La luna llena era nueva para mí. Nunca fue tan blanca, tan redonda tan cercana. Fue el único testigo de nuestro amor y juraría por lo más sagrado que nos dedicó su mejor rayo.

domingo, 12 de mayo de 2013

Palabras para una vida 44


Mijas. Verano de 1975
Apretado entre mis hermanas en nuestro coche, nos dirigíamos de nuevo al frescor, la playa, el salitre, la buena compañía, la gracia de mi tía y el candor y la inocencia de mi tío. Un año más llenaríamos agosto de risas e ilusiones. 

Nada había cambiado mi manera de vivir. Tenía muchos más datos en mi cerebro pero no había ni una pizca de sabiduría ni bienestar. Seguía siendo el hijo del que se podía sentir orgulloso cualquier padre y el sobrino cariñoso que gustaba a cualquier tía que se preciara. Pero también era un inválido del amor, un herido del sentimiento que mostraba soberbia para esconder su falta de generosidad y autorespeto.

Mientras pasaban los kilómetros crecía la paz del que sabe que no se va a encontrar en terreno hostil. 

Las mujeres me habían empezado a gustar mucho. Esther era un alma sin cuerpo, una dulzura inventada en la que el sexo no existía. Sólo era una cara triste y bella a la que había llenado con todo tipo de dones que probablemente sólo existían en mi anhelo. Pero habían otras con curvas poderosas que no me inspiraban romanticismo precisamente. Las fotos subidas de tono de algunas revistas y periódicos deportivos me estimulaban, y no precisamente el intelecto. 

La llegada al pueblo suponía sorpresas. Nuevos apartamentos, nuevos hoteles y nuevas reformas en casa de mi tía. Pero la novedad fundamental estaba en la Baraka, una tienda de souvenirs situada enfrente. La novedad tenía el pelo negro, ojos oscuros, labios grandes y una sonrisa eterna que respondía al nombre de María Dolores. Tenía mi edad o tal vez era algo mayor que yo. Trabajaba en la tienda pero no era del pueblo. Mijas estaba llena de chicas, que acudían a trabajar en el comercio, y despoblada de chicos, que tenían que emigrar a otros lugares que tuvieran empleos más masculinos. 

Unas cuantas miradas cruzadas bastaron para que ella se acercara a mí, sentado en la puerta, y ante mi asombro me preguntó el nombre y de donde era. El estupor se hizo uno conmigo. Eso no sucedía en Córdoba jamás. Eran los hombres los que interpelaban a las chicas, bueno, los demás hombres porque yo no me consideraba tal. No tenía derecho a hablar con mujeres y era imposible que una fémina se pudiera fijar en alguien tan extremadamente feo y soberbio como yo. Pero el milagro sucedió. Tartamudeé un larguísimo Juan, y otro no menos extenso Córdoba, y ella me contempló sin reírse, sorprenderse ni poner cara de lástima. También ella se presentó y me preguntó si la recogía a las ocho de la tarde, a la salida de su trabajo, para dar un paseo. La respuesta no se hizo esperar y volvió a entrar en La Baraka. 

Pocas veces he estado tan confundido, aterrado e ilusionado a la vez. No sabía si aquello podía ser una broma, una petición de mi tía o abuela a la chica (lo pregunté y lo negaron) o una realidad. No estaba preparado para semejante vuelco en mis inexistentes relaciones intersexuales. 

Ella era guapa, yo feo. Era normal, yo una bestia. Hablaba normal, yo tartamudeaba. Sonreía, yo apenas sabía hacerlo. Se movía con naturalidad, yo siempre atento a las reacciones de los demás ante mi presencia. Ella era una diosa y yo un demonio.

En estado de shock me bañé, vestí y hasta me peiné, actividad que solía obviar, para intentar estar lo menos feo posible. Las manecillas del reloj iban demasiado lentas y, a la vez, con una rapidez sorprendente, dependiendo si predominaba mi ilusión o mi miedo al pensar en lo que me esperaba. 

Cuando bajé tras el inusual acicalamiento todos me miraron sorprendidos. ¿Dónde vas tan guapo?. Voy a dar un paseo con María Dolores, y salí de la casa. Me imagino la cara de todos los presentes ante semejante declaración. Supongo que no lo creyeron, porque durante el mes restante no me volvieron a preguntar sobre unas actividades que exigían el peinado sistemático de un pelo rebelde poco habituado al peine y claramente alérgico al cepillo.  

Con mi mejor ropa, mi única colonia, el peor miedo y la mayor ilusión que había sentido jamás me encaminé hacia mi destino, hacia la transformación de un capullo, en el término más despectivo del término, en mariposa, según el significado más bello de la acepción. El niño soberbio y triste que salía por la puerta no regresaría jamás. Aparecería un hombre con alas, sin cargas, que nunca volvería a dejar de ser libre. El lastre y las cuerdas las dejé abandonadas en el baño y el amor que me esperaba, enfundado en unos pantalones vaqueros, una blusa con flores y el brillo de un pelo y una sonrisa sin fin, me harían volar hacia una aventura jamás vivida por el Capitán Trueno. 

Esa noche descubrí que todas las preguntas del mundo tenían una única respuesta: el amor que respeta.


jueves, 9 de mayo de 2013

Palabras para una vida 43


Abuela Remedios. 
Se casó cuando contaba 18 años con mi abuelo, un soñador comunista, tatuado con la hoz y el martillo en su antebrazo de panadero. Según sus palabras, dio el braguetazo porque, desde los seis años, para poder comer a diario, tenía que acompañar a su madre desde Mijas hasta Málaga en un burro para poder vender canastos hechos por ellos y, de paso, servir en la casa de cualquier rico. A pesar de esos esfuerzos, no siempre lo conseguía y la noche llegaba con lágrimas de hambre en sus ojos infantiles. 

Mi abuelo era un buen hombre: le pegaba lo normal, se emborrachaba a diario, le hizo 8 hijos sin una sola noche de sexo compartido y deseado, pero también le dio una casa de 20 m2 en un corralón de Málaga, que ella tenía como los chorros del oro (era pobre pero honrada y limpia....era su lema) y le traía pan. Era feliz con eso. La guerra civil le quitó todo cuanto tenía. Un campo de concentración para su marido y la imposibilidad para trabajar, pues era la mujer del líder comunista del barrio. Robaba el carbón que caía de los trenes, cogía chumbos para venderlos por las calles, limpiaba cualquier casa que podía, fregaba lo que le echaran mientras un hijo detrás de otro iban muriendo de hambre. Cuando tres de ellos murieron (9, 7 y 5 años), comprendió que todo lo que hacía era en vano y se separó de lo que más quería: a una hija la mandó con su hermana a Mijas y a mi madre la mandó con su madre a Córdoba. Con los otros tres y su trabajo pudo capear el temporal y logró que sobrevivieran los cinco. 

Nunca la vi deprimida. Jamás se le habría ocurrido suicidarse.....estaba demasiado ocupada en sobrevivir.

Juzgaba de forma muy severa al que no sabía disfrutar de todo lo que se tenía en aquellos años sin hambre. No comprendía los momentos bajos, las melancolías y tristezas, teniendo todo lo que ella consideraba necesario para ser feliz. 

El dinero no da la felicidad. En algunos, la dificulta. La mayoría de los suicidios no se producen en Ruanda, Pakistán o Etiopía, sino en Suecia, Suiza o Finlandia. 

El sufrimiento tiene muchas caras y, la peor de ellas, no es la ausencia de bienes materiales, o el hambre, o la guerra o la pérdida de seres queridos. El peor sufrimiento es el vacío interior, la ausencia de valor en uno mismo, la nada en ti mismo. Se puede tener todo lo material imaginable, pero si falta el impulso de la vida, el saber porqué y para qué vivir, no se tiene nada. 

Mi abuela luchó y sufrió mucho, posiblemente ni más ni menos que otros que se hunden en la desesperación o el suicidio, la única diferencia es que ellos NO SUPIERON luchar y perdieron. Mi abuela se supo encontrar mientras otros menos afortunados creyeron que el camino de su felicidad era tener o aparentar y no ser. Se equivocaron y lo pagaron con creces: sufriendo de forma desgarradora, hasta matarse o hundirse en el pozo del no ser. No fueron valientes, vale, pero mis lágrimas están con ellos. Puedo opinar sobre muchos de los errores que cometieron, pero nunca los juzgaré porque siempre estaré con los que sufren, sea por la causa que sea. Hay una enorme diferencia entre conceptuar actitudes y juzgar personas. Lo primero nos hace crecer, lo segundo nos hace y hacemos sufrir.

El dolor es una cosa muy íntima. Sólo nos duele lo que nos duele. No hay comparaciones. No es práctico comparar, al menos para decidir lo que es mejor o peor o colar juicios de valor. ¿Para qué?. Nos pasamos la vida comparando. ¿Tiene esto algún sentido?.

Siempre he pensado que el sufrimiento intenso, sobre todo en la infancia, nos proporciona herramientas muy válidas para un mejor desarrollo de nuestra vida adulta......aunque no siempre es así. Dependerá mucho de la persona, del calado y de los motivos de ese sufrimiento. Hay procesos de despersonalización provocados por unos determinados tipos de educación que, lejos de darte esas herramientas, las elimina. Conozco a verdaderos zombies de la vida....o no vida, que deambulan con un corazón latiendo y una mente salvajemente torturada que les impide disfrutar de nada.
Por ello he aprendido a no juzgar, y mucho menos condenar, a los que sufren tanto. A veces me dan ganas de darles dos bofetadas con la esperanza de que despierten, de que por fin vean la luz y dejen de sufrir ellos mismos y dejen de hacer penar a todos los que les rodean. Y es que precisamente, una de las cosas que pueden suceder a este tipo de personas es notar que hacen sufrir a su entorno, lo que les lleva a una incapacidad y un tormento cada vez más notorio.

El suicidio es, en ocasiones, el resultado final de una locura. Pero en otros muchos casos es el punto de lucidez máxima y de generosidad con uno mismo y con los demás. 

He hecho alrededor de 1500 guardias en un Hospital de tercer nivel y he podido hablar largo y tendido con decenas de suicidas verdaderos (aquí no cuentan las personas que se toman cuatro pastillas de Termalgin para llamar la atención) y en la mayoría de veces no había ningún trastorno grave de personalidad ni una depresión profunda. Eran personas que se sentían vacías, infelices, NO COMPROMETIDAS con nada.

Los suicidas no son más que la punta del iceberg, unas decenas, sobre los cientos de miles de personas que se sienten vacías con falta de compromiso. Pueden tener sus ideas, ideales, pero no los viven, sólo son ideas sin más que, en realidad, no forman parte de sus vidas. Cuando tienes que algo por lo que luchar, tienes algo por lo que vivir. Si te falta el compromiso, la lucha, viene la nada de tantos. 

La vida de mi abuela me sirvió para reflexionar sobre el sufrimiento y las distintas maneras de abordarlo. Sin saberlo, sembró la semilla para que más tarde empezara a comprenderme y comprender. No sabía manejar mi tormento, pero ella me dio las pistas necesarias.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Palabras para una vida 42


Mi familia de Mijas
El hambre obligó a mi abuela Remedios a repartir hijos para que no murieran. A mi madre le tocó Córdoba y a mi tía Pepa, Mijas. Allí vivía la hermana de mi abuela, Isabel, con su marido Paco, un matrimonio sin hijos. Desde el principio fue acogida como la hija soñada y tan infructuosamente buscada. Fue hija para lo bueno y para lo malo, pues cuando envejecieron se encargó de su cuidado hasta la muerte, y no fue fácil, pues la tía Isabel quedó paralítica durante muchos años. 

Criar tres hijos y cuidar de dos ancianos, además de mantener impoluta una gran casa, estando eternamente de luto, exigió un empeño titánico. Mi abuela Remedios se sentía responsable, y tal vez hasta culpable, de que su hija tuviera tanto trabajo, por lo que tras la muerte de su marido y la emancipación de todos sus hijos, se trasladó a vivir a Mijas para compartir esfuerzos. 

John Ford, para su desgracia, no llegó a conocer a Juan, el marido de mi tía Pepa. Hubiera sido el personaje perfecto para muchas de sus películas. “El hombre tranquilo” hubiera sido diferente de haberse relacionado con mi tío. La largatija de Pepa, que no paraba ni un segundo, se contraponía a esa figura lenta, calmada y pacífica que era Juan. 

Diecisiete años de noviazgo, y del noviazgo que se estilaba en Mijas, donde no se concedía ni el más mínimo metro a una pareja no casada, sólo fueron el preludio de un matrimonio con amor y por amor. Tuvieron paciencia y la vida les concedió lo que pocos consiguen y tantos anhelan, amarse y respetarse hasta la muerte. 

Recuerdo a mi tío con sus eternas sandalias, su ropa cómoda sin concesiones a la elegancia y una paz que irradiaba a todo el que se le acercaba. No era un hombre de vicios, salvo el único que se permitía, darle todos los caprichos a su mujer. Mi tía, que no se podía estar quieta, decidió que ella, enclaustrada en su casa por mor del sempiterno luto, no podía cambiar el mundo, pero a fe que cambiaría su casa. Y todos los años la transformaba a fuerza de obras eternas. Si le parecía poco cuidar de tantas personas, compartía su vida con obreros, carpinteros y pintores. No pasaba un año sin cambiar tabiques, destruir y rehacer baños y cambiar puertas de entrada y salida a la calle. Juan asistía atónito a semejante despliegue de actividad transmutadora y febril de su esposa. Siempre le sorprendía con nuevas ideas para conseguir la casa ideal, mientras él se encogía de hombros y sólo protestaba con un tenue: “Pero Pepa, ¿otra obra más?”. 

No asistí jamás a una riña entre ellos, aunque supongo que las habría, pero sí a ciertas miradas tenues e inequívocas cuando llegaba el momento del descanso nocturno. Supongo que los años y los hijos no pasaron factura a su pasión.

Tuvieron tres hijos, pero en la época que veraneábamos sólo habían nacido Paco y Joaquín. Paco era un torbellino como su madre y Joaquín un pacífico crío como su padre. Reme vino más tarde y he podido disfrutar poco de su compañía. 

Todas las mañanas, mi padre y yo nos levantábamos a la seis de la mañana para desayunar en un bar del pueblo antes de irnos a la huerta que tenían mis tío a pocos kilómetros del pueblo. Limoneros, chumberas y alguna que otra mata de pimientos y tomates eran regados y disfrutados por padre e hijo. Recoger un tomate de la mata, partirlo por la mitad, echarle un poco de sal gorda y perderse en su aroma y sabor, no tiene precio y, si se hace acompañado por un padre que te quiere y respeta, adquiere el sello de lo imperecedero.

A las diez de la mañana volvíamos al pueblo, recogíamos a mis tres hermanas y mis dos primos armados hasta los dientes de bañadores, patitos, flotadores, balones y crema Nivea en su lata azul y nos dirigíamos a la playa. Durante cuatro horas, Paco y Joaquín no salían del agua. De vez en cuando había que sacarlos, temblando y diciendo que no tenían frío. Durante un mes no fallábamos ningún día a nuestra cita y la piel hablaba claramente de tantas horas de sol y mar. El pobre Joaquín, que deseaba ser blanquito, terminaba más negro que Michael Jackson antes de saber que existían los cirujanos.

Tras el baño, un buen almuerzo donde no faltaba el pescaíto frito, que nadie lo hace mejor que los malagueños, y un buen gazpacho. La siesta siempre era bienvenida y después venía la tarde eterna de charla a la puerta de la casa contemplando el paseo de cientos de turistas que nos miraban como quien contempla algo típico y, a su vez, eran examinados como seres extraterrestres. 

La noche era mi único momento de soledad. Paseaba por todo el pueblo pero siempre terminaba en el Compás o en el mirador que había en la iglesia. El silencio en medio de la oscuridad, una vista espectacular del mar, la serranía, Fuengirola y la brisa seca y fresca, me invitaban a sentir sin necesidad de pensar. Recargaba mis sentimientos positivos y me hacían creer que podía llegar a ser alguien digno de ser amado. En esos momentos no sabía que, entre esas casas blancas vivía una chica que cambiaría mi mundo para siempre, que conseguiría que mis sueños se hicieran realidad y mi vida se convirtiera en un sueño del que jamás volvería a querer despertarme.

sábado, 4 de mayo de 2013

Palabras para una vida 41


Mijas
Durante años, al llegar el uno de agosto, el seat 850 se cargaba hasta los topes de equipajes e ilusiones y nos conducía al mes de vacaciones en Mijas, un precioso pueblo a 8 Km de la playa de Fuengirola. Aún no entiendo como podían caber tantas cosas y  personas en un coche tan diminuto. Mis padres y los cuatro hermanos, más nuestros respectivos equipajes para pasar todo un mes fuera, saco de 60 Kg de patatas y alimentos varios. La vaca iba hasta los topes y competíamos en estabilidad aerodinámica con los marroquíes que volvían a su país. 

El viaje de cuatro horas solía ser divertido y tenía una parada obligatoria en Antequera, para desayunar el café con unos maravillosos molletes. 

Nos alojábamos en casa de mi tía Pepa, hermana de mi madre, y la persona con más gracia que he conocido. Mijas estaba cambiando al rebufo de la llegada de miles de europeos que se quedaban a vivir en un clima excepcional, una tierra maravillosa y un sol eterno, pero la mayoría de mijeños no se enteraron. Seguían con las tradiciones de siempre y, las influencias perturbadoras de los nórdicos, no hicieron mella en el espíritu de un pueblo de la Andalucía más profunda. Convivían los pantalones cortos y ropas descocadas de suecas con los mulos y burros, principal medio de transporte desde el pueblo a los campos escarpados de los alrededores. Las únicas carnes femeninas que se dejaban ver eran foráneas. Las locales estaban debidamente cubiertas con paños negros de luto.

Mi tía Pepa cumplía a rajatabla con lo que se esperaba de una mijeña de pro. Y el detalle más importante en la vida de toda mijeña eran los lutos. Cada muerte conllevaba un largo periodo de luto, todo perfectamente estructurado y categorizado. Si se te moría un primo o cuñado, eran unos años, y conforme más allegados eran, más años de pena se imponían. A la pobre que se le muriera un hijo o marido, estaba condenada para toda su vida. Además, los lutos eras sumatorios y, como todo el pueblo, de alguna u otra forma, era familia, lo habitual era deber 120 o 130 años de luto en el mejor de los casos. No todas lo cumplían y algunas hacían operaciones matemáticas favorables a sus intereses para cumplir algún que otro año menos, pero eran sistemáticamente atacadas por el resto. “Fulanita se le murió hace cuatro años el cuñado, siete su primo y 12 el tío, y sólo ha estado de luto 11 años, cuando le corresponden 27”. Pero mi tía no tenía ningún problema al respecto. Siempre estaba de duelo.

El luto no sólo consistía en vestir de negro riguroso sin enseñar más carnes que las que cada cual tuviera en sus caras, tampoco se podía salir de casa salvo para ir al médico, cosa poco apreciada por el galeno de turno por las ingentes huestes de féminas que acudían a sus cuidados, más para poder charlar que por necesidades sanitarias, al cura, con lo que la iglesia estaba habitualmente abarrotada de mujeres, excepto en domingos y fiestas de guardar, que también acudían hombres, lo que lo hacía mucho más aburrido, y al mercado, pero éste último sólo en situaciones de extrema necesidad.

La cercana playa de Fuengirola la disfrutaban los turistas. Las locales no acudían jamás a semejante disparate y, si alguna intrépida bajaba en alguna ocasión, sólo se mojaba hasta el tobillo, no con cierto pavor y enormes precauciones, y lo recordaba y contaba el resto de su vida, afianzando su conducta con el consabido: ¿Qué le encontrarán los extranjeros a bañarse en las playas?. 

La casa de mi tía era enorme, blanca encalada, como mandaban los cánones, con tres plantas, azotea y una cueva. Muy fresca, hasta el punto de tener que dormir tapados en pleno mes de agosto, algo sorprendente para seis sufridos y acalorados cordobeses. No era cómoda pero sí amigable, por el enorme afecto que se respiraba entre sus paredes.   La vida se hacía en un cuchitril minúsculo con hornilla a la que llamaba cocina, que era donde se guisaba y hablaban las mujeres de la casa. La cocina real, con magníficos muebles, vitrocerámica, gran frigorífico y lavaplatos, no fue usada jamás. Era tan bonita que le daba pena usarla. Lo mismo sucedía con un gran salón, que nunca se usó. Era mejor hacer la vida en la salita y tener el salón sólo para enseñarlo a las visitas.

Este entorno fue testigo de como cambió mi vida para siempre en sólo veinticuatro horas.

jueves, 2 de mayo de 2013

Palabras para una vida 40


Mi abuela Nati
He hablado mucho de mi familia materna y nada de la paterna. Mi padre tenía otros nueve hermanos más. Mi relación con ellos, a pesar de que la mayoría vivía en Córdoba, era casi inexistente. Incluso mi padre consideraba que su verdadera familia era la de mi madre, y no le faltaba razón. Físicamente, mis genes son mayoritariamente paternos. Soy un calco de mi padre y tíos. Mi mente matemática y lógica también procede de ellos. Hasta el control emocional es paterno. Pero mi verdadera familia es la materna. 

De mi familia paterna sólo he amado a mi abuela Nati.

Miraba con la intensidad del azul que sólo es posible tras la tormenta. Las nubes vencieron y nunca más pudo ver, ¡¡¡pero como miraba¡¡¡. Clavaba sus pupilas inútiles y, su mirada, taladraba hasta lo más profundo del alma. No le hacía falta ver porque sabía mirar. No necesitaba oír para comprender.

Recuerdo su voz ronca, incluso masculina, pero cuando me sentaba a su vera para escuchar una y mil historias, sólo percibía dulzura.

Recuerdo una cara fuerte, rasgos toscos, poco femeninos, pero nunca fui consciente de su falta de belleza, porque lo inundaba todo con su presencia.

Recuerdo a una gran dama, la más grande que he conocido. No tenía títulos nobiliarios, ni dinero. No sabía leer ni escribir. No era elegante en el vestir. Sólo poseía callos en las manos después de trabajar sola para sacar adelante a 10 hijos a golpe de azadón en el campo y callos en la voz a golpe de gritar más fuerte que nadie para llamar la atención sobre la fruta que vendía. Sin embargo, nos hacía sentir a todos seres únicos, dignos de amor, su amor.

Recuerdo que nunca engañaba ni estafaba. Llamaba a las cosas por su nombre. Lo bueno o lo malo que tuviera que decir, lo decía a la cara, sin tapujos. Curiosamente, no se ganó enemigos después de 83 años de verdades. Decía lo que pensaba pero no condenaba. ¿Será que no duele tanto la verdad como la condena que demasiadas veces colamos en nuestra “sinceridad”.?

Recuerdo a una mujer con dos hijas muertas, sus dos únicas lágrimas. Nunca lloraba por nada más. Todo lo demás se podía arreglar o se podía asumir.

Recuerdo que no le gustaba que le regalaran flores. Decía que después de la flor venía la fruta, que era lo que vendía y lo que más y mejor comía.

Recuerdo que, a pesar de la época que le tocó vivir, supo ver muy bien cuál era el papel de la mujer en el mundo. Sus cuatro hijas, como ella misma, trabajaron durante toda su vida. “Amad a los hombres, pero nunca dependáis de ellos”. “No seáis sumisas ni aparentéis debilidad porque os protegerán y, el que protege, esgrime carta de propiedad”.

Recuerdo que todos sus hijos la llamaban todos los días por teléfono, cuando no se presentaban directamente en su casa. Nunca lo pidió. Nunca pedía nada. Sólo ofrecía y, ofrecía tanto, que una visita o una llamada nunca eran una obligación sino un placer.

Recuerdo que todos los domingos me daba una peseta. Sabía dar, pero lo que la caracterizaba ante todo era que sabía recibir. Sabía respetar a los demás de tal forma que cualquier cosa que quisieras ofrecerle era un regalo exclusivo y maravilloso. Todo lo que viniera de ti era querido y mimado. Los besos, los regalos, las opiniones, todo era bien acogido o escuchado.

No recuerdo el día de su muerte, porque nunca ha muerto. Aún hoy, su mirada azul y sus pupilas inútiles me taladran hasta lo más profundo de mi alma.

martes, 30 de abril de 2013

Palabras para una vida 39


Ojos tristes
Yo soy rebelde 
porque el mundo me ha hecho así 
porque nadie me ha tratado con amor 
porque nadie me ha querido nunca oír 
yo soy rebelde 
porque siempre sin razón 
me negaron todo aquello que pedí 
y me dieron solamente incomprensión 
Y quisiera ser como el niño aquel 
como el hombre aquel que es feliz 
y quisiera dar lo que hay en mi 
todo a cambio de una amistad 
y soñar, y vivir 
y olvidar el rencor 
y cantar, y reír 
y sentir solo amor 
Yo soy rebelde 
porque el mundo me ha hecho así 
porque nadie me ha tratado con amor 
porque nadie me ha querido nunca oír 
Y quisiera ser como el niño aquel 
como el hombre aquel que es feliz 
y quisiera dar lo que hay en mi 
todo a cambio de una amistad 
y soñar, y vivir 
y olvidar el rencor 
y cantar, y reír 
y sentir solo amor.

Mi primer amor, virtual, fue Jeanette. No sé si me enamoraron sus tristes ojos azules o esta canción que me hacía llorar un día sí y otro también. 

Esther tenía mi edad, 14 años. Ojos azules tristes. Voz dulce. Movimientos gráciles muy femeninos. Melena castaña corta. Ni alta ni baja. Delgada. Apariencia frágil con personalidad fuerte. La viva imagen de Jeanette. 

Desde la primera vez que la vi me enamoré perdidamente de ella, con tal fuerza, tal ímpetu que me parecía increíble que se pudiera llegar a sentir tanta necesidad de alguien como tenía de ella. Estaba presente en cada segundo de mi existencia. Soñaba con ella y me despertaba con ella. Respiraba Esther. Bebía de sus movimientos. Me relamía con su simple nombre. Me encontraba en éxtasis permanente, como Santa Teresa, que vivía sin vivir en mi.

En el colegio, las ecuaciones daban como resultado Esther. Lisboa era la capital de Esther. El río Ebro discurría a través de Esther. La gravedad era lo que me impedía volar mientras pensaba en Esther. Hidrógeno, Litio, Sodio, Potasio y Esther. Los verbos tenían tres terminaciones: -ar, -ir y Esther. Las mariposas dejaron de volar en primavera para acompañar a mi estómago eternamente.

Fui perdiendo la agresividad mientras me inundaba el amor. Incluso pinté su nombre en un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Cada canasta que metía y cada gol que conseguía se los dedicaba. 

Todas las tardes bajaba a la calle Alderetes para poderla contemplar a escondidas. Cada palabra y cada risa suya me alimentaban. Mi dolor dejó de dolerme, mis heridas se cicatrizaban ante esos ojos tristes. 

Nunca hubo sexo, ni real ni imaginado, todo fue espiritual. Jamás me dirigió una sola palabra. Jamás supo de la existencia de su amante. Nunca me regaló una mirada. El amor pasó, pero nunca me he olvidado de ella.

sábado, 27 de abril de 2013

Palabras para una vida 38


Arte
Hubiera querido escribir los poemas más bellos, pero las palabras se negaban. 

Hubiera deseado pintar los cuadros más emocionantes, pero los colores se negaban. 

Hubiera querido esculpir las tallas más etéreas, pero el cincel se negó. 

Hubiera querido ser el actor que trasmite, pero la naturalidad se negó

Hubiera querido ser la voz de las canciones que emocionan, pero los acordes se negaron.

Hubiera querido crear belleza, pero no residía en mi alma.

Cada noche fantaseaba que yo no era como me comportaba si no quién me soñaba. Pero cada nuevo día despertaba a la cruda realidad de un ser mediocre, amargado e indeseable. 

Disfrutaba de la hermosura que generaban los artistas pero sabía que no la podía crear. La ciencia es importante por muchas razones, y siempre he intentado ser honesto con ella, pero el arte es la vida, la emoción, la razón de ser y de sentir, la diferencia que hay entre la supervivencia y la dignidad de vivir. 

Comprendo el sufrimiento del transexual: ha nacido en el cuerpo equivocado. Así me sentía, tenía el cerebro equivocado, preparado para las matemáticas, pero deseando crear belleza que nunca la podría conseguir.

domingo, 21 de abril de 2013

Palabras para una vida 37


Relaciones Iglesia-Juan
Era muy piadoso. Iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar, me abstenía de comer carne en cuaresma, de eso ya se encargaba mi madre, participaba con mi hucha de negrito en el Domund, aunque si era de un chinito tampoco le ponía pegas. Confesaba cuando era menester, que lo era demasiado a menudo, y rezaba con frecuencia. Hasta hubo un tiempo muy lejano en que quería ser misionero, porque con mi competitividad, a ser bueno tampoco me iba a ganar nadie. 

No era consciente del trato tan diferente que las sotanas tenían con los alumnos más acaudalados o influyentes respecto a los que teníamos padres menos opulentos. Tampoco era consciente de la enorme distancia que había entre lo que predicaban y practicaban. Me rechinaba que siempre tuvieran la verdad absoluta de su parte. Ellos, y sólo ellos, sabían lo que estaba bien y mal. 

Pero ninguna de estas cosas se hicieron evidentes hasta que descubrí los placeres de la carne, de la mía propia por supuesto, la carne de mujer era coto privado de los hombres casados como Dios mandaba, que curiosamente coincidía con lo que mandaba la Santa Madre Iglesia. Siempre que iba a confesar, el primer y más importante tema a debate que me sacaba a colación el confesor era si me había “tocado”. No entendía la pregunta y, en mi candidez, siempre respondía que era imposible no tocarse, tras lo que el sacerdote de turno me miraba con beatífica paz y se enorgullecía de mi inocencia. Hasta que un día dejé de ser cándido y sí supe a qué se refería. Cuando confesé el terrible pecado, todos los infiernos y desgracias futuras cayeron sobre mí. Me iba a quedar ciego, al final se quedó sólo en miopía, mi médula se iba a secar, me imagino que a estas alturas estará como una alpargata de beduíno, la locura se adueñaría de mi mente,   en esto sí es posible que tuviera algo de razón, y ardería en los fuegos del infierno eternamente, siempre he vivido en Córdoba y Sevilla, así que en esto también acertó. 

Fue la última vez que me confesé. Nunca volví a misa, salvo para actos de la BBC, a pesar de las presiones de mis padres, y comencé a ser consciente de la inmensa farsa que vendían y el gran fraude que cometían. Los que decían ser pobres y actuar para ellos, siempre estaban en casa de los ricos. El Papa nos exhortaba a dar de comer al hambriento desde el palacio más lujoso del mundo. Eran infalibles, por mucho que la  historia demostrara por activa y por pasiva que se equivocaban constantemente. Había que pedir perdón, pero ellos nunca lo pedían. La castidad fuera del matrimonio era forzosa, pero dos compañeros de mi clase sufrieron abusos sexuales por un cura que fue trasladado, tras las protestas de los padres, a otro colegio de Badajoz, una medida muy prudente y acertada sin duda.

La bondad se manifiesta en como se usa el poder cuando se tiene. Creo que la gran mayoría de personas e instituciones no pasan la prueba. La Iglesia, menos que nadie. Cuando lo ha tenido ha matado, torturado, vejado e impuesto su doctrina tanto a católicos como a los que no lo son, y no hablo de tiempos lejanos. En España, hasta 1975, es decir mientras se le consentía, dictaba a su antojo las normas morales de obligado cumplimiento para todos e imponía los castigos para el infeliz que se descarriara de sus “enseñanzas”.

De pío pasé a anticlerical radical y, durante muchos años, toda la paz y la sensatez que pudiera tener se esfumaban en cuanto salía a relucir el tema religión. Las venas se me salían del cuello y los gritos e insultos brotaban con natural espontaneidad de mi otrora devota boca.

Ya no sufro con las tonterías de la Santa Madre. Decidí que penar por lo que no puedo cambiar no merece la pena. He aprendido a ser más ecléctico e incluso reconozco alguna de las pocas bondades de esta pandilla, pero ya no forman parte de mi vida.

martes, 16 de abril de 2013

Palabras para una vida 36


En femenino
Al tener tan poca relación con chicos, y mi padre echar tantas horas extras, sólo me comunicaba con mujeres: mis tres hermanas, mi tía, mi madre, mis abuelas y las vecinas. El amaneramiento no se hizo esperar. Unido a la orquitis que tuve en la infancia, que no me gustaba el alcohol, signo inequívoco de virilidad, que leía demasiado y que con 14-15 años no se me conocía hembra, mis padres estaban convencidos que les había tocado un hijo homosexual. En una sociedad profundamente homófoba, tener un hijo maricón era casi tan malo como un bombo en una hija soltera.

No era consciente de nada. No sabía de las tribulaciones de mis padres ni nadie se reía de mí por mis maneras. Era tan evidente mi tartamudez que semejante defecto ocultaba  mi otro “defecto”. Pero sí que me daba cuenta que entre mujeres me sentía mucho mejor que con hombres. No sé si nací con alma femenina o fue fruto de la interrelación de estos primeros años, pero me encanta. Sabía que el bravucón externo nada tenía que ver con la persona sensible que había dentro de la coraza. No puedo decir que comprenda bien a las mujeres, pero este lado femenino me ayuda a respetarlas y valorarlas mucho mejor. En un mundo creado por y para los machos, el sentir de la mujer es absolutamente imprescindible. Cuanta más equidad entre sexos hay en una sociedad, más justa es. El día que consigamos un mundo creado por y para las personas, sin discriminaciones, habremos conseguido una humanidad con menos sufrimientos.

Pero yo aún no sabía nada de sexo. Los curas habían empezado a satanizar la masturbación, los pecados de la carne y el peligro de las mujeres. Los que se masturbaban se quedaban ciegos y los que se entregaban a la lujuria arderían en los fuegos del infierno. Oía hablar a mis compañeros de las pajas que se echaban y yo me quedaba a dos velas, porque no tenía ni idea de a qué se referían. Las masturbación no era un tema que preocupara al Capitán Trueno, Jabato ni a los personajes de Julio Verne así que, por mucho que leyera, seguía sin saber en que consistía semejante pecado, pero a buen seguro que se tenía que pasar muy bien, si tanto empeño ponían las sotanas en maldecirlo.

Que las mujeres fueran tan peligrosas aún lo entendía menos. Miraba a mi madre o mis hermanas y no me parecían nada peligrosas para mi salud espiritual. Y los pecados de la carne no iban conmigo porque era prácticamente vegetariano. Me tranquilizaba que al menos en lo que concernía a estos misterios, yo no ardería en el averno.

Cierta mañana me despertó un placer intenso y húmedo. La luz se me hizo.

sábado, 13 de abril de 2013

Palabras para una vida 35


Guerra y paz en el colegio
Ya no tenía enemigos en el colegio. Tampoco amigos. Hacía mi vida al margen de los demás y, menos en baloncesto, no me importaba ni importaba a nadie. Era un mueble más en la clase. No hacía preguntas ni se podían esperar respuestas por mi parte. Asumían que era un soberbio inquebrantable y yo alimentaba ese concepto. Atendía todo lo que podía al profesor de turno, pero me aburría demasiado a menudo, con lo que me sumergía en mi mundo de ensoñaciones o de mente en blanco.

El infierno se convirtió en un limbo, ni sufría ni disfrutaba. La soledad era mi única acompañante. Tres veranos más pasé en Sardañola y eran oasis que recargaban mi autoestima y esperanza de que una existencia mejor era posible.

Había conquistado la paz exterior pero estaba perdiendo la guerra interna. Empezaba a comprender lo que hacía mal e incluso intuía lo que debía hacer para estar mejor, pero la teoría era una cosa y la práctica otra. Llegué a pensar que venía defectuoso de fábrica porque no sabía como enmendar los errores y, cuando lo intentaba, lejos de mejorar, metía la pata aún más a fondo. No comprendía el problema de fondo: no buscaba ser feliz, me conformaba con no ser desgraciado, por eso no era proactivo, me limitaba a reaccionar. No me relacionaba con la gente porque no me querían, pero hacía lo posible por despreciarlos para no sufrir en mi autoestima, con lo que conseguía justo lo contrario de lo que deseaba.

El cariño de mi familia lo subestimaba, lo daba por hecho y merecido, craso error no ser agradecido, por eso no alimentaba mi autoestima. 

domingo, 7 de abril de 2013

Palabras para una vida 34


Guerra y Paz en casa
Cada vez estaba más a gusto en mi casa. Gozaba de libertad casi absoluta de entrar, salir, estudiar o leer. Mi única obligación era la de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar, y esto sólo hasta los 13 años. Como era varón, no tenía que ayudar en las labores de la casa, al contrario que mis hermanas. Tampoco tenía que dar cuentas de con quien o que hacía cuando salía, mientras mis hermanas tenían un estricto control en ambas cuestiones. Habían enormes diferencias entre niños y niñas. Más tarde echaría de menos no haber aprendido a planchar, lavar o cocinar, pero en ese momento era una delicia tener tanto tiempo libre para leer.

Mi hermana mayor no podía salir con su novio sin una carabina. Dicha función solía recaer en Nati, que odiaba ejercerla. A veces me tocaba a mí, pero tampoco era mi opción favorita. Hasta en los días previos a su boda tuvo que apechugar con nuestra presencia. Un embarazo sin estar casados era probablemente el peor castigo que podían tener unos padres que se preciaran, aunque no todos ejercían tanto control sobre sus hijas como mi padre. 

Con Antoñi pudo, pero cuando le tocó el turno a Nati, tocó en hueso. Se rebeló, y no sin razones, y las broncas eran diarias. Pero Nati siempre hizo lo que quiso, aunque tuvo que pagar un peaje muy caro para conseguirlo. Los enfrentamientos con mi padre eran de proporciones gigantes y buena parte de su adolescencia las pasó de esta guisa. No podía haber dos personas más parecidas que a su vez optaron por ideales diametralmente opuestos. EL machismo de uno se enfrentaba con el feminismo extremista de la otra. La adoración a Franco frente al anarquismo. El tradicionalista y la iconoclasta. Mi hermana ganó por goleada. Mi padre tuvo que transigir en todo.

Antoñi, Reme y yo éramos espectadores de semejante relación, pero no estábamos involucrados. Quizás la que más sufría era mi madre, obsesionada por el confort de mi padre en su propia casa. Que su amor pasara semejantes berrinches y que ella no fuera capaz de reconducir la situación, le ponía en un estado de ansiedad aún mayor del habitual. Por eso, cuando Nati se independizó, mi madre respiró tranquila.

Antoñi y Reme se plegaban a las exigencias de mi padre y no tuvieron problemas. Yo no tenía exigencias de ningún tipo y vivía en la gloria.

Una educación tan diferente en función del sexo tiene consecuencias. La enorme libertad de la que disfruté, unido a que mis errores tenían consecuencias, fueron las raíces de mi sentido de la responsabilidad. Libertad y responsabilidad siempre juntas.   Me he equivocado muchas veces y he pagado por ello, pero el miedo rara vez ha entrado en mi vida, por eso siempre he sido una persona libre. Nati, a su manera, también ha ejercido su libertad lo mejor que ha sabido. Antoñi y Reme, lo han tenido mucho más difícil, demasiadas normas y demasiados miedos las han atado. Para mí, sólo se puede ser feliz siendo libre.

La persona con miedos no controlados tiende a la seguridad, a eliminar incertidumbres, aunque ello suponga una falta de libertad de acción. Será el que viva a gusto en un régimen dictatorial blando en el que, si haces lo que te mandan, nada tienes que temer. Tu vida está perfectamente marcada por unos límites y, lo que es aún más importante, la vida de los demás también. Sabiendo que nadie se puede salir del camino marcado, y pobre del que se salga, se crea un clima de seguridad y una zona de confort en la que una libertad restringida es un pequeño precio a pagar. Prefieren obedecer a mandar.

Viví mis primeros 16 años bajo el régimen franquista y mi impresión es que la gente no era, en general, infeliz. Me atrevería a decir que ahora veo más desesperación, desesperanza y tristeza que en aquellos tiempos. Y no es por la situación económica. En aquellos tiempos era mucho peor. Las mujeres sabían lo que se esperaba de ellas. Los hombres también. Los obreros sabían hasta donde se podía llegar. Los estudiantes sabían perfectamente cuales eran los límites. Los delincuentes conocían lo que les esperaba. Y la mayoría vivían seguros.

Límites. Límites para mí y para los demás. Seguridad. Uniformidad. Miedo al diferente. Todos compartiendo la misma moralidad. El paraíso del miedoso.

Por eso, cuando en los momentos actuales veo a tanta gente desesperada, me da la impresión que la mayoría, por mucho que diga lo contrario, no desea tanto la libertad como la seguridad. Se quiere empleo fijo, seguridad en el banco, seguridad en nuestros ahorros, seguridad en la calle, seguridad ante el desempleo, seguridad ante la enfermedad, casa en propiedad….Estamos construyendo una sociedad libre que además quiere seguridad, cuando en realidad es una sociedad miedosa que, mientras las cosas van bien, está callada y deja que manden unos pocos y cuando las cosas se vuelven inseguras se queja de los que mandan por no proporcionarles seguridad (ojo, no libertad).

Y es que la libertad y la felicidad son tesoros que sólo están dentro de nosotros. No dependen de factores externos. Nadie nos va a hacer ni más felices ni más libres. Sí pueden darnos seguridad, pero no libertad ni felicidad, eso sólo depende de nosotros.

Para ser libres y felices tenemos que empezar a mandar, a implicarnos en las tomas de decisiones que nos atañen, a no tener miedo a equivocarnos y preferir no actuar. A no ser espectadores que aplauden cuando la faena es buena y abroncar si la faena es mala. Hay que salir al ruedo y torear nosotros. Tomar decisiones, aún erróneas, es manifestar nuestra libertad. Es rescatar la incertidumbre como algo positivo que nos va a hacer crecer. Arriesgarse es lo contrario de la seguridad. Con el riesgo empezamos a ser nosotros mismos. Con la seguridad somos como los demás quieren que seamos.


martes, 2 de abril de 2013

Palabras para una vida 33



Nuevas asignaturas
En Bachillerato me encontré con algún hueso más, además del dibujo y los trabajos manuales.

La filosofía fue el mayor petardo con el que jamás me he encontrado. La impartían de tal manera que nadie entendía nada y a nadie gustaba. Resolví que a falta de entendimiento, la memoria me serviría para sacarla adelante.

La lengua española era un hueso mucho más duro de roer. Jamás he entendido nada de gramática. Sujeto, verbo, predicado, complementos directos, indirectos y circunstanciales, eran chino para mí. Aún sigo sin entenderlos. Esto suponía un duro varapalo a mi autoestima. No comprendía porqué era tan inteligente para algunas cosas y tan torpe para otras. Pero mis capacidades son así. Los test de inteligencia que nos hacían todos los años demostraban que tenía una capacidad para la lógica, matemática, memoria y abstracción en niveles de superdotación, pero la expresión verbal y la visión espacial en rangos de subnormalidad. 

El orgullo me impedía que nadie se enterara de semejante falla en lo que había intentado vender como mente brillante. Que mis manos no controlaran los trabajos manuales era una cosa y que no entendiera nada sobre la construcción de frases era otra muy diferente. Si la expresión verbal era mala, la memoria era excelente, así que utilicé ésta para que no se notaran las lagunas de aquélla. Me aprendí de memoria cientos de frases que encontré en los diversos textos de Lengua, que ya estaban analizadas. Cuando tocaba examen, sólo tenía que recordar la frase que más se pareciera a la que habían puesto y la analizaba exactamente igual que la frase recordada. Las comas y puntos me salían bastante bien, no porque lo comprendiera (aún no lo entiendo), si no porque después de leer tanto, sabía más o menos donde había que ponerlos. La ortografía no era problema, era cuestión de memoria. Con estos trucos seguía obteniendo sobresalientes académicos pero rotundos suspensos en lo que de verdad importaba: la comprensión de la estructura de nuestra lengua. 

Todo lo contrario me sucedía con el latín. Lo traducía directamente y lo entendía a la perfección. En una ocasión me armé de valor y le pregunté al profesor porque se me daba tan mal la lengua y tan bien el latín. Don Francisco se sorprendió (era la primera pregunta que le hacía en años) y buscó mi expediente y mis test psicológicos. Me respondió que el latín se basaba mucho en la lógica y, una buena mente matemática y científica, obtenía mejores resultados que una mente con buena capacidad oral. No sé si ello es cierto, pero en mí se cumplía.

Curiosamente, las tres actividades que peor se me dieron, filosofía, lengua y dibujo, son de las que más placer obtengo a la hora de expresar mi creatividad. Las matemáticas las empleo en mi trabajo pero no forman parte de mi vida, como tampoco el latín, la física o la química. Aproveché mis capacidades para que mi soberbia creciera tanto como disminuían mi humanidad y felicidad. No reniego de mis ventajas intelectuales pero, aunque formen parte de mí, no son las que me motivan ni las que me han hecho crecer y aprender. 

El coeficiente intelectual me dice poco acerca de una persona, quizás porque no exprese sus sentimientos y debilidades y, éstas, mucho más que nuestras fortalezas, son las que nos moldean, tanto en lo positivo, si las conseguimos reconducir y gestionar, como en lo negativo, si nos hunden por no saber comprenderlas, mimarlas y aceptarlas, única manera de superarlas. He conocido personas, con unas condiciones intelectuales maravillosas, que no han sabido manejar sus emociones y fragilidades y, sus altas capacidades, se han convertido más en un lastre que en un haber. Por el contrario, gente con capacidades limitadas y debilidades evidentes, tras admitirlas y guiarlas de manera adecuada, han conseguido un equilibrio personal que les hacía brillar en todo lo que se proponían.

sábado, 30 de marzo de 2013

Palabras para una vida 32


Lecturas
Con cada año que cumplía mi interés por lo tebeos aumentaba, pero mi bolsillo no crecía en la misma magnitud. En casa teníamos lo justo para comer, pagar las letras y los gastos de educación, pero nada más. La paga semanal era muy pequeña y sólo me daba para ir a la sesión infantil del cine Cabrera de los domingos. La única opción era trabajar, pero en una tierra de emigrantes no era fácil encontrar trabajo estable pero sí pequeños apaños para no pasar demasiados apuros. 

La recogida de la aceituna era una buena época para ganar unos cuartos y, en aquellos momentos, el trabajo infantil no estaba mal visto, así que me iba al olivar que la familia de Bustos tenía en Baena todos los fines de semana de la cosecha y aprendí a recoger la aceituna del suelo y más tarde a varearla. También descargaba camiones en algunos almacenes que había por Ciudad Jardín, hacía mudanzas con un par de empresas que me agencié, recogía algodón en algunas fincas cercanas a Córdoba o daba clases particulares a algún compañero del colegio que se le dieran especialmente mal las matemáticas. Poco a poco fui abriendo caminos y como era trabajador y callado, dos cualidades especialmente cotizadas, cada vez disponía de más empleos. 

Aunque pagaban poco, era más que suficiente para hacerme con una biblioteca aceptable y migratoria. Como los libros y tebeos nuevos eran caros y mi sed lectora amplia, los conseguía de varias maneras. 

La primera era dando clases a colegas del cole que me pagaban en cómics a razón de una tarde, un cómic. A pesar de la tartamudez, sabía explicar las matemáticas, física o química de manera que se entendiera, por lo que no me faltaban encargos por parte tanto de los compañeros como de sus padres. Los buenos resultados de sus exámenes eran el aval para conseguir más y más clases. El que no tenía un cómic para darme, me pagaba en metálico lo que costaba uno nuevo. 

La segunda era obtenerlos de segunda mano en varias librerías de compra venta que había en los alrededores de la Plaza de la Corredera. 

La tercera era cambiarlos en las mismas librerías por otros del mismo valor con lo que bajaba mucho el precio. 

La cuarta era jugarlos al baloncesto. El primero que encestaba diez canastas desde diversos puntos previamente establecidos, ganaba un tebeo. Desgraciadamente esta manera duró poco, pues nadie me podía ganar, a pesar de que daba diversas ventajas e incluso fallaba tiros a posta para que el incauto se picara y creyera que estaba a punto de ganarme. 

La quinta era la biblioteca del colegio que no estaba nada mal, pero era muy sesgada. Muchos libros religiosos, textos académicos y no demasiada literatura. Pero encontré allí una auténtica joya: La historia de Roma de Tito Livio, en latín y en español. Leí los treinta y tantos tomos en latín (no me explico porqué, pero el latín se me daba extremadamente bien) y disfrutaba tanto de los acontecimientos históricos como de la misma traducción, que fue todo un reto para una mente adolescente sedienta de desafíos. El empeño de hacerlo más difícil, cuando tenía a mi disposición la versión española, era por una parte para demostrarme a mí mismo lo bueno que era y, sobre todo, demostrarles a los demás que los superaba en todo lo que fuera cerebro. Jamás he vuelto a leer nada en latín y aquel esfuerzo, como tantas tonterías que estudié y memoricé, no han servido para nada. Sentía fascinación por calentarme la cabeza, quizás por eso ahora me la caliente tan poco y sea extremadamente vago. Siempre voy a lo fácil, a simplificar lo más que pueda, incluso cuestiones complejas. Antes de realizar un esfuerzo siempre me pregunto ¿Para qué me sirve?. Si la respuesta es para poco o nada, abandono. 

Por último siempre me quedaba la vieja biblioteca municipal de Córdoba, situada al final de la calle Nueva. Esta era la manera más complicada, pues estaba llena de polvo, desordenada y no solía contar con las novedades que yo deseaba en ese momento, pero era gratis. Con mi carnet de socio tenía derecho a sacar un libro o tebeo y lo podía tener en mi poder dos semanas, con posibilidad de prórroga. Al principio sólo sacaba tebeos, libros de geografía y textos aburridos de química, física o historia. Me servían para aprender. Memorizaba listas de todo tipo y con ello creía que sabía mucho y ello me ayudaría a ser mejor. Pero entre tanta basura caían de vez en cuando clásicos españoles. Iba siendo más y más selectivo y de pronto me vi sumergido en la maravillosa literatura, que no era el enorme tostón que nos daban en clase, si no un mundo de sentimientos, pensamiento y sabiduría de autores lejanos en el tiempo pero cercanos en la pasión y desventura del vivir. Quevedo, Machado, Lorca, Baroja, Galdós (mi preferido en aquellos tiempos), Larra o Unamuno dejaron de ser nombres que aprender para ser amigos y maestros del sentir y el estar, cuando no del ser. 

Góngora fue un error pero me abrió un camino positivo. Como era cordobés decidí que me debía gustar, pero cuanto más leía de él más me aburría, hasta que llegó el momento que decidí que sólo leería lo que me gustaba y que nunca más me llevaría libros ni de Góngora ni de ninguna materia que no inflamara mi imaginación o mis sueños. No más libros de historia, química o matemáticas áridos que sólo memorizaba para tener y proyectar una imagen de mí mismo de persona culta. Desde ese momento, además de los clásicos españoles, se unieron Salgari, Kipling, Verne (creo que he leí todo lo suyo y nada me decepcionó), Dostoyevski o Tolstoi ocuparon un sitio en mi estantería y en mi alma. Cervantes con su Quijote tardó algo más. Tenía ojeriza al escritor que daba nombre a mi colegio pero, cuando lo descubrí, Don Alonso y su fiel Panza colorearon  y dieron valor a muchas tardes de desasosiego.

Conforme pasaba el tiempo, cada vez salía menos de casa para poder leer más y, aunque me preguntaban porqué no salía con los amigos, siempre les contestaba de la misma manera: estoy con mis amigos.